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viernes, 7 de octubre de 2016

Esteban Cúa

Yo no sé de qué modo podrá ayudarme que yo le cuente mi sueño, pero ya no sé que hacer, estoy desesperado por que alguien interprete lo que aparece en mi cabeza por las noches.
¿Ya está grabando?, pues claro, que tonto soy, si está la lucecita roja encendida, pues empiezo.

Mi nombre es Esteban Cua y tengo diecisiete años. Nací el 19 de abril de 1999, por lo tanto soy Aries.
Yo nunca he creído en cosas de horóscopos ni en los astros ni temas similares, incluso hasta hace unos meses nunca me había presentado como un Aries.
Quedé un día con cuatro amigos para ir al centro a mirar regalos de Navidad para nuestros padres y hermanos. Después iríamos al cine a ver la última película de Star Wars y al salir a merendar algo a la cafetería de la calle Mayor, ya sabe, esa tan famosa que aparece en muchas series y películas.
Los cinco tenemos planeado un viaje a Hungría. Llevamos un par de años hablando de ello, y, este año, por fin nos hemos decidido a hacerlo. Nos costó un poco convencer a nuestros padres, ya que es un viaje largo y costoso. Nunca hemos salido del país y a nuestros padres les da miedo, pero finalmente hemos conseguido que nos den permiso
En la cafetería, Daniela cogió una revista, no era una revista propia para adolescentes como nosotros; más bien era para mujeres maduras que les gusta leer y regodearse con las desdichas de los famosos. Comenzó a pasar hojas y a hacer comentarios sobre algunas de las noticias publicadas; el resto nos reíamos o le decíamos que no nos interesaba aquello. Entonces fue cuando llegó al horóscopo. Se detuvo en aquella página para leer el suyo en silencio, miró alguna cosa más por encima y pasó la hoja. Entonces mi amigo Julián la detuvo e hizo que regresara al horóscopo.
—Léenos también el nuestro —le pidió en tono jocoso—. Llevas un buen rato contándonos cotilleos, pues ahora infórmanos de lo que nos depara el futuro.
—Eso son chorradas —comentó Maxi, que no creía en la astrología.
—Pues yo sí que quiero que me lea el mío —intervino también Miranda.
El único que no se pronunció fui yo. No era algo que me interesara, pero sentía curiosidad por saber qué decían los astros sobre mi futuro. Así fue como Daniela fue leyendo uno por uno nuestros horóscopos, no recuerdo lo que les contó a los demás, pero recuerdo muy bien lo que me dijo a mí: “Vives momentos de bienestar que se verán recompensados con el viaje que siempre has soñado. En el trabajo recibirás una gratificación.”
—Mira, el tuyo acierta en lo del viaje —dijo Julián.
—Si eso fuera así, todos los demás horóscopos dirían lo mismo —intervino Maxi—, al fin y al cabo ese viaje lo haremos todos.
La verdad que sí que vivía momentos de bienestar porque me iba bien en los estudios, con mis amigos me lo pasaba genial y la relación con mi familia era estupenda. Lo único que no coincidía era lo del trabajo, pero al llegar a mi casa aquella noche, mi madre me dijo que a mi padre le habían ascendido en el trabajo. Mi padre también es Aries, igual que yo. No sabía si todo aquello era coincidencia o aquel horóscopo había acertado.
En fin, que cené con mi familia, vimos un rato la televisión y me fui a acostar. Desde aquella noche comencé a tener esa pesadilla. Bueno, realmente no es el mismo sueño todas las noches, pero el final es igual.
Aquella noche soñé con mares y ríos que ardían, y de ellos salían hombres que no tenían piel. Yo iba por un sendero de piedra y a mi alrededor había agua, pero no era un agua normal; era de color morado y, de repente, se convertía en lava, de la que salían pequeñas erupciones que invadían mi camino. Al intentar apartarme para no quemarme, salían de la lava hombres despellejados que avanzaban hacia mí. Yo intentaba huir, pero al intentar correr, lo que sucedía era que no lograba avanzar y aquellos seres me cerraban el paso.
Cuando conseguí moverme del sitio, ya no estaba en un camino, si no en una casa. Entraba por la puerta y allí me esperaba mi madre con mi amiga (la que nos leyó el horóscopo). Estaban comiendo magdalenas (algo raro, porque mi madre no puede comer dulce) y tomando leche. Me ofrecieron una y mi madre me preguntó que por qué venía tan sofocado; me pidió que me sentara y merendara con ellas. Subo a mi cuarto y allí me tumbo en la cama.
Y aquí comienza la parte común de todos los sueños: Aparece una mujer atada a la pared con cadenas. Está totalmente desnuda y tiene la cadena enganchada a un tobillo, el cual se le ha amoratado. Está demasiado pálida, como si estuviera muerta, pero respira y se mueve ligeramente. Me pongo en pie para acercarme a ella y liberarla. En el momento en el que toco su piel la noto fría, y me doy cuenta de que esa chica es Daniela, que me sonríe. Sus dientes están afilados y emite una carcajada aguda que me hiela la sangre. Cuando intento darme la vuelta para buscar algo con lo que cortar las cadenas, me encuentro con que estoy encerrado en una jaula. Por más que golpeo y zarandeo los barrotes, no consigo salir. Al otro lado, hay varias sombras a las que oigo reír. En ese instante me despierto.

Bueno, pues el caso es que como tenemos el viaje programado para cuando se acaben las clases no sé como interpretar esos sueños. ¿Tendrán algo que ver con el viaje? ¿Debemos seguir adelante con él? Aparte de las pesadillas, esas dudas son las que me atormentan.

Otro de los sueños comienza en el instituto, con mis amigos en clase. Nos están explicando el tema de Platón y su retórica. Sin embargo, no es el profesor de filosofía el que nos da la clase, si no la maestra de inglés. Y, aunque, no nos habla en castellano, la entendemos perfectamente. Cuando suena la campana y salimos del aula, en pasillo no es el del instituto. Es un pasillo con paredes acristaladas y está flotando en el aire, comunicando dos edificios a decenas de metros de altura. Resulta atrayente, y a la vez aterrador, caminar por aquel suelo de cristal como si realmente pudiéramos pasear por las nubes. Es una sensación que no se puede describir. Entonces nos montamos en un coche de feria y el suelo se convierte en raíles de montaña rusa. El vehículo se desliza por las vías bajando empinadas cuestas y haciendo giros imposibles. Cuando bajamos de allí nos encontrábamos en una mazmorra subterránea. Caminamos por un largo pasillo iluminado por antorchas cuya llama danza y salta produciendo extrañas sombras. Al final llegamos a una amplia sala llena de ordenadores y pantallas. A mí me recuerda a la Batcueva, ya sabe, la cueva de Batman. Allí hay unos cilindros llenos de un líquido verde y, aparentemente, viscoso en el que flotan cuerpos humanos, conectados a unos respiradores.
Nosotros los miramos como si fueran animales en un zoo, reímos y señalamos las cámaras cilíndricas. Todos son diferentes. Algunos son hombres, otros mujeres; blancos, negros, asiáticos; grandes, pequeños, delgados, obesos, musculosos.
Maxi se para frente a una de aquellas cápsulas y comienza a tocar el cristal y a pulsar botones. Nosotros le decimos que no toque nada, pero él nos ignora y continúa a la suyo. La profesora de inglés se acerca a él, y, lejos de impedirle que siga a lo suyo y estropee aquellos aparatos, le ayuda a intentar abrir la cápsula. Daniela y yo comentamos que aquello es un error, pero por más que le gritamos a Maxi y a la profesora que no toquen, ellos nos ignoran. Miranda y Julián se han acercado cada uno a un cilindro y comienzan también a tocar el cristal y los botones. Yo me acerco a Miranda e intento apartarla de aquel objeto; quiero agarrarle las manos, sin embargo, se mueve tan rápido que cuando voy a sujetarle una muñeca, esta se me escurre entre los dedos y continúa tocando los botones.
A nuestras espaldas oímos un ruido de descompresión al abrirse uno de aquellos cristales. El líquido se desparrama por el suelo y el cuerpo que flotaba en el interior cae al piso.
—Lo hemos liberado —dice Maxi. Él y la profesora lo están limpiando de los restos de líquido que había por el cuerpo. Cuando se levanta, sorprendentemente, va vestido.
La siguiente imagen es del resto de los cuerpos saliendo de sus crisálidas artificiales. Nosotros echamos a correr por aquellos subterráneos perseguidos por los seres de las cápsulas. Cuando les digo a mis amigos que corran para que no nos den alcance, me doy cuenta de que mis amigos ya han sido hechos prisioneros. Me meto por un pasillo que resulta desembocar en una habitación. En este punto es en el que los sueños confluyen en su parte común: la mujer, que resulta ser mi amiga Daniela, atada a la pared, con los dientes afilados y yo encerrado en una jaula.

