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jueves, 26 de febrero de 2015

El Segundo Advenimiento

“Cuando dos mil años se cumplan, Satanás será suelto de su prisión, y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y Magog, a fin de reunirlos para la batalla; el número de los cuales es como la arena del mar.” Apocalipsis 20; 7 y 8.

24 de diciembre de 2013. Yusuf se encuentra solo en su cuarto. Se ha vestido con su mejor traje y enciende una videocámara que tiene anclada sobre un trípode. En la pequeña pantalla enfoca el sofá y pulsa el botón indicado con un círculo rojo y bajo el cual aparece la palabra inglesa REC. Después su propia imagen aparece en el visor y se sienta en el sofá. La escena ya está completa. Sin saber bien que decir, comienza a hablar.

A quién vea este video. Me llamo Yusuf y quiero confesar un crimen que cometí hace dieciocho años. El peor crimen que puede cometer una persona. Todo comenzó el 14 de diciembre del año 1995.
Yo, por aquel entonces, tenía veintiún años y era joven y necio. Sobre todo necio. Vivía con mi mujer Meryem, que era tan joven como yo y esperábamos un hijo. Habíamos acudido a las consultas médicas para saber que todo iba bien, pero nos negamos a conocer el sexo del bebé; queríamos que fuera una sorpresa. Teníamos algunos nombres pensados, pero los que más nos gustaban eran Isa para niño y Anwaar para niña. Mi mujer me dijo que una noche tuvo un sueño revelador y que en él aparecían aquellos dos nombres. Yo no creía mucho en aquello, pero los nombres me gustaron y a ella le hacía ilusión.
Meryem tenía que salir de cuentas alrededor del 25 de diciembre. Una fecha tan emblemática para los nosotros, que éramos cristianos y que para nuestros vecinos musulmanes no tenia mayor trascendencia. Vivíamos en Turquía y pertenecíamos a la minoría cristiana del país.
Aquel día, a falta de menos de dos semanas para el nacimiento de mi hijo, dos extraños personajes se presentaron en la fábrica de muebles en la que yo trabajaba y me pidieron un momento de atención, ya que tenían que decirme algo muy importante acerca del nacimiento de mi hijo. Al principio no les hice caso, pero cuando mencionaron el nombre de mi mujer y la fecha prevista para el parto me pudo la curiosidad y los acompañé a una tetería cercana. Una vez que tuvimos intimidad, comenzaron a hablar.
—Mi nombre es Alessandro Ferrara y soy teólogo, y mi acompañante es el doctor en arqueología James Croft —se presentó el más anciano de los dos—. Llevamos muchos años estudiando un hecho que se va a dar próximamente y que acabará con la humanidad, y todos los datos nos llevan hasta usted y el nacimiento de su hijo.
—¿Cómo dice? —No daba crédito a lo que oía. No me podía ver la cara, pero me imagino que tenía los ojos abiertos como platos y la mandíbula desencajada—. Está de broma, ¿verdad? No tengo ganas de perder el tiempo con ustedes.
Y amablemente me levanté de mi asiento y salí del local. Los dos hombres me siguieron casi a la carrera, pues mis pasos eran más ligeros que los suyos.
—Yusuf, tu hijo será el anticristo —me dijo el teólogo cuando me dio alcance. No lo había notado pero me sujetaba con fuerza por el brazo. Podría considerarse un acto amenazante. Di un fuerte tirón y me libré de su mano vieja y apergaminada.
Cuando llegué a mi hogar, mi esposa ya me esperaba con la cena sobre la mesa. Apenas hablé con ella y en cuanto acabé de cenar me acosté alegando que no me encontraba bien. Cuando Meryem se acostó, yo fingí estar dormido. No quería hablar de lo sucedido aquella tarde.
No conseguía conciliar el sueño y en los momentos que me vencía el cansancio y cerraba los ojos, horribles imágenes poblaban mi mente: edificios ardiendo, mujeres y niños cayendo en precipicios que no tenían fin, gigantes olas de barro que arrasaban todo lo que se encontraban a su paso y sobre todo personas muertas cuyas almas abandonaban los cuerpos en medio de un terrible sufrimiento.
Me desperté con un terrible dolor de cabeza y grandes ojeras. Meryem me insistió para que me quedara en casa y no fuera a trabajar, pero no quería tener que explicarle el porqué de mi situación. Le dije que me encontraba bien y que no se preocupara por mí.
Llegué a mi trabajo y allí me esperaban de nuevo aquellos dos hombres.
—Yusuf. Tenemos que hablar con usted. Es muy importante —comenzó a decirme el arqueólogo.
—Déjenme en paz —les pedí sin detenerme ni un instante.
Ocupé mi puesto en la cadena de fabricación, pero antes de media hora tuve que irme. Las imágenes que aquella noche me habían asaltado seguían rondando mi cabeza. Tenía que hablar con aquellos dos hombres y dejarles bien claro que yo no tenía nada que ver con lo que fuera que se traían entre manos. Como supuse, seguían en la puerta esperándome.