Esos dos son los sueños que mejor recuerdo, del resto solo recuerdo detalles sueltos, salvo el final, que siempre coincide.

Bueno, veo que ha estado tomando notas, ¿tiene algún resultado? ¿Qué es lo que me pasa? ¿Debo hacer ese viaje? Bueno, imagino que aún será pronto. Esperaré su llamada, ya le dejé mis datos a la chica de la entrada. Adiós, y muchas gracias.

Con las manos en la masa

Siempre que vuelve a casa me pilla en la cocina, embadurnada de harina, con las manos en la masa. Pero hoy va a ser diferente. Es una noche especial, ya que celebramos nuestro décimo aniversario y la cena estará lista cuando él llegara.
Como entrante, le he preparado unos riñones al jerez. Para prepararlos, lo que hice fue, en primer lugar, limpiarlos bien por fuera, abrirlos y limpiarlos por dentro. Después los dejé reposar con agua y vinagre en un bol durante un cuarto de hora.
Entretanto, corté la cebolla en cuadraditos pequeños y la sofreí en una sartén con ajo picado y aceite de oliva. Ese olorcillo del sofrito me abrió el apetito, así que, para calmarlo, me comí un trozo de queso y me bebí una copa de vino. Cuando pasaron los quince minutos, eché los riñones escurridos a la sartén, le agregué mostaza y un generoso chorro de vino de jerez y lo dejé cocer todo durante ocho minutos. Lo mantuve con el fuego al mínimo para que siguieran calientes hasta la llegada de mi marido.
Aquella mañana había preparado el plato principal: carne guisada. Como era un plato que llevaba más tiempo, lo preparé antes, y así solo tener que calentarlo un poco mientras disfrutábamos los riñoncitos.
Me costó un poco, porque era la primera vez que la preparaba. Puse los pimientos choriceros en remojo durante dos horas y después los limpié por dentro. Salpimenté y enhariné la carne antes de poner a rehogar en aceite tres dientes de ajo y las hojas de laurel. Añadí la carne y le eché la cebolla, que previamente había cortado en tiras. Tras un par de minutos, le añadí un vaso de vino. En lo que se evaporaba el alcohol, le eché el pimentón al guiso. Le puse los pimientos y cubrí todo de agua para dejarlo cocer durante dos horas. Corté la zanahoria en gruesas rodajas y se la añadí. Rectifiqué un poco la sal, y lo dejé reposar hasta hace un rato que lo puse a calentar a fuego lento.
Para el postre tenía una tarta helada. Pero antes habrá un tercer plato, el cual no podré preparar hasta el último momento, porque si se queda frío, no sabrá igual. Mi marido se chupará los dedos o eso espero. Además, cumpliré el deseo que siempre me repite una y otra vez y nunca lo hago, pero hoy es un día especial.

Oigo las llaves entrar en la cerradura y girarla. Mi marido ha llegado. Salgo inmediatamente de la cocina para recibirlo con un beso.
—Hola, cariño. ¡Feliz aniversario! —le digo con entusiasmo.
—¿Es nuestro aniversario? ¿Cuántos años llevo aguantándote? —me espetó.
—Diez.
—¿Y en diez putos años aún no has descubierto que lo que quiero al llegar a casa es una cerveza, y no que vengas como un perro faldero a chuperretearme? Tráeme una cerveza, que voy a ver las noticias. ¿Está lista la cena?
—Sí, amor —le respondo. Obediente, saco una cerveza del frigorífico y se la llevo al salón. Allí está sentado, con los pies descalzos sobre un pequeño escabel que tenemos. Le entrego la cerveza, recojo sus zapatos y le traigo las zapatillas de estar en casa. Después le entrego un paquete—. Te he comprado un regalo.
Él lo coge y lo abre. Mira el llavero de plata. Lo mueve entre los dedos, lee la inscripción que mandé grabar.
—Muy bonito. Ahora podrías traerme otra cerveza.
—Pero aún tienes esa por la mitad y la cena está lista, se va a enfriar.
—¡Cómeme la polla y tráeme la puta cerveza! —me dice a la vez que me lanza el llavero, el cual me impacta en la espalda por girarme como acto reflejo para protegerme. Mañana seguro que tendré un buen moratón .
Ya estoy acostumbrada a esos arranques de furia después de diez años que hace que nos conocemos. Al principio todo era maravilloso y nada hacía pensar que mi marido fuera un hombre violento. Al año de relación nos casamos y nos fuimos a vivir juntos en un pequeño apartamento de las afueras. Al principio todo era ilusión y planes de futuro, pero estos se truncaron cuando no podía quedarme embarazada. Entonces fue cuando él empezó a beber con asiduidad y a culparme de que no pudiéramos tener una familia.
Me hice pruebas y visité a varios médicos, y todos me dijeron que estaba bien, que no tenía ningún tipo de problema de fertilidad. Que estaría bien que mi marido se realizase pruebas para ver si era él quién tenía el problema o simplemente era cuestión de tiempo. También me hablaron de la posibilidad de utilizar técnicas de reproducción asistida.
Con una nueva ilusión, llegue a casa y le conté a mi marido lo que me habían dicho los médicos; que él debería hacerse también pruebas y que en el caso de que fuera él el que tuviera el problema de fertilidad, podríamos recurrir a técnicas de laboratorio.
Entonces sucedió. Con la velocidad de un rayo, me lanzó una bofetada que me rompió el labio y me hizo caer al suelo.
—¡No vuelvas a insinuar que soy yo quién tiene problemas para tener hijos! —me dijo antes de escupirme—. Yo soy muy macho y puedo tener hijos. La culpa es tuya, así que asume tus responsabilidades.
Esa fue la primera y última vez que le hablé del tema. Ese día asumí que jamás iba a ser madre.
Él trabajaba de mecánico en un taller ocho horas al día. Aunque tenía tiempo para venir a casa a comer, hace mucho que decidió quedarse a comer en algún bar del polígono en el que está el taller. Y, aunque nunca lo he dicho en voz alta, lo agradezco. Es una liberación para mí. Después del trabajo, siempre va a tomarse algunas cervezas con sus compañeros antes de venir a casa. Al llegar, le gustaba que la cena estuviera lista, aunque antes siempre se sentaba en el sillón a beber una cerveza, o dos.
Yo trabajaba en una tienda de moda durante dos años después de casarnos; sin embargo, lo dejé por petición de mi marido. Cuando todavía iba a casa a la hora de la comida, quería que esta estuviera lista cuando él llegara. A mí aquello me costaba trabajo, ya que salía a la misma hora que él y apenas me daba tiempo a tenerlo todo preparado a su llegada. Todos los días había algún reproche: la comida estaba muy caliente, salada, sosa, fría, no sabía igual que la que hacía su madre… Tuve que faltar numerosas tardes al trabajo por tener que recoger sus destrozos para que cuando volviera a la noche la casa estuviera en perfectas condiciones.
Una y otra vez me decía que tenía que dejar de trabajar para ocuparme de la casa como una buena esposa. Y así lo hice. Pedí mi baja voluntaria del trabajo y me dediqué a las labores del hogar. A pesar de ello, las cosas nunca estaban a su gusto. Si la comida estaba a tiempo, me gritaba porque había polvo en el mueble, si no era por el polvo era porque no tenía una camisa planchada o por una fotografía mal colocada.
Primero hubo gritos, después empujones, golpes y lanzamiento de objetos. He soportado todo eso durante años; en silencio, por la vergüenza y por el rechazo social. También por miedo a las represalias que pudiera tomar contra mí. Realmente, ese ha sido el principal motivo de mi silencio.

Le llevo una nueva cerveza y se la dejo en la mesa. Sé que cuando acabe la primera (y eso será en pocos segundos) se levantará y se sentará a cenar, y quiere tomarse allí la otra cerveza. Vuelvo a la cocina y cojo dos platos, dos vasos y dos juegos de cubiertos. Las servilletas ya están en su sitio. Me siento paciente a esperar que él haga lo mismo.
Por fin se sienta y le sirvo el entrante de la cazuela de barro en la que he mantenido los riñones calientes. Coge un trozo de pan y comienza a comer con avidez, como si hiciera semanas que no hubiese comido. Coge la barra de pan y se parte un generoso trozo para mojar en la salsa. En cuanto acaba, le sirvo la carne guisada, de la que también empieza a dar cuenta. Me quedo a su lado para verle comer.
—Esto está buenísimo —me dice. Es el primer halago que recibo desde… Hace tanto tiempo que ni lo recuerdo—. ¿Dónde has comprado la comida? Porque esto no tiene nada que ver con la mierda que venden en la carnicería esa en la que compras.
—Te hice caso. No recuerdas que el otro día te pregunté que qué carne quería para cenar hoy, y tu respuesta fue «de mi puta madre». Pues eso es lo que te estás comiendo: a tu puta madre. La maté y la he guisado para ti.
Sin darle tiempo a reaccionar, le inyecto un sedante que llevo escondido en mi bolsillo.
Han pasado tres horas desde que lo dormí y empieza a recuperar la consciencia. A pesar de ello, la anestesia que le he suministrado después impide que sienta dolor. Le tengo atado a la silla de pies y manos. También le tengo la boca tapada con cinta de embalar, la cual le retiro para que deguste el último plato. Aunque al principio se resiste, finalmente, consigo que me meta en la boca el pedazo de carne que le he cortado y tengo pinchado en el tenedor. Lo mastica y lo mastica con lentitud. Yo también hago lo mismo, me meto un trozo de carne y lo mastico. Después repito hasta acabarme mi ración. Él sigue con el primer trozo en la boca. Supongo que los sedantes le impiden comer con normalidad.
—Y por fin he cumplido tu sueño —le dijo. Él me mira con cara de incertidumbre—. Te acabo de comer la polla.

Mira hacia la entrepierna y se encuentra con que está desnudo de cintura para abajo, con el miembro amputado y desangrándose por la herida que hay donde antes tenía su inútil pene.

martes, 29 de marzo de 2016

El hijo pródigo

Y por fin está aquí, el relato que utilicé para la final de Versus 3 con el que quedé (otra vez) segundo. La consigna era escribir un drama de una pareja homosexual, en primera persona y contado por el padre de uno de ellos. Que lo disfrutéis.

Sabía que aquel chico lo haría sufrir, se lo había dicho tantas veces que aquella frase había perdido su significado. Desde el día en que llegó a casa, nos confesó su orientación sexual y nos dijo quién era su pareja, supe que iba a pasarlo mal por su culpa.

Jesús llegó aquel día a casa llorando, como el día anterior y el otro. Su madre acudió a consolarlo, pero tras la puerta solo recibió gritos y reproches. Como las últimas veces. Bajó las escaleras y entró en la cocina para preparar la cena.
—Hoy no va a cenar —dijo.
—Igual que las últimas noches.
—No sé qué le pasa a este chico, y me tiene preocupada.
—Serán cosas de críos. Hablaré con él.
Al día siguiente Jesús salió temprano y fue imposible hablar con él. Al regresar de la universidad para la hora de la comida era otra persona. Por aquella puerta entró un chico alegre y deseoso de vivir la vida, todo lo contrario de las últimas noches.
Así pasaron muchos días y muchos meses. Jesús se había convertido en lo que todo padre desea que sea su hijo: alegre, estudioso, buena persona y con muy buenos amigos. Su madre sospechaba que aquel cambio de humor tenía que ver con una chica, decía una y otra vez que se había enamorado, que se le notaba en los ojos.
Entonces pasó. Jesús entró en el salón en el que yo estaba sentado en mi sillón viendo un partido de baloncesto y su madre poniendo la mesa para la cena. Sonreía, pero a la hora de hablar le temblaban la voz y las manos. Estaba nervioso y no paraba de juguetear con un anillo que nunca habíamos visto antes. Brillaba mucho, por lo que supuse que era nuevo.
—Mamá, papá, tengo que contaros algo. Sentaos, por favor.
—¿Estás bien, te pasa algo? —pregunto enseguida su madre. Ella se alteraba rápidamente en cuanto intuía que a Jesús podría sucederle alguna cosa.
—No, tranquila, estoy bien. Siéntate. Lo que os quería decir es… es…
—Venga, dilo.
—Que estoy saliendo con alguien. —Por fin lo dijo, de manera rápida. Como se dicen las cosas que pueden doler.
—¡Eso es maravilloso! —se alegró su madre—. Tienes que invitarla a venir y presentárnosla. Queremos conocer a la chica con la que sales.
—Verás, mamá, no va a poder ser.
—¿Por qué? No tiene que ser ahora mismo, podemos esperar.
—Mamá, es que… es que… no hay ninguna chica. Estoy saliendo con alguien, pero no es una chica. Es un chico. Se llama Gabriel.
En ese momento oí como el corazón de mi mujer se quebraba. El mío creo que también, pero no podría asegurarlo. Los dos nos quedamos en silencio sin saber que hacer ni que decir, fue como si nos quitaran una parte de nuestro cerebro y nos pusieran otra. De un plumazo se volatilizaron todas las ideas de boda con una preciosa muchacha vestida de blanco, que se quedase embarazada y nos diera nietos. Lo que todos los padres piensan que algún día les darán sus hijos se quedó en una ilusión.
Al principio nos costó asumirlo. Nadie desea que su hijo sea homosexual. Su madre siempre pensó que tenía una enfermedad. Intentó una y otra vez concertarle una cita con un psicólogo, después pasó a los curanderos y hasta a los profesores africanos que curan todo tipo de enfermedades solo con tocar al enfermo. Pero Jesús no tenía ninguna enfermedad. Lo que le sucedía era que le gustaban los hombres, y frente a eso no hay cura posible.
Pasado el tiempo, por fin nos presentó al chico con el que salía y, decía, quería compartir el resto de su vida. En cuanto aquel muchacho entró en casa, cuatro meses después de saber de su existencia, comprendí que mi hijo no iba a ser feliz con él. No me pregunten cómo lo supe, supongo que fue intuición de padre.
Mi familia estaba bien colocada socialmente. La empresa que fundó mi padre dio generosas ganancias y la gestión que había hecho yo a lo largo de mi vida las multiplicó.
Sin embargo, el muchacho que había elegido como pareja era la antítesis de mi hijo. Criado en una familia socialmente desestructurada que vivía en una caravana, no había acabado los estudios. Tampoco tenía un trabajo estable, si no que cada poco cambiaba: hoy era repartidor de pizzas, mañana camarero y pasado ayudaba en un taller mecánico.
Jesús se deshacía en regalos y le daba todos los caprichos que aquel muchacho quería. Prácticamente era mi hijo quien lo mantenía. Nos contaba que Gabriel lo había abandonado todo por él ya que su familia no toleraba su homosexualidad y le había dado a elegir entre ellos y mi hijo, y lo había elegido a él. Sin embargo, lo que mi mujer y yo veíamos era que la forma de pagarle era con discusiones y control sobre Jesús. Si nuestro hijo se veía con los amigos de la universidad, Gabriel tenía que ir, y si no lo hacía, aquello acababa en una discusión que llevaba a Jesús a pasar algunos días sin querer comer y encerrado en su cuarto sin parar de llorar.
A veces, en mitad de la noche, oíamos sonar el móvil de nuestro hijo, después, él bajaba al salón y desde allí llamaba a Gabriel, para demostrarle que estaba en casa y que no había salido con otras personas. Lo escuchábamos discutir sin levantar la voz. La mayoría de las veces acababa cediendo, pero en las que no era así, se volvía a su habitación llorando y así se tiraba hasta que caía rendido. Al día siguiente, todo volvía a la normalidad. Hasta el siguiente ataque de celos de Gabriel.