—Vayamos a un sitio tranquilo —les pedí antes de que ninguno pudiera decir nada.
—Nuestro apartamento será perfecto. Allí tenemos todos los datos para mostrarte y que nos creas.
Casi una hora después llegamos a un viejo edificio de apartamentos. Entramos en su vivienda y me quedé sorprendido al ver la cantidad de documentos que había sobre las camas, las mesas y pinchados en las paredes con alfileres.
—¿Qué quiere tomar? —me ofrecieron.
—Nada. Quiero que vayan al grano y me dejen en paz de una vez. Desde ayer que sembraron la idea de que mi hijo será el aniquilador de la humanidad, no han dejado de inundar mi mente imágenes horribles.
—Tenemos pruebas —comenzó el arqueólogo—. En mi última excavación en la frontera de este país, descubrí unos extraños manuscritos sobre la llegada del anticristo. —Desplegó un montón de folios sobre el suelo y continuó su relato—. Mira. Aquí dice que Satanás llegará al mundo mil años después de haberlo hecho nuestro salvador Jesucristo. Que será vencido y que mil años más tarde saldrá de su prisión para reunir a las naciones del mundo, Gog y Magog y entonces atacarán la tierra de Israel y el mal vencerá en el mundo.
—¿Gog y Magog? ¿Quiénes son esos? —quise saber.
—No son personas. Son lugares. Según nuestros estudios esos lugares bíblicos hacen referencia a las actuales Rusia y Turquía. En uno de esos países nacerá el hijo de Satanás y someterá a toda la humanidad. El caos y el terror imperarán en el mundo. En los documentos está escrito que en los albores del nuevo milenio tendría lugar el segundo advenimiento del demonio.
—Pero nosotros estamos aquí para impedirlo —intervino el teólogo.
—Para el cambio de siglo todavía faltan cuatro años. Vamos a entrar en 1996 y el milenio no cambia hasta el 2000
—Te equivocas. —El teólogo se quitó las gafas metálicas que llevaba y limpió cuidadosamente los cristales haciendo una pausa que me pareció eterna. Entonces tomó los mandos de la conversación—. El actual calendario por el que se rige el mundo es el calendario gregoriano, instaurado en el siglo XVI y tiene un desfase de cinco años. Al realizar los cálculos del nacimiento de Jesús se erraron en cuatro años, más otro adicional al no contar el año cero. Con lo cual nos situamos a 15 de diciembre de 2000 y no de 1995.
—Entonces el milenio ya ha empezado hace casi un año —protesté.
—Te equivocas de nuevo. El milenio son mil años, desde el año 1 al 1000 y del 1001 hasta el 2000; con lo cual el milenio empieza en el 2001, dentro de diecisiete días. Días antes nacerá el anticristo. Concretamente el día de Navidad.
—¿Cómo pueden estar tan seguros?
—El diablo siempre ha querido burlarse de Dios y de su creación y ha hecho todo como él pero a la inversa. Dios creó y él destruye. Dios deja al hombre a su libre albedrío y Satanás lo intenta llevar al lado de las tinieblas.
»Tu esposa y tú os llamáis como los padres de Jesús, y vais a tener un hijo en la misma fecha y le pondréis el mismo nombre. Claro está que tu esposa no es virgen como nuestra Santa Madre, pero seguro que ha recibido la visita de un ángel caído que le ha anunciado que va a ser la madre del hijo de Lucifer. Posiblemente no se lo haya planteado así, pero alguna señal habrá tenido.
—Bueno, un día me dijo que soñó con el nombre de nuestro hijo. Se llamarían Isa. Yo no creo en esas cosas, pero el nombre no me disgusta y a mi mujer le pareció bien seguir lo que le indicaba el sueño.
—Debí suponerlo; Isa es la forma árabe del nombre de Jesús. Otra prueba más de que estamos en lo cierto. Es la prueba definitiva. —Entonces el teólogo se acercó a la cama y cogió más papeles—. Mira, el mal está haciendo de las suyas antes de la llegada definitiva del hijo de Satanás: graves inundaciones en Corea del Norte a lo largo de todo el año que están desembocando en hambruna, los terremotos de Neftegorsk, Cali, Antofagasta y el que sufristeis aquí en Kobe, huracanes y los atentados de Madrid, Oklahoma y el del metro de Tokio… Son datos irrefutables de que la llegada de Satanás está próxima. Y necesitamos tu ayuda. Tú eres el encargado de acabar con la vida de tu hijo cuando nazca; igual que Dios encargó a Abraham acabar con la vida de su hijo, el Señor te pide que hagas el mismo sacrificio.
—¡Jamás! Sois unos chiflados —espeté justo antes de levantarme. Tiré todos los papeles que me encontré de camino al suelo y abandoné el apartamento dando un tremendo portazo.