Por las mañanas Jesús acudía a la universidad y las tardes las dedicaba, en su mayor parte, a estudiar para sacar el curso. Los fines de semana, como cualquier chico de su edad, salía a divertirse y a pasear con Gabriel. Iban a cine, a musicales, cenaban en los mejores restaurantes y acudían a fiestas. Todo ello costeado por mi hijo.
El ritmo de vida que Gabriel le hacía llevar era muy elevado, por encima de sus posibilidades. Cuando quise hablar con él del tema, me contestó con evasivas y algún improperio, así que cambié de estrategia: me dediqué a investigar a Gabriel para hacérselo ver.
Cada mañana, cuando Jesús salía de casa, yo lo seguía. Descubrí que iba hasta un edificio de apartamentos donde vivía Gabriel. No lo podía demostrar, pero estaba seguro de que era mi hijo el que lo pagaba. Cuando abandonaba el lugar para ir a clase, yo continuaba espiando A media mañana, algunos jóvenes llegaban y momentos después salían acompañados de Gabriel. Lejos de ir a trabajar o a buscar trabajo, se dedicaban a sentarse en los bancos del parque a beber cervezas y fumar marihuana. En algunas ocasiones los seguí hasta casas de empeños y de compraventa de objetos para vender cosas, seguramente robadas. Y así fueron pasando los días.
Intenté explicarle a Jesús a qué se dedicaba Gabriel, pero lejos de creerme me llamaba mentiroso y me acusaba de querer separarle de su novio y hacerle infeliz.
Poco a poco la vida de mi hijo fue cambiando por completo. Empezó a faltar a alguna clase los viernes, después también las de la primera hora del lunes, más tarde las últimas de los jueves y finalmente no iba a casi ninguna. Sus notas bajaron tanto que las asignaturas que llevaba aprobadas con buenas calificaciones acabó suspendiéndolas por no presentarse o por dejar los exámenes casi en blanco.
En casa también cambió su comportamiento: llegaba tarde, incluso los días de diario, se quedaba en la cama hasta el mediodía y nos perdió todo el respeto a su madre y a mí. Muchos días venía bebido e incluso con síntomas de haber fumado marihuana u otra cosa peor. Recibía llamadas a mitad de la noche y salía de casa para volver de madrugada. En algunas ocasiones llorando y maldiciendo a Gabriel. Apenas comía y se pasaba las horas muy alterado e inquieto. El carácter bueno y afable de Jesús se había tornado en huraño e iracundo. Vasos rotos, portarretratos destrozados y puertas rotas a puñetazos eran las respuestas que obteníamos cuando no hacíamos lo que él nos pedía.
Su físico también cambió. Perdió mucho peso en muy poco tiempo. Los ojos se le hundieron y le aparecieron debajo unas ojeras tan marcadas que parecían tatuajes. Los huesos de las articulaciones, sobre todo de los codos, comenzaron a marcarse en su cuerpo. Sus pómulos salieron a la superficie como puntas de icebergs en el mar.
No supimos (o no quisimos) identificar los síntomas con la enfermedad que mi hijo padecía: estaba enganchado a las drogas. Ya era tarde cuando lo hicimos. Jesús dependía de las drogas. Mi mujer y yo decidimos cortarle el suministro de dinero, pensando que así podríamos paliar el problema, pero lejos de aquello, todo fue a peor, empezó a robarnos joyas para venderlas y comprar drogas. Cuando ya no le quedaba nada que quitarnos, comenzó a pincharse delante de nosotros para hacernos sentir culpables. Su madre no dejaba de repetirle una y otra vez que qué era lo que habíamos hecho mal.
Quisimos que recibiera ayuda para dejar las drogas, pero siempre recibíamos negativas. Se lo pedimos, se lo rogamos y hasta se lo suplicamos llorando, pero todo fue en balde. Sus respuestas negativas eran en forma de gritos, golpes en las puertas, objetos rotos y fugas de casa que duraban varios días. Cuando regresaba lo solía hacer llorando y con agresividad hacia nosotros si le queríamos ayudar. En una ocasión acudimos a un abogado para ver si era posible que lo incapacitaran y poder internarlo en un centro de forma forzosa. Sin embargo, nos dijeron que no podíamos hacer eso, que si se internaba en un centro de desintoxicación tenía que ser de forma voluntaria; así que desechamos la idea.

Hace un mes, con lágrimas en los ojos, nos dijo que necesitaba ayuda. Nos rogó llorando que lo ayudásemos. No sabíamos por qué ahora nos pedía esa ayuda que tantas veces le ofrecimos y él denegó.
—Gabriel… Gabriel… Gabriel… —balbuceaba una y otra vez sin responder a nuestras preguntas. Temblaba de pies a cabeza. No sabíamos si de nerviosismo, por necesidad de drogas o por una mezcla de ambas—. Se ha ido —dijo por fin—, Gabriel se ha ido. Teníais razón. Se ha aprovechado de mí.
Tras consolarle y dejar que llorase en los brazos de su madre, cenamos y se acostó. No durmió nada en toda la noche, lo estuvimos oyendo llorar desde el ocaso hasta el alba. Al día siguiente no salió del cuarto ni tan siquiera para comer. A la noche, conseguí entrar a hablar con él. Estaba temblando, me dijo que llevaba un día entero sin tomar drogas y que comenzaba a tener el mono. Le prometí que le ayudaría si él quería. Me pidió que le consiguiese algo de heroína. Le dije que no, que eso se había acabado porque la droga no le ayudaría. Aquella noche, como otras muchas que le siguieron, dormí en el cuarto de Jesús, tumbado en una alfombra a los pies de su cama.
Al día siguiente, le preparé el desayuno y se lo llevé a su cuarto. Me senté con él hasta que se lo acabó y después esperé allí hasta que empezó a hablar. Me contó que se arrepentía de no habernos hecho caso. Que desde el primer momento, Gabriel se había aprovechado de él. Le había sacado cada céntimo que tenía. Le había convencido para que le diera el pin de su tarjeta y poco a poco le había ido sacando todo el dinero de la cuenta sin que él se enterara. Cuando lo hubo conseguido, desapareció del apartamento sin dejar rastro. Cuando fue a buscarlo a dónde le había dicho que vivía con su familia, se encontró con un solar. No había rastro de Gabriel.
Durante los meses que fueron pareja, mi hijo había sido un juguete de aquel mal nacido. Había sido víctima de su ira, de sus celos y de sus excesos. Jesús trató de apartarlo del mundo de las drogas y la delincuencia en el que vivía, pero no había tenido éxito. Todo había sido al contrario. Comenzó probando un cigarrillo de marihuana, ante las burlas de Gabriel y algunos amigos de este. Después vino más marihuana y mucho alcohol. De ahí, pasó a tomar algunos tranquilizantes y sin saber cómo. Gabriel le había introducido de cabeza en la heroína. Le había dicho que con aquello alcanzaría cotas de paz y de placer sexual y físico que no había sentido en la vida. Empezaron fumándola para acabar inyectándosela. La última vez que vio a Gabriel, le había dejado una jeringuilla con heroína preparada para pinchársela.
—Voy a darme una ducha y enseguida vuelvo contigo, mi amor. Mientras tanto, tienes esto para pasar el rato —le dijo.
Cuando Jesús se pinchó, comenzó a perder el conocimiento y cayó desmayado. Lo siguiente que recuerda es verse solo en el apartamento, sin Gabriel, sin sus cosas y sin la mayoría de objetos que él le había comprado para la casa. Sin nada. Entonces comprendió que sus padres siempre tuvieron razón y que aquel hombre no lo quería realmente, si no que quería aprovecharse de él. Cuando acudió al cajero para sacar dinero y pagarse un taxi de vuelta a casa, descubrió que tenía la cuenta bancaria a cero. Gabriel le había robado todo.
En ese momento, cuando me contaba todo eso, se rompió y comenzó a llorar y me suplicó que lo perdonásemos y lo ayudásemos a salir de ese infierno.
Con el alma rota, las lágrimas bañando mi rostro y la ropa de mi hijo y cubriéndolo de besos, le juré por lo más sagrado que íbamos a ayudarlo.


Su madre y yo acabamos de dejarlo en un centro de desintoxicación. Cuando nos hemos despedido, nos ha prometimos que se curaría y volvería a ser aquel chico alegre que había sido antes. Al darnos la espalda y caminar por aquel pasillo, no vi a un chico de veintidós años, si no a un niño pequeño, asustado, que reúne el valor suficiente para enfrentarse a su peor miedo.

lunes, 22 de febrero de 2016

Una historia poco corriente

Como cada mañana, Rigby y Mordecai se encontraban realizando las tareas de limpieza y mantenimiento del parque en el que trabajaban. A sus veintitrés años, ambos se ganaban la vida con aquel trabajo.
A los pocos minutos llegaron sus compañeros Musculitos y Chócala montados en su cochecito de golf. Pararon a escasos metros de ellos derrapando y salpicándolos de barro.
—Hola, pringaos —saludó Musculitos—. ¿Habéis hablado con Benson? Tiene una sorpresita para vosotros.
En aquel instante llegó su jefe montado en el coche de Pops, el gerente del parque, acompañado de este y de Skips, el sabio y fuerte yeti que vivía en aquel lugar incluso antes de que fuera un parque.
—Escuchadme bien, va a venir a visitarnos una excursión de un colegio. Quiero que les enseñéis el parque y que no hagáis ninguna tontería de las vuestras —les dijo la máquina de chicles.
—Jo, tío, menudo marrón —se quejó Mordecai—. Nosotros no somos niñeras de nadie.
—Eso, nosotros no estamos aquí para cuidar a mocosos —apoyó su amigo Rigby. Después, el mapache se dirigió hacia el azulado pájaro—. Mordecai, acabemos de recoger estas hojas y vayamos a tomarnos un refrigerio.
—Perdedores, no podéis tomar nada porque el jefe os ha encargado cuidar a esos críos —intervino Musculitos—. Chócala, vayamos nosotros a por ese refrigerio.
El fantasma con la mano en la cabeza y el monstruo verdoso arrancaron el carrito de golf y comenzaron a hacer derrapes salpicando de barro a los demás.
—¡Alto ahí! —ordenó Benson—. Esta tarea de enseñar el parque también es para vosotros.
—Eso es un trabajo de pringaos —protestó Musculitos.
—Si os negáis a hacerlo, os despediré —atajó Benson.
—¡UUUHHH! —exclamaron Mordecai y Rigby, a la vez que hacían un gesto con la mano.
—Y a vosotros también. —Y dicho esto, el jefe se retiró del lugar a pie mascullando improperios contra sus empleados. Tenía tantas ganas de despedirlos a todos… pero aquello entristecería a Pops, y era tan sensible que no podía darle ese disgusto.
—Jo, tío, nos han hecho la pirula. ¿Cómo vamos a guiar nosotros una excursión por el parque? —preguntó Rigby.
—Chicos, ¡una excursión es algo maravilloso! —se emocionó Pops. La piruleta gigante se llevó las manos a la cara e hizo un gesto de confort y nostalgia al mismo tiempo; un gesto que solo un niño sería capaz de hacer.
—Intentad no meter la pata —les dijo Skips—. Y andaos con ojo, los niños de hoy en día son mucho más espabilados que nosotros.
Los dos se despidieron de los cuatro trabajadores de mantenimiento y se marcharon. No sin antes decirles, que en breve llegarían los colegiales.
—Chócala, volvamos al trabajo. Quiero acabar antes de que lleguen los mocosos —le dijo Musculitos a su compañero. Después de eso, salieron del lugar salpicando barro a Mordecai y Rigby.
El mapache y el pájaro se limpiaron y continuaron con el trabajo.
Media hora después apareció de nuevo Benson, pero esta vez venía acompañado de los niños a los que tenían que enseñar el parque Mordecai y Rigby. Eran solo cuatro muchachos, por lo que ambos pensaron que sería algo sencillo.
—Aquí tenéis a vuestro grupo de estudiantes para que le enseñéis las maravillas de nuestro fantástico parque. Musculitos y Chócala ya tienen su grupo y han empezado la visita. Niños, disfrutad del parque y aprended muchas cosas. —Benson se retiró a su despacho, dejando a los dos encargados de mantenimiento con los niños.
—Buenos días, niños. Nosotros somos Mordecai y Rigby —saludó Mordecai—. Vamos a ser vuestros guías en esta visita. Ahora podríais empezar por presentaros.
—Yo me llamo Stan Mars, y estos son mis amigos: Kenny McCormick, Eric Cartman y Kyle Broflovki —dijo uno de ellos.
—¿Cómo? —preguntaron a la vez los dos trabajadores del parque.
—Ezque ez un judío de miedda —dijo el más gordo de ellos riendo y haciendo burlas hacia su amigo.
Todos ellos iban vestidos con ropa de invierno a pesar del calor que reinaba en el parque. El que se presentó como Stan llevaba un abrigo marrón y un gorro azul. El gordo llevaba el gorro de color celeste y un abrigo rojo. El judío llevaba un gorro con orejeras de color verde y un abrigo naranja. El cuarto llevaba un viejo abrigo naranja y se cubría casi toda la cara con la capucha; solo se le veían los ojos.
—Cállate gordo —ordenó Kyle.
—No me da la gana, podque tu madre ez una puta. ¿Quedéiz que oz cante la canción de madre de Kyle ez una puta? —le preguntó a Mordecai y Rigby
—Yo por lo menos sé quién es mi padre —respondió Kyle.
—Mprh mprh mprh mprh mprh mprh —les explicó Kenny a los dos guías.
—¡¡UUUUUHHHHH!! —exclamaron estos a la vez. Después continuó Rigby dirigiéndose a los niños—. Bueno, ya está bien de discusiones. ¿Quién quiere pasarlo de vicio?
—Yooo —respondieron los niños.
—Muy bien, colegas, entonces comencemos la visita. Jamás os olvidaréis de esta excursión porque va a ser la más flipante que habéis hecho nunca.

Quince minutos después, se encontraban en un cruce de caminos cercano al edificio en el que vivían los dos guías. Allí coincidieron con el otro grupo de excursionistas. Los chicos parecían entusiasmados con la visita que les estaban ofreciendo Chócala y Musculitos.
Mordecai y Rigby se miraron el uno al otro y decidieron pedir ayuda. El mapache sacó su teléfono móvil y marcó el número de Skips. De todos, él era el que más sabía sobre el parque, y si él no podía ayudarles a organizar una visita mejor que la que estaban haciendo sus otros dos compañeros, nadie podría hacerlo.
Tras una larga conversación, en la que Rigby solo emitía monosílabos y sonidos de asentimiento, regresó junto a los demás.
—Me ha dicho que podemos enseñarles el estanque. Nadie lo sabe, ni siquiera Benson o Pops, pero allí, Skips cría el único ejemplar en el mundo de pez unicornio —explicó a su compañero y amigo.
—Entonces no perdamos el tiempo. Iremos en el carrito, está en el garaje.
Los trabajadores del parque y los cuatro alumnos del colegio elemental de South Park montaron en el pequeño cochecito de golf. Rigby aceleró a fondo y giró levemente el volante para salir del lugar. El coche comenzó a girar sobre sí mismo sin control. A la segunda vuelta, Kenny salió despedido del vehículo en dirección al viejo arce del que tan orgulloso estaba Pops. El cuerpo del niño quedó hecho un amasijo de carne y huesos pulverizados debido a la violencia del choque.
—¡Oh, oh! La hemos cagado —informó Rigby.
—¡Oh, dios mío, han matado a Kenny! —exclamó Stan.
—¡Hijos de puta! —insultó Kyle—. Bueno, ¿vamos a ese lago o qué?
—Pero, pero… tenemos que informar a Skips de lo que ha sucedido —dijo Mordecai—. Voy a llamarlo ahora mismo.
Mientras el gran pájaro azul realizaba la llamada de teléfono, llegó al lugar Pops a interesarse por cómo iba la excursión.
—Hola, muchachitos. ¿Qué tal va esa excursioncilla? Espero que estéis disfrutando de nuestro maravilloso paaaaa —la gran piruleta se quedó sin habla cuando vio el cuerpo de Kenny estampado contra el árbol. Enseguida se echó a llorar y gimotear.
—Pedo menudo madica, ¿pod qué lloda el cabezón ezte? —se rio Cartman—. Venga, tú, jodido marzupial, llevanoz al lago ese del pez unicodnio.
—Cartman, los mapaches no son marsupiales. Eres un jodido retrasado —le dijo Stan.
—Calla, madica de miedda.
En aquel momento llegó Skips que, tras el aviso de su subordinado, acudió saltando a todo lo que daban sus cortas patas.
—¿Qué ha sucedido? —exigió saber de inmediato.
—No lo sabemos exactamente —comenzó a explicar Mordecai.
—Bueno, el caso es que quisimos llevarlos a ver el pez unicornio del estanque, y al arrancar, ese niño salió volando del cochecito. Yo creo que el cinturón de seguridad está en mal estado —mintió Rigby.
—Pedo si aquí no hay cintudones.
—¡Cállate, gordo! —ordenó el mapache.
—Yo no eztoy goddo, eztoy fuedtecito.
—Reconócelo, Cartman, estás gordo —rieron sus dos amigos.
—¡Ya está bien, silencio! —ordenó el inmortal yeti. Entonces se le oscureció la mirada y el cielo se tornó rojizo—. Tras el bosque de abedules, en la zona más oriental del parque, existe un viejo cementerio cajún. Ese cementerio ya estaba aquí mucho antes de que construyeran el parque, incluso mucho antes de que llegara yo a la zona. Pues según cuentan las viejas leyendas, los antiguos guerreros de la tribu eran enterrados allí cuando caían en la batalla. Poco tiempo después regresaban junto a los suyos para seguir luchando por su pueblo. También dicen que no volvían solos.
—Eso es muy chungo, tío —se quejó Rigby.
—Pero tenemos que hacerlo; solo así conseguiremos que Pops se recupere —argumentó Mordecai. La gran piruleta se encontraba en un estado catatónico y no dejaba de llorar por el niño fallecido. De su boca solo salían las palabras “el niñito ha muerto” y las repetía una y otra vez—. Vamos allá.
Mordecai, Rigby y Skips montaron el carrito de golf y partieron hacia el viejo cementerio. Media hora después, los dos trabajadores del parque, pala en mano, hicieron un hoyo en el suelo en el centro de una extraña formación de piedras que formaban una espiral. Skips depositó el cuerpo del colegial en el agujero y, entre los tres, lo taparon de nuevo con la tierra.
—Ya está —les dijo el yeti a sus dos trabajadores—. Ahora regresemos con Pops y los otros niños. En breve veremos al muchacho de nuevo entre nosotros. Antes incluso de los que pensamos.