Aquellos dos fanáticos de la religión y del fin del mundo me estuvieron siguiendo e intentando convencerme de que mi mujer llevaba al mismísimo hijo de Satanás en su vientre. También me aventuraron que mi hijo no nacería en un hospital, si no que lo haría a la intemperie, resguardado por alguna especie de portal, al igual que hizo Jesús.
Durante los días siguientes, tuve horribles pesadillas que no me dejaban dormir. A mi mujer le dije que eran los nervios de ser padre. Que estaba muy emocionado y que por eso no dormía en condiciones.
Por fin, la noche de Nochebuena mi mujer se puso de parto. A partir de ese día, los días de Navidad tendrían doble celebración en nuestra familia. Antes del ocaso le comenzaron las contracciones y pasada la media noche rompió aguas. Con calma cogimos todo lo que teníamos preparado para pasar unos días en el hospital, tal como nos había indicado la comadrona, y nos montamos en el coche.
Meryem respiraba rítmicamente y con pausa, como aprendió en las clases a las que asistió para el parto. Yo, mientras tanto, conducía más nervioso que cualquier otra cosa, pero con la precaución de no tener un accidente.
Entonces sucedió. En una calle despoblada, una rueda del coche se reventó y me hizo perder el control del vehículo. Tuve que dar varios volantazos hasta que chocamos con un muro y allí nos detuvimos. Mi esposa se golpeó en la cabeza y perdió el sentido durante unos minutos. Mientras intentaba sacarla del interior, escuché una voz a mis espaldas.
—Te ayudaremos. —Era el arqueólogo, que junto a su acompañante se encontraban allí. Habían ido siguiéndome desde que salí de mi casa—.Va a matar a su madre. Así como Jesús amó a su progenitora, tu hijo odia a la suya y acabará con ella. Tienes que matarlo con este puñal sagrado antes de que sea demasiado tarde. —Y me tendió un puñal con la hoja curva y extrañas filigranas en la empuñadura
—No lo permitiré. Mi mujer y mi hijo van a vivir los dos —respondí sin coger el arma.
Cuando sacamos a Meryem de mi coche, la trasladamos hasta el de los dos estudiosos del Apocalipsis. Intentaron una y otra vez poner en marcha el motor, pero todos los intentos fueron en vano.
La noche era fría y con el motor parado la calefacción del auto no funcionaba y mi esposa y el bebé, cuando saliera, necesitaban calor; por lo que decidimos cobijarnos en el portal de un edificio abandonado. Nada más tumbarla en el suelo, Meryem recuperó la consciencia debido a una nueva contracción.
—¡Ya está aquí! —gritó. No se había percatado de que no estábamos solos ni de que estábamos en un portal lejos del hospital.
El teólogo llegó con un par de mantas. No había notado que se había separado de nosotros.
—Toma. Las tenía en el coche. Nunca vienen mal unas mantas, por si acaso.
Con ellas tapamos a mi mujer e intentamos asistirla en el parto. No sabíamos como hacerlo, pero nos dejamos llevar por los instintos naturales.
Ella empujaba con todas sus fuerzas a la vez que gritaba. Cuando descansaba un instante para tomar aire de nuevo y empujar me decía llorando que la dolía como si la estuvieran arrancando las entrañas. Entonces otro empujón más y un nuevo grito. Aquel grito era diferente a los anteriores, no era de esfuerzo ni de un dolor físico normal. Era un grito desgarrador, como un aullido.
—¡¡¡AAAHHH!!! ME DUELE. SÁCAMELO. SÁCAMELO. ME ESTÁ MATANDO —gritaba mientras apretaba mi mano. La presión era tan fuerte que no podía soltarme. Si continuaba así me partiría los dedos.
Los gritos no cesaban y el dolor de mi mujer tampoco. Yo no podía ver lo que sucedía por allí abajo ya que Meryem me tenía cogida la mano con tal fuerza que no me dejaba separarme de su lado. Los dos eruditos se encontraban arrodillados entre sus piernas y parecía que tiraban de algo. De mi hijo.
—Empuje, que ya está acabando de salir —indicó el teólogo levantando un poco la cabeza.
—¡¡AAAHHH!! —El último grito de mi mujer me partió el alma al medio. Entonces la presión sobre mi mano se aflojó y pude separarme de ella e ir hacia el teólogo y su acompañante para ver a mi hijo.
—Ha matado a la madre —anunció el arqueólogo.
Yo supuse que el aflojarme la mano se debía a que ya no tenía que hacer esfuerzos para que saliese el bebé, pero aquel hombre estaba en lo cierto. Volví a colocarme a la altura de la cara de mi mujer; no respiraba. Le busqué le pulso pero fue inútil. Le hice la respiración artificial y el masaje cardíaco hasta que caí casi desfallecido. Todo fue en vano. Entonces, le presté atención al causante de aquella muerte. A mi hijo. Los dos eruditos estaban en lo cierto y aquella criatura era el hijo de Satanás y tenía que acabar con él.
—Dadme a ese hijo de puta que voy a matarlo y acabar con esto —les dije.
Para mi sorpresa, el arqueólogo tenía cogido al bebé y lo acunaba.
—Estábamos equivocados. No es el hijo de Satanás. Es una niña preciosa. Tantos estudios y horas de trabajo para nada. —El hombre me tendió a mi hija.
La cogí en mis brazos y dos emociones enfrentadas aparecieron en mi corazón. Una era el amor incondicional de un padre a su hija y otra el odio hacia el ser que me había arrebatado a mi esposa.
El arqueólogo y el teólogo se apartaron de nosotros varios pasos. Pude ver que el teólogo llevaba el puñal en la mano, pero no lo sostenía con gesto amenazante, si no con el fin de guardarlo en su funda.
Entonces la niña comenzó a llorar. Aquel llanto me comprimió el corazón. Un segundo después, el muro más cercano a los dos hombres que nos acompañaban se vino abajo aplastándolos. Varios disparos sonaron por la zona y una explosión se produjo en una fábrica nocturna que se encontraba a varias cuadras de distancia. Después la niña empezó a reír, aquella risa me trajo tal congoja que no podría describirla
—No puede ser verdad —murmuré a la vez que bajaba mi mirada al suelo con resignación. Allí vi el puñal del teólogo—. Tenían razón, Satanás se burla de la obra de Dios y la copia a la inversa. El Señor nos envió a su hijo para salvarnos y él nos envía a su hija para condenarnos.
No lo dudé un instante y coloqué a aquel bebé en el suelo, le quité la manta con la que lo habían tapado los estudiosos y levanté el cuchillo por encima de mi cabeza para acabar con la vida de la hija del demonio.

—Entonces cometí el mayor crimen imaginable —dijo Yusuf—. Han pasado dieciocho años y…
—¡Papá! —Se escuchó una voz juvenil proveniente de otra habitación de la casa—. Date prisa o llegaremos tarde. Una no cumple dieciocho años todos los días.
—Voy, Anwaar, hija mía. Han pasado dieciocho años y hoy quiero pedir perdón por cometer el crimen de condenar a la humanidad. Cuando aquella criatura me miró, no fui capaz de matarla.
»Nos cambiamos de ciudad y de país para alejarla (alejarme) de los recuerdos de la noche en que murió su madre. Hasta ahora solo ha provocado algún accidente cuando no se le concedía un capricho y se enfadaba. También provocó el tsunami de 2004, porque por su noveno cumpleaños no le regalé la mascota que tanto quería. Ahora, que está a punto de cumplir los dieciocho años, no sé qué sucederá, pero temo que libere toda la maldad que lleva en su interior. Hace dieciocho años no fui capaz de matarla y he condenado a la humanidad. Desde que nació, en mi familia hay una doble celebración: conmemoramos el nacimiento del hijo de Dio y de la hija de Satanás. Que el Señor me perdone.

lunes, 9 de febrero de 2015

Oswald

Abrió la puerta de la casa de su hija como cada noche. Encendió la luz del recibidor y se quitó los zapatos para calzarse las viejas pantuflas.
Había una pequeña luz en el salón, pero no se oía ningún ruido. Aquello no le daba buena espina. Aunque Linda y Oswald estuviesen en la cocina preparando la cena, él tendría que percibir algún sonido.
Un segundo antes de percatarse de lo extraño de la situación, el silenciador de una Glock 9mm le apuntaba al centro de la frente. La pistola la sujetaba la mano enguantada de un encapuchado.
—Bienvenido, Richard. Ponte cómodo. Tu hija y tu nieto nos estaban contando una divertida historia —le dijo una voz. A pesar de los años pasados, reconoció aquella voz al instante. Después de cincuenta años viviendo en los Estados Unidos había perdido el marcado acento alemán que la caracterizaba.
El encapuchado de la pistola le hizo pasar al salón de la casa poco después de que se encendiese la luz. Seis hombres con la cara tapada y armados retenían a su nieto Oswald atado y amordazado en una silla. El cuerpo de su hija yacía en el suelo con síntomas de haber sido salvajemente torturada.
El mundo dejó de tener sentido para él. Ver a su hija muerta a mano de aquellos hijos de puta había sido la gota que había colmado el vaso. Habría soportado cualquier suplicio que le hubieran hecho pasar a él, pero que hubieran tomado represalias con su hija y las fueran a tomar con su nieto era algo que no iba a permitir.
Se intentó abalanzar sobre Wilhelm, el hombre que dirigía todo aquello y el único que llevaba el rostro descubierto, pero una pistola sobre la nuca de su nieto le hizo frenarse de golpe.
—Siéntate si no quieres ver a tu nieto de la misma forma que tu hija —le ordenó la voz de Wilhelm. Como por arte de magia el acento alemán se materializó de nuevo. Lleno de rabia obedeció.
Una vez sentado se percató de que el suelo del salón estaba lleno de figuras y muñecos de Mickey Mouse rotos. Todos los de la casa, que no eran pocos. Su hija, al igual que él hasta su jubilación, trabajaba para The Walt Disney Company y el icono de la empresa estaba por toda la casa.