Cuando llegaron al lugar en el que se encontraba el gerente del parque con los tres infantes, se encontraron con que el más gordo, estaba acercándole el trasero a la cara y soltando ventosidades cerca de su nariz mientras los otros dos no paraban de reír.
—¡Eh, tío, eso no mola nada! —recriminó Mordecai. Cartman soltó otra flatulencia. Pops seguía en estado catatónico balbuceando palabras ininteligibles.
—Tío, menudo pedo más malo —le dijo Rigby riendo.
—Dejad de hacer el tonto y continuad con la excursión —ordenó Skips cogiendo en brazos a Pops y llevándoselo.
—Enseguida.
Mordecai y Rigby se hicieron cargo del grupo de estudiantes y se encaminaron hacia el estanque para enseñarles el pez unicornio.
—Mrph mrph mrph mrph —se escuchó a escasos metros de ellos. Era Kenny que había resucitado. Sin embargo, ya no era el Kenny que todos conocían. Bajo la capucha, se podían observar unos ojos hundidos y una piel amarillenta. De sus extremidades, igual que de la caja torácica y espalda, asomaban huesos fracturados por la colisión. Junto con el niño caminaban otros resucitados, todos ellos eran guerreros indios.
—A Kenny le pasa algo —informó Kyle a sus dos monitores.
—Es que el regreso del más allá tiene que ser duro, pero seguro que dentro de un rato está perfectamente.
—¿Y quiénes son esos que vienen con él?
—Seguro que le han hecho el favor de ayudarle a volver —les dijo Mordecai.
—Mrph mrph mrph —murmuró a la vez que se lanzaba contra su amigo Cartman.
—¡Eh, Kenny, no me jodaz! Deja mi cedebro tranquilo.
—Mrph mrph mrph.
—¡Qué no!, no te voy a dar ni siquiera un poquito, ez mío. Jodido pobre. ¡Eh, pedo que hijoputa!, me ha moddido.
—Chicos, chicos, dejad de morderos —ordenó Mordecai a la vez que tiraba de los pies de Kenny para separarlo de su amigo. Entonces, el cuerpo del niño se separó de la cabeza, cayendo esta al suelo con los ojos desorbitados y la boca abierta. Los otros resucitados se dispersaron por el parque.
—¡Anda, la puta, han vuelto a matar a Kenny! —gritó de nuevo Stan.
—¡Cabronazos! —insultó Kyle.
—Rápido, llevémoslo otra vez al viejo cementerio cajún —dijo Rigby.
Nuevamente, los dos trabajadores del parque cargaron en el cochecito de golf el cuerpo sin vida del niño y lo llevaron hasta el lugar que les había dicho Skips. Cavaron un nuevo hoyo, depositaron el cadáver y lo taparon con tierra.
Cuando llegaron a dónde se encontraban los otros niños, los dos menos alborotadores miraban con los ojos desencajados al más gordo. Mordecai y Rigby pudieron observar que Cartman tenía los ojos hundidos y la piel amarillenta. De la comisura de su boca colgaba una baba de aspecto lechoso. Fue cuando se dieron cuenta de que el otro niño, al morderlo, le había convertido en muerto viviente. Habían desatado un apocalipsis zombi sin saberlo. Entonces apareció de nuevo Kenny, esta vez sin un brazo y con la cabeza cosida al cuerpo con grueso hilo negro. Más guerreros cajún resucitados lo acompañaban.
—Mrph mrph mrph.
—¡Oh, no! Quiere comerse nuestros cerebros —se asombró Rigby.
—Bolitaz de quezooo… —gimoteó el otro muerto viviente.
—¿Y a este qué le pasa, tronco? —quiso saber Mordecai.
—Nada, que aunque sea un zombi siempre será un gordo de mierda y solo piensa en comida —le dijo Stan; todos rompieron a reír.
Kenny se lanzó sobre el pequeño mapache para morderlo. Entonces Mordecai sacó su rastrillo de recoger las hojas y le atizó con la zona metálica. Los dientes del rastrillo le hicieron grandes arañazos en lo que quedaba de cara de Kenny. Después cogió la pala y repitió el golpe. La cabeza del niño salió volando hasta estrellarse contra un árbol. Los dos amigos del niño repitieron las frases anteriores.
—¡Oh, dios mío, ha matado a Kenny!
—¡Hijo de puta!
En aquel momento, fue Cartman el que se lanzó sobre Mordecai. Esta vez fue Rigby el que cogió la pala y golpeó al corpulento colegial hasta que quedó inerte en el suelo.
—¡Oh, dios mío, ha matado a Cartman! —gritó Stan. Silencio. Miró a su amigo Kyle—. ¿No vas a llamarle hijo de puta?
—No. Se lo merecía.
—Es verdad. Que se joda. —Y ambos comenzaron a reír.
Los muertos que habían resucitado a la vez que el niño, se habían hecho con el control del parque y estaban mordiendo a los transeúntes que caminaban por él. A lo lejos, pudieron ver cómo habían convertido en zombis a Musculitos y Chócala, que perseguían sin piedad a Benson y al becario Thomas. Un guerrero cajún resucitado corría tras Skips que seguía llevando en brazos a un horrorizado Pops.
Mordecai y Rigby se miraron, y miraron a los dos estudiantes que quedaban vivos. El gran pájaro azul, lleno de responsabilidad, dijo que tenían que hacer algo. Entonces el mapache tuvo una gran idea.
—No hace falta. Cogeremos este viejo reloj de tiempo y viajaremos al pasado e impediremos que se organice esta excursión.
—¡UUUHHH! Mola.
En ese instante Mordecai puso la mano sobre el hombro de Rigby y este comenzó a girar las manecillas del antiguo reloj en el sentido inverso de cómo lo hacían ellas habitualmente. El plano físico del espacio-tiempo comenzó a plegarse sobre sí mismo y después giró una y otra vez hasta convertirse en una espiral del tiempo. Mordecai y Rigby comenzaron en uno de los extremos de la espiral elíptica y a cada giro se iban aproximando cada vez más al centro de la misma, hasta que, cuando lo alcanzaron, desaparecieron de aquel presente para regresar al pasado.
Cuando abrieron los ojos, se habían desplazado una semana atrás. Estaban en la mansión del parque, la misma en la que ellos compartían habitación y en la que Benson tenía su despacho. Tenían que distraer la atención del capataz para hacer desparecer todo lo referente a aquella maldita excursión del futuro.
Sabían que no iba a ser nada sencillo, Benson no se separaba de su escritorio para nada. En aquel momento pasó por allí Thomas, el becario. Él sería el encargado de hacer salir a la máquina de chicles del despacho. Mordecai lo abordó sin más dilación y le indicó que tenía que hacer salir al jefe. La cabra, en un principio, no quiso colaborar con ellos. Sabía que se metían en muchos líos y no quería ser cómplice. Quería acabar las prácticas sin problemas con el jefe, pero tampoco quería enfrentamientos con sus compañeros.
—Muy bien, Thomas, si no quieres ayudarnos, entonces vete a engrasar mi cortacésped —ordenó Rigby, y le dio una lata de aceite metida en una bolsa de papel. Cuando la cabra salió del edificio, Rigby y Mordecai entraron corriendo al despacho de su jefe.
—¡Benson, Benson! Thomas se ha vuelto loco —exclamó Rigby—. Se ha comido todos los sándwiches de queso Premium de la ciudad. Ahora se lleva el tuyo para comérselo en el cobertizo.
Mientras el mapache entraba gritando y haciendo aspavientos, Mordecai, con sigilo y disimulo, cogió y se guardó el bocadillo de Benson. El jefe miró hacia el lugar en el que momentos antes estaba su sándwich de queso Premium. Al ver que no estaba allí, salió corriendo para atrapar al becario y recuperar el almuerzo.
—Muy bien, ya está. Ahora coge ese papel y llama al colegio para anular la excursión, después lo destruiremos y dejaremos un número falso.
Destruyeron el papel y pusieron un teléfono inventado y el nombre de un colegio que no existía. Pocos minutos después llegó Benson y comenzó a llamar al colegio para concertar la excursión. Marcó varias veces el número y en todas ellas le dijeron que aquel teléfono no pertenecía a un colegio, sino a una funeraria. Con la mosca detrás de la oreja, Benson miró a los dos trabajadores del parque. No podía demostrarlo, pero sabía que ellos dos estaban detrás.
—No sé lo que habéis hecho, pero esto es cosa vuestra. Si por mí fuera os pondría de patitas en la calle, pero Pops no lo soportaría. Pero me las vais a pagar, durante toda una semana vais a cortar el césped. Todos los días.
Los dos amigos salieron del despacho riendo. Habían conseguido su propósito; aunque les había tocado la tarea más tortuosa de todas, había merecido la pena.

Una semana después, mientras limpiaban las hojas de la hierba, por la entrada principal pasaron un grupo de colegiales. A pesar del calor, uno vestía un abrigo marrón y un gorro azul y rojo, otro un gorro de orejeras verdes y un abrigo naranja, otro un abrigo naranja y se cubría con una capucha y, el más gordo de todos, llevaba un abrigo rojo y un gorro celeste.
—¡Eh, tíos, mirad a esos doz, padecen madicas! —rió el más corpulento.
Rigby cogió una lata que alguien había tirado al suelo y se la lanzó, con tan mala suerte que le acertó en la cabeza al de la capucha. El niño trastabilló y cayó en la carretera en el momento en el que pasaba el camión de la basura y lo arrollaba.
—¡Oh, dios mío, ha matado a Kenny! —exclamó el del gorro azul.
—¡Hijo puta! —insultó el del gorro de orejeras al conductor del camión.
Mordecai miró a su compañero sabiendo los dos que podían hacer algo por el muchacho.

—Ha sido fuera del parque, no es responsabilidad nuestra —le dijo el mapache, y continuó rastrillando las hojas del césped.

Consigna: Fuiste elegido por los creadores de "Un show más (Historias corrientes) para que escribas el cuento en el cual se basarán para realizar la película animada de la serie. Confiamos en que no escribirás un episodio más, sino la historia más disparatada, terrorífica y delirante que se pueda imaginar para un film. Deben participar todos los personajes que trabajan en el parque, el resto vos decidís quiénes deben estar.

lunes, 8 de febrero de 2016

Barbazul

Relato presentado para la segunda ronda de Versus 3

Desde niña había soñado casarse con un hombre adinerado y poder cambiar de clase social, y, por fin lo había conseguido.
Su familia vivía en el extrarradio y era muy humilde. De profesión panadero, su padre hipotecó su vida familiar por trabajar para que a su prole no le faltase de nada. Su madre se había deslomado fregando escaleras de ocho a una y limpiando oficinas por las tardes. Ella era la pequeña de cuatro hermanas y había crecido heredando la ropa y cosas de las mayores. Debido a la precaria situación económica que atravesaban, nunca pudo tener cosas nuevas propias, siempre eran usadas o compartidas.
Entonces decidió que cuando formara su propia familia sería con un millonario y así no pasaría más penurias.
Creció con aquella idea en la cabeza, avergonzada de ser pobre, y con ansia de cambiar su posición social. Durante años intentó emparejarse con chicos de familia adinerada, pero siempre la rechazaron. Finalmente, con treinta años, cuando había asumido que nunca conocería a ningún hombre rico que quisiera casarse con una muchacha pobre, apareció él.

Era un hombre acaudalado de la ciudad. Poseía varios pisos en el centro y un caserón en el campo. Tenía lujosos coches, grandes yates y hasta contaba con un avión privado. El mejor caviar y el champán más exquisito siempre estaban presentes en sus fiestas. No le faltaba de nada, salvo una mujer con la que compartir sus días. De joven le gustaba la idea de ser un soltero de oro, sin embargo, a medida que pasaban los años deseaba más fervientemente encontrar a la esposa que le diera hijos y estabilidad amorosa.
A Ana, al principio le pareció un poco mayor, contaba con diez años más, pero precisamente ella ya no era una jovencita que pudiera dejar pasar aquella oportunidad.
La noche en la que se conocieron, ella estaba de camarera en una fiesta que daba un ilustre personaje de renombre de la ciudad. Cuando acercó la bandeja con los canapés a un grupo de hombres, no pudo por más que fijarse en él. Era alto, apuesto y, aunque rondaba los cuarenta, le llamó la atención que su pelo no tuviera una sola cana y luciera un color negro tan brillante que parecía azul. Lo primero que pensó era que aquel hombre se teñía el cabello.
—Disculpe, señorita —le dijo aquel hombre—. Sería tan amable de indicarme dónde puedo encontrar una copa de vino.
—Están en aquella mesa, pero no se preocupe yo le traigo una enseguida. —En todos los años que había trabajado en aquel tipo de fiestas, sabía que siendo amable con los clientes, le podía caer una buena propina.
—Por favor, que sean dos —le indicó el varón de pelo azulado antes de que se retirara.
Un instante después, ella apareció con una bandeja con dos copas de vino tinto y otras dos copas de vino blanco.
—Perdone, se me olvidó preguntarle si lo quería tinto o blanco, así que le he traído de los dos —se disculpó, sin motivo.
—No tiene motivo para disculparse, la culpa ha sido mía. Beberé el mismo vino que tome usted.
Aquello la pilló por sorpresa. No sabía que le quería decir aquel hombre. Ella no podía beber una copa de vino porque estaba trabajando, y así se lo explicó a él.
—Mi nombre es Ricardo Barbazul, y yo soy el que da la fiesta. Si usted hace el favor de acompañarme a la terraza a tomar esta copa, le garantizo que nadie le dirá nada por ello.
—Yo me llamo Ana Rovira. Le agradezco la invitación, pero no puedo aceptarla, de verdad.
—No se haga de rogar, solo le pido tomar una copa juntos. Después podrá irse si lo desea, pero… si lo desea, también puede quedarse conmigo y tomar más copas juntos.
Y así fue. Ana y Ricardo bebieron vino hasta que se hubieron marchado todos los invitados y también el servicio. Bebieron vino después y bebieron vino cuando salió el sol. Para ambos, había sido una velada soñada. Para Ana porque había disfrutado por unas horas de los placeres de la clase alta, y para Ricardo porque había disfrutado de la compañía de aquella mujer maravillosa.

Día tras día, el amor fue creciendo entre ellos y tras más de un año de ilusionante relación, Ricardo dio el paso que Ana tanto esperaba: le pidió matrimonio.
En el día más hermoso de la vida de Ana, su ahora marido, le entregó, además de las tradicionales arras y alianza, una llave de color dorado.
—Esta es la llave que abre todas las puertas de mi casa, que ahora también es la tuya. —Y ambos se fundieron en un cálido y dulce beso.
Ana se fue distanciando tanto de su familia a causa de cumplir su sueño de cambiar de clase social, que llegó un día en el que fueron desconocidos para ella. La avergonzaba reconocer a sus padres y que pudieran verla junto a ellos o entrando en su mísera casa.
Tras su boda, la siguiente vez que vio a s familia fue en su entierro. Todos habían perecido en una explosión de gas que hubo en la casa paterna durante una celebración familiar.
A partir de entonces fue cuando las cosas con su marido cambiaron. De buenas a primeras, le retiró la llave maestra que le había dado y le entregó otra de color plateado.
—¿Por qué me cambias la llave?, ¿acaso se ha roto? —le preguntó Ana.
—Nada de eso. A partir de ahora esta otra será tu llave. Con ella podrás entrar en todas las habitaciones de la casa, como hasta ahora, salvo en una. Ya no tendrás acceso a mi despacho. Allí trato negocios y tengo papeles demasiado importantes como para que tú los toques.
—Pero si cuando he entrado en tu despacho ha sido a verte o a coger un libro de la biblioteca, nunca he entrado sin estar tú —se excusó la mujer.
Una mano, veloz como un rayo, le golpeó la mejilla con una bofetada.
—¡No me repliques, mujer! Eres mi esposa, y mientras yo te mantenga harás lo que yo te diga.
Desde aquel momento todo cambió. Las flores frescas que aromatizaban los días de la joven se fueron marchitando. Las únicas violetas eran las marcas que le hacía su marido. El morado de los lirios se trasladó a su cara en forma de ojeras por el llanto. Rosa y Margarita dejaron de ser sus flores favoritas para ser los nombres de las mujeres que se encargaban de “ayudarla” con la casa. Aunque ella sabía que su labor era vigilarla para que fuera una “buena esposa”, como solía decir su marido antes de quitarse el cinturón y utilizarlo contra ella.
Pero algún día aquello tendría que acabar. Si le daba un hijo, seguro que se desvivía con el niño y se olvidaba de ella. Al menos, no podría hacerla daño porque tenía que ocuparse del crío. Y así fue. Un año después, nacía un hermoso retoño de un vientre otrora magullado por los golpes, cuyas marcas ya hacía tiempo que habían desaparecido. Aquel bebé, con el pelo de un color que parecía azul, centró toda la atención de Ricardo… hasta que cumplió los tres años y lo envió interno a un colegio del extranjero. Entonces volvieron los golpes y los gritos contra Ana. Cualquier cosa que ella dijera o hiciera que no estuvieran dentro de lo esperado por su marido le costaba un grito o una bofetada.

Un buen día, en la mente de Ana se despertó una idea que había estado siempre allí, aunque dormida. Había oído el nombre de su marido en algún lugar. Buscó y rebuscó por Internet durante días, hasta que encontró lo que quería: la relación de Ricardo con el cuento de Barba Azul. Un antepasado de su marido, había sido el sanguinario personaje del cuento. Aquel hombre que había matado a todas sus esposas por entrar en la habitación prohibida. Y ahora ella estaba reviviendo lo mismo. Estaba segura de que en aquel despacho en el que no se le permitía entrar, colgaban del techo los cadáveres de las anteriores esposas de Ricardo. No era posible que un hombre como él nunca hubiera estado casado.
Ana había averiguado que en la familia de Ricardo solo nacían hijos varones, y que todos ellos se habían casado, lo menos, tres veces. De la noche a la mañana las esposas desaparecían con su ropa y nadie volvía a saber de ellas. Las autoridades trataban el suceso como de abandono del hogar, y así quedaba la cosa. Pero las indagaciones de Ana y su experiencia personal le decían que aquellas mujeres no habían huido, si no que habían sido asesinadas por sus maridos.