—Me ha costado romper todos esos putos ratones, pero por fin di con la clave que descifra la ubicación del cuerpo de Walt Disney —le dijo Wilhelm a Richard—. Debí figurarme que la esconderías en un lugar a la vista de todos, pero difícil de descubrir. Mickey. Mic key, micrófono y llave. Eres listo, pero yo lo soy más. ¿Pensabas que no descubriría nunca el juego de palabras? Tengo que confesarte que me costó mucho tiempo, pero una vez descifrado solo he tenido que dar con el ratón adecuado. Pensé que era el del juguete de cuando tu nieto era pequeño, ese con un micrófono; pero me equivoqué. Lo habías escondido en ese otro que el ratón imita a Elvis. Eres un viejo zorro, pero yo soy más listo que tú.
Richard miraba alternativamente a su nieto, el estropicio de muñecos y al causante de todo aquel daño.
—Ahora acompañarás a mis hombres hasta donde está congelado Disney, si no quieres que mate a tu nieto y luego acabe contigo. Sé que hará falta el reconocimiento de tu huella dactilar o de tu iris para acceder al lugar. Seguro que también has tomado más precauciones y necesito que desactives todos esos sistemas de defensa.
—Está bien —accedió.
—Abuelo, no. Sabes que cuando obtenga lo que quiere nos va a matar —intervino por primera vez su nieto Oswald.
—Todo a va a salir bien —intentó tranquilizarle el anciano.
—Siento interrumpir esta emotiva charla, pero el tiempo apremia. Tengo una venganza que cobrarme y ya he dejado pasar muchos años. Llevaos al abuelo y vosotros quedaos con el nieto —le ordenó Wilhelm al que parecía ser su hombre de confianza y a otro que se encontraba junto a él—. El resto, en marcha.
Dos de los encapuchados agarraron por los brazos a Richard y le obligaron a salir de la casa.
—¡Eh!, sin empujar —se quejó el anciano—. Puedo caminar solo.
—Calla, viejo.
—Id en su coche, y que conduzca él. Seguro que algún sistema de seguridad es el reconocimiento de su matrícula. Lleva más de cincuenta años con la misma y eso tiene que tener algún sentido —mandó Wilhelm a los dos secuaces que irían con Richard.
—Sí, jefe.
Wilhelm, acompañado de otros dos matones, montó en un lujoso Lincoln Navigator que acababa de estacionarse frente a la casa de Linda. Richard fue conducido a empujones hasta su coche, un viejo Ford Torino del año 75 que era su mayor tesoro. Le obligaron a ponerse al volante mientras que uno de sus acompañantes ocupaba el asiento del copiloto y el otro justo el que estaba detrás del conductor. Tenía una pistola apuntándole constantemente a la nuca y otra al lado derecho de su cabeza. No tenía escapatoria ni podía arriesgarse a hacer ningún movimiento en falso.
Emprendieron la marcha hacia los estudios centrales de Disney, donde, según las indicaciones, se conservaba el cuerpo criogenizado del fundador de la compañía.
El Torino alcanzó la velocidad de noventa kilómetros por hora en la autopista que bordeaba la ciudad, y Richard decidió que era el momento de actuar. Soltó su mano derecha del volante y la apoyó sobre la palanca de cambios. Un gesto inocente que cualquier conductor realiza varias veces a lo largo de un trayecto. Sin embargo, Richard tenía otras intenciones. Siguiendo el refrán de “que tu mano derecha no vea lo que hace tu mano izquierda” hizo que sus captores se fijaran en aquel gesto, quedando sin vigilancia la otra mano, la izquierda. Entonces, con ella pulsó un botón que había junto al volante. Unas pequeñas explosiones, como las de los airbags al activarse, se escucharon en los reposacabezas de todos los asientos salvo en el del conductor. De ellos salieron pinchos de acero de veinte centímetros de longitud, que atravesaron la base de los cráneos de sus acompañantes, haciendo que perdieran todas sus funciones motoras al instante. A los pocos segundos murieron sin saber qué había pasado.
Richard cambió de sentido en cuanto pudo y se encaminó de nuevo al hogar de su hija. Tenía que salvar a su nieto y disponía de poco tiempo. Llevaba muchos años sin tener que entrar en acción, pero gracias a que continuaba con sus entrenamientos de Defensor del Gran Secreto, podía ser capaz de desarrollar todas sus cualidades de defensa y ataque.
Aparcó su coche dos calles por detrás de la casa y se acercó a un solar abandonado. Allí, oculta dentro de grandes tuberías de hormigón había una puerta que daba a un acceso secreto a casa de su hija. Siempre lo había tenido para huir en caso de ser necesario, nunca lo consideró como una entrada alternativa, pero ahora iba a darle ese uso. Aquel pasadizo llevaba hasta el sótano. Entonces haría su aparición por sorpresa y liberaría a su nieto.
Silenciosamente salió del sótano y se acercó a la puerta del salón. Desde allí podía ver a su nieto con los dos encapuchados que lo retenían. Uno de ellos tenía en sus manos la jaula de una mascota de Oswald.
—Vaya, como no lo habíamos pensado antes. Esta familia tiene un ratón como mascota, y mira qué casualidad que se llama Mickey. Seguro que este bicho tiene algo que revelarnos —metió la mano en la jaula y sacó al roedor. Le retorció el cuello ante el lagrimoso rostro de su dueño. Después arrojó la jaula al suelo y la misma se deshizo en varias piezas. Entonces, el encapuchado cogió una de ellas. Era extraña y no encajaba del todo dentro de la jaula de un ratón—. Te lo dije. Aquí tenemos el secreto que tan bien han guardado los Defensores.
Cuando levantó un pequeño cilindro con extrañas inscripciones, Richard apareció en el salón lanzando un shuriken contra aquel hombre. El proyectil se le clavó en el cuello haciéndole caer al suelo. Llevaba impregnado un potente veneno capaz de tumbar a una res en cuestión de segundos.
Ante la sorpresa del otro captor, corrió hacia él y le hizo un tremendo tajo con una pequeña cuchilla. La vida se le escapó rápidamente.
—¿Abuelo? —preguntó temeroso Oswald—. ¿Qué ha pasado? ¿Quiénes son estos hombres y qué quieren?
—Es una historia muy larga —comenzó a explicarle al chico a la vez que lo desataba—. Estas personas son Grimmers, descendientes de los famosos hermanos Grimm, los creadores de los cuentos que inspiraron los clásicos de Disney.
—¿Qué quieren de nosotros? ¿Qué tenemos que ver con ellos y Disney?
—Como sabes los hermanos Grimm fueron dos, Jacob y Wilhelm. Ambos formaron familias y tuvieron descendencia; pues un descendiente de Jacob le vendió a Walt Disney los derechos de los cuentos para hacer películas. Por lo visto, a los descendientes de Wilhelm aquello no les sentó bien, ya que se considera que él fue el auténtico creador de las historias, por lo que los descendientes de Jacob no tendrían legitimidad para venderlos. Consideran que Disney adquirió los derechos de forma fraudulenta.
—¿Y qué tiene que ver todo eso con nosotros? —quiso saber el chico.
—Soy el Guardián del Gran Secreto. Sé dónde está el cuerpo congelado de Walt Disney, y ahora sé que debo transmitírtelo a ti.
—Eso es un mito. Todo el mundo lo sabe.
—Esa es la mejor forma de guardar el secreto, hacer creer a todo el mundo que es mentira. Walt Disney está criogenizado. Yo mismo fui testigo del proceso. Fui elegido entre los trabajadores de The Walt Disney Company para guardar el secreto del lugar de su conservación. Tienes que saber cuál es ese lugar. Se encuentra dentro de la estatua del propio Walt Disney que hay en Disneyland.
—¿A la vista de todo el mundo?
—Sí. Es el mejor escondite: todos los ven pero nadie sospecha que se encuentra allí. La estatua esta permanente refrigerada por dentro para mantener el cuerpo en el estado de congelación.
—¿Por qué han roto todos los muñecos de Mickey? —preguntó Oswald.
—Porque creían que uno de ellos guardaba los datos de acceso a los estudios y que en ellos estaría el cuerpo de Disney.
—Pero mi ratón tenía algo en su jaula que, según el encapuchado, llevaba a Disney. ¿No era muy evidente ocultar algo en un muñeco de Mickey o en la jaula de un ratón que también se llama Mickey? Es el estandarte de Disney y el primer dibujo animado que creó.
—En lo primero aciertas, en lo segundo no. La primera creación de Disney fue Oswald, el conejo afortunado.
—¿Oswald? ¿Cómo mi conejo? ¿Cómo yo?
—Eso es. Tú te llamas Oswald por el personaje, al igual que tu mascota. Realmente es tu conejo Oswald quién guarda el secreto de la localización de Disney. Combinando esta pieza —dijo el anciano alzando el cilindro— con otra similar que hay en la jaula del conejo nos revela la forma de acceder al cuerpo de Disney. Esta pieza por ella misma no vale de nada.
—Y lo que encontró ese hombre en la figura de Mickey vestido de Elvis, ¿qué era?
—Falsas informaciones por si algo como esto pasaba. En cuanto alguien que no fuera yo entrase en ese sitio, las puertas se cerrarían automáticamente y no tendrían forma de salir, muriendo de hambre y sed. Nadie podría oírlo pedir ayuda ya que la habitación está insonorizada y en un sótano a treinta metros bajo tierra. Ahora no debemos perder más tiempo. Toma —le dijo el viejo entregándole una tarjeta de visita—. Ve a esa dirección y dile a quién te atienda que el Maestro está en peligro. Sabrán lo que significa y te prepararan como es debido para ser Guardián del Gran Secreto.
—¿Por qué es tan importante que no lleguen hasta Disney? ¿Qué es lo que buscan?