Pocos días después, ideó un plan. Aprovechando un viaje de negocios que haría Ricardo, se libraría de sus dos vigilantes, y entraría en aquella habitación. Haría fotos de los cuerpos y las llevaría a la policía. Contaría su calvario y su marido sería detenido y condenado. Con su marido preso, ella sería libre de nuevo.
Rosa y Margarita yacían sin sentido en sendos sillones del gran salón tras haber sido narcotizadas con pastillas de lorazepam que Ana tenía prescritas por el médico. Subió a su dormitorio y buscó la llave dorada que en su día le entregara Ricardo. Sabía dónde la guardaba, aunque nunca se había atrevido a cogerla. Una vez que la tuvo en sus manos, acudió al despacho y la introdujo en la cerradura. Dio dos vueltas y la puerta se abrió de par en par. Lo que vio ante sus ojos la dejó petrificada.

En el despacho no había ningún cadáver colgando del techo ni sangre seca por el suelo. Lo único que había era el mobiliario que ella conocía y, sentado en el sillón, estaba su marido mirándola fijamente.
—¿Qué haces aquí, Ana? Te prohibí expresamente entrar en esta sala —dijo. En su voz se notaba un tono de reproche.
—Yo… —Ana no era capaz de articular palabra.
Ricardo se puso en pie y se acercó a su esposa. La rodeó y se colocó a su espalda. Después susurró en su oído.
—Sé que has estado investigando sobre mí y mi familia. ¿Qué esperabas encontrar?, ¿los cadáveres de mis anteriores mujeres?
—S…sí —sollozó ella.
—Ya sabes que nunca estuve casado antes, por lo que aquí no podía haber ningún cadáver. Tú has sido mi primera esposa… pero no serás la última —le dijo antes de comenzar a asestarle puñaladas con un abrecartas que llevaba en su mano. Ana no pudo tan siquiera gritar—. Sabía que tarde o temprano te podría la curiosidad y entrarías en esta sala. Ya me dijo mi padre que todas lo hacíais.

Consigna: escribir un drama, basado en el cuento Barba Azul. En la época actual. Lo azul es el pelo, no la barba.

lunes, 1 de febrero de 2016

El lienzo

     Otro año más os voy a ir presentando los relatos que presenté para el concurso Versus III, en el que volví a llegar hasta la final y quedé subcampeón.



     Ya estaba concluyendo su gran obra. Sabía que cuando definiera el rostro de aquellas cuatro niñas, sus almas pertenecerían al lienzo para siempre. No sabía qué pasaba con los cuerpos cuando él les robaba el ánima a través de la pintura, pero tampoco le importaba mucho. Suponía que morían. ¿Qué más daba?
Acabó de pintar los jarrones y limpió el pincel. Desde que aquella brocha cayó en sus manos, sus pinturas se habían vuelto mucho más realistas y potentes. ¡Tenían vida!
Él no lo sabía, pero aquel instrumento de pintura había sido diseñado por un demonio con los pelos de la crin de un unicornio miles de millones de años antes de que la Tierra hubiera sido creada. Cuando alguien lo utilizaba, el alma de todo lo retratado pasaba a pertenecer al lienzo.
Los cuerpos de las cuatros niñas estaban acabados y ya solo quedaban sus caras. No las conocía de nada (aquello lo hacía todo más fácil). Había visto sus rostros en Internet y eso le bastaba.

A cientos de kilómetros, cuatro niñas de una misma familia se desplomaron al mismo tiempo; todas ellas víctimas de un ataque cardíaco. El lienzo estaba acabado.

Consigna: Basándote en la imagen adjunta, deberás escribir un relato de 200 palabras (no más, mínimo 180, sin contar título), tema libre, tiempo y  narrador libre.
Puedes describir sobre la imagen, usarla para desarrollar la historia o mencionarla dentro de tu obra.


Y si además de leerla, quieres oírla de mi propia boca...

viernes, 8 de enero de 2016

Narvik


Narvik, 10 de Abril de 1940.
Apenas llevamos un día en estas frías tierras y ya tengo ganas de irme. No sé que hago aquí en Noruega, con lo necesaria que es mi presencia (y la de todos los demás) en el frente contra Inglaterra. Noruega no es nuestro enemigo, al menos no del modo en que lo son los ingleses.
Mi Alemania natal es fría, aunque no tanto como estas inhóspitas tierras. Hemos entrado desde el mar hasta la ciudad, ha sido una tarea fácil, ya que el ejército noruego no está preparado para resistir una invasión del III Reich. En cuanto entramos en la ciudad rindieron sus armas, y los que no, huyeron hacia los bosques cercanos.
Las tácticas empleadas por nuestro glorioso ejército son infalibles. La Fall Weiss[1] en septiembre del año pasado fue coser y cantar. Las blitzkreig[2] facilitan nuestras victorias. Los rápidos movimientos de los vehículos de guerra y el miedo que provocan en nuestros enemigos son los mejores aliados que tenemos.
Ahora el capitán nos ha dicho que tenemos que descansar. Mañana tenemos que continuar con la operación y acabar con toda la resistencia que podamos encontrar en los bosques.

Narvik, 11 de Abril de 1940.
Tras la exitosa operación de ayer, hoy nos vamos a adentrar en los bosques para seguir avanzando.
Hemos desfilado por las calles de esta ciudad demostrando que nadie tiene posibilidad de oponerse a nuestro potencial en esta operación Weserübung. La gente nos aclamaba y nos lanzaban flores a nuestro paso, otros nos vitoreaban desde las ventanas y algunos niños nos han ofrecido pan recién hecho y algo de comida.
Nos adentramos en el bosque y caminamos durante horas. No había rastro de los huidos. Miramos tras cada árbol y cada matorral, debajo de cada piedra y nuestros perros husmearon en cada escondrijo, pero allí no había nadie.
Entonces lo vi y fue cuando lo comprendí todo. Aquel animal era el más hermoso que había visto jamás. Era un ciervo muy extraño, con el pelaje oscuro, y en él se dibujaban formas imposibles de color blanco. Filigranas y espirales en su lomo, líneas curvas en las patas. La cosa era de color blanco, cruzada por una línea oscura. Los largos cuernos se confundían con las ramas de los árboles nevados, ya que parte de ellos era blanca y descendía hasta la nariz. Sus ojos, de un azul como el del cielo, estaban remarcados del mismo blanco que el resto de la piel.
M quedé allí mirándolo mientras mi batallón avanzaba de modo inexorable por aquel bosque. No era capaz de moverme para seguirlos; aquellos ojos me tenían hipnotizado. Avancé un paso hacia él y, entonces, dejó de mirarme y huyó del lugar dando cuatro grandes saltos.

Bosques de Narvik
Llevo días buscando de nuevo aquel ciervo maravilloso. No sé exactamente cuanto tiempo llevo aquí, ya que perdí la cuenta hace mucho. La nieve ha desaparecido y los tiernos brotes de los árboles han hecho su aparición.
He visto cientos de ciervos, pero ninguno es el mío.
Tengo mucho hambre, he sobrevivido a base de raíces y pequeños animales que he conseguido cazar.

Ha transcurrido mucho tiempo y todavía no he conseguido mi objetivo. El verano pasado rápido y el otoño está llegando a su fin. Las primeras grandes nevadas han hecho aparición y el suelo está totalmente cubierto de nieve. Los días son muy fríos y las noches más aún.
No sé que ha sido de mis compañeros ni con la conquista mundial que quería llevar a cabo el Führer. No he tenido otra cosa en la cabeza que el ciervo desde el día en que lo vi. Sé que pronto daré con él.

¡Hoy lo he vuelto a ver! Sigue siendo un animal fantástico, tanto como la otra vez. Aquellos ojos me volvieron a hipnotizar. Me quedé sin moverme durante varios minutos y cuando por fin lo hice, el ciervo de nuevo escapó con un par de saltos.
Ahora mismo lo estoy viendo. Mientras continuaba escribiendo este pequeño diario, el animal se ha manifestado ante mí. Ahora me está mirando con sus magníficos ojos. Sus orejas se han movido en busca de algún ruido que lo ponga en peligro, me mira de nuevo…

Fragmento de un diario encontrado en manos de un soldado alemán desaparecido el 11 de abril de 1940 en los bosques