—Buscan descongelarlo y que le devuelva los derechos de los cuentos, así como los beneficios obtenidos por su explotación. Al no estar muerto, ningún descendiente puede devolver esos derechos y tiene que ser el propio Disney el que firme el documento. Eso supondría miles de millones de dólares y la quiebra de la empresa, tener que cerrar los parques de atracciones y muchas cosas más.
—¿Y a quién le importa eso? Son parques de atracciones, nada más.
—Es algo más. Es donde reside la fantasía y la ilusión de millones de personas en todo el mundo. Imagina un mundo sin Disney… —Y le dejó unos instantes para pensar—. No puedes, ¿verdad? Pues tenemos que mantener a Walt Disney en su estado hasta que todo esto haya pasado y que no haya nadie que amenace las ilusiones de los niños. Ahora ve a esa dirección. Espero que todo acabe pronto, pero si no, vas a necesitar un duro entrenamiento.
Abuelo y nieto se acercaron al cadáver de Linda y le dieron un suave beso de despedida. Después, Richard cubrió su cuerpo con una manta.
Cuando el muchacho, con los pensamientos más confusos que en toda su vida, abandonó la casa, Richard acudió al sótano. Allí, en una habitación secreta para el resto de su familia, recuperó su ropa de asalto y varias armas. Había llegado el momento de la lucha final, y quería salir victorioso para que su nieto no tuviera que soportar la carga que él había llevado sobre sus hombros todos aquellos años.

En su coche llegó hasta el rascacielos en cuya azotea tenía su cuartel general Wilhelm Grimm IV. Actual líder de los Grimmers, que llevaban ochenta años detrás de recuperar lo que creían que les pertenecía legítimamente. Dejó su coche y se adentró en la oscuridad de la noche.
Al llegar a la entrada del edificio se encontró que allí había dos guardias armados. Los Grimmers lo estaban esperando, no cabía duda. Seguramente ya sabían que los encapuchados habían caído sin conseguir su objetivo. Sacó su ballesta con visor infrarrojo y disparó sobre el primer guardia. El virote se le clavó en el cuello matándolo al instante. Su compañero, empuñó su rifle y buscó en la oscuridad al intruso. Un minuto después yacía en el suelo con el cuello roto.
Sigiloso como un felino, Richard avanzaba por los pasillos del edificio pegado a la pared, desconocedor que Wilhem Grimm ya sabía de su presencia. Los detectores de movimiento habían activado las cámaras de seguridad e iban revelando su posición a cada paso.
Decidió no coger los ascensores, porque así era más vulnerable. Subiría por las escaleras.
En el segundo piso le recibieron con una ráfaga de M-16. Afortunadamente, pudo retroceder a tiempo y volver a ocultarse en el pasillo. Saco una mascarilla y un bote de gas lacrimógeno y lo lanzó en las escaleras. Esperó unos minutos a que la nube de humo se formara y le permitiera avanzar sin ser detectado. Las toses de sus adversarios le avisaron de sus posiciones y así pudo librarse de ellos.
No iba a permitir que lo volvieran a sorprender. Era muy probable que lo estuvieran vigilando a través de cámaras, y él sabía como evitarlo. En su reloj activó la función de inhibidor de señales, así desactivaría todas las cámaras y no verían por dónde iba.
A pesar de mantenerse en forma, ya no era tan joven como quería pensar y al llegar al octavo piso estaba exhausto. La combinación de las escaleras con la tensión y alguna pelea había hecho mella en él. Aún le quedan trece plantas y muchos enemigos de los que deshacerse y el ascensor empezaba a ser una opción más que válida.

—El motor de los ascensores se ha puesto en marcha —indicó el jefe de seguridad a Wilhelm Grimm
—Estupendo. Ahora sí que está acorralado. Detén los ascensores y acabad con él.
—Enseguida.
El jefe de seguridad envió a un equipo de cuatro hombre a la puerta de los ascensores de la undécima planta. El ascensor se detuvo y antes de abrirse las puertas abrieron fuego a discreción con sus fusiles de asalto. Cuando cesó el tableteo de las armas y las puertas se abrieron, un cuerpo sin vida cayó al suelo. Pero no era el de Richard, sino el de uno de los guardias de los pisos inferiores.
—¡En el techo! —gritó uno de los guardias. Todos abrieron fuego sobre la parte superior de la cabina del ascensor hasta que hubo más espacio vació que techo. Las chispas de las lámparas destrozadas saltaban sin control—. ¡Alto el fuego!
Nuevamente silencio. Un instante después, ocho disparos de una pistola acabaron con la vida de los cuatro mercenarios. Richard había puesto en movimiento los ascensores, haciéndolos bajar hasta la planta baja y después haciéndolos subir de nuevo (ventajas de los ascensores modernos que poseen memoria), mientras él subía por las escaleras lo más rápido que podía. No llegó a la par que los elevadores, pero si a tiempo para acabar con los cuatro guardias.
Ocho plantas más y llegaría a su destino. Disparos y más disparos lo fueron saludando a cada planta que ascendía, pero gracias a sus dotes consiguió salir indemne de todos los ataque recibidos.
A las puertas del despacho de Wilhem lo esperaba el jefe de seguridad. Vestía un traje elegante de color blanco. Al ver a Richard, el hombre se quitó la chaqueta y la dejó doblada a un lado con la esperanza de recuperarla en breve.
Se lanzó contra el Guardián del Gran Secreto; este, que esperaba el ataque, se apartó unos centímetros para esquivar el golpe. Después lanzó una patada a la rodilla de su adversario haciéndole doblar la pierna. Richard encadenó otro par de golpes en la cara de su oponente, pero apenas le hizo mover la cabeza un poco.
Cuando recuperó la posición erguida, abrazó con fuerza al intruso derribándolo. Los dos rodaron por la alfombra que decoraba aquel pasillo. Forcejeos, golpes y arañazos fueron intercambiados por los dos rivales. Finalmente, el jefe de seguridad de Wilhem agarró a Richard por el cuello y comenzó a estrangularlo. El aire empezaba a faltar y la sangre que debía regar su cerebro había encontrado una obstrucción que no podía sortear. La vista se le nublaba y notaba que estaba perdiendo el sentido.
En un acto desesperado sacó la cuchilla que ocultaba en su cinturón y lanzó un golpe hacia su atacante. Tuvo la fortuna de que la afilada hoja abrió un gran tajo en el cuello del que iba a ser su verdugo. La presión sobre la garganta de Richard se fue aflojando, y el traje, que había sido blanco, tardó pocos segundos en tornarse rojo.
Wilhelm esperaba con una pistola la entrada de Richard.
—Bienvenido. Has llegado muy lejos, pero aquí se acaba tu viaje —le dijo al verlo entrar.
—Adelante, dispara. No temo a la muerte; y si me matas jamás conocerás el paradero de Disney.
—Te equivocas, sé donde se encuentra. A la vista de todo el mundo pero oculto de la gente. La propia estatua que hay en Disneyland es su escondite.
El semblante de Richard cambió de inmediato.
—¿Cómo…? —No pudo acabar la frase. La aparición en la escena de una tercera persona le hizo quedarse sin habla.
—Hola, abuelo —le saludó Oswald.
—Richard, te presento a mi nieto Jacob Grimm. Ha sido duro ver como tú y tu hija lo criabais, pero necesitaba meter a un infiltrado en lo más profundo de tu familia. Jacob nació hace veinte años, al día siguiente que Oswald. En el hospital cambiamos a los dos niños y asunto arreglado. Pasados los años me puse en contacto con él y le mantuve al corriente de todo lo que pasaba… ¡Qué gran invento las telecomunicaciones! Gracias a Internet podíamos estar en contacto sin que ni tú ni tu hija os dierais cuenta. —Wilhelm comenzó a reír a carcajadas hasta que le sobrevino un ataque de tos. Cuando se recuperó, continuó con su relato—. ¿Cómo crees que supimos cuándo era el momento oportuno para asaltar tu casa? ¿Cómo pudimos evitar las trampas y las alarmas que tenías preparadas? Sabía que tarde o temprano le revelarías el secreto al chico y entonces yo también lo conocería.
—Maldito traidor. Te he tratado como a mi propio nieto, ¿y así me lo pagas? —balbuceó Richard al borde de las lágrimas.
—Mickey —interrumpió Wilhelm—. Mic key. Micrófono y llave. Cuando te lo dije no esperaba que lo entendieras, y estaba en lo cierto. Tu casa estaba llena de micrófonos ocultos en todos los muñecos del maldito ratón, hablaras dónde hablaras, yo escucharía todo. Ahora, despídete.
Wilhelm apuntó de nuevo a Richard. Un disparo sonó en la sala. La pistola de Wilhelm cayó al suelo, seguida del cuerpo de su dueño. Jacob Grimm empuñaba un revolver humeante. Había acabado con la vida de su abuelo. Richard no daba crédito a lo que acababa de suceder.
—No permitiré que un desalmado como él se apodere de la mitad de la fortuna de Disney ni que acabe con los sueños de miles de personas —le dijo a Richard.
—Oswald. Jacob, yo… yo… Me alegro que pienses así.
El muchacho encañonó a Richard y disparó tres veces sobre él.
—No permitiré que se apodere de la mitad de la fortuna de Disney, cuando puedo hacerlo yo mismo. Oswald fue el que comenzó el Imperio de Disney y Oswald será el que lo finalice. —sentenció. Richard ya no pudo oír aquellas palabras.
Encendió un mechero y acercó la llama a las cortinas del gran ventanal que se abría a la ciudad. Todo aquel edificio ardería hasta los cimientos y nadie sabría que había sucedido allí realmente. Pasado algún tiempo, acudiría a descongelar a Disney y le exigiría lo que era suyo. Ahora nadie podía impedir que se convirtiera en un hombre muy poderoso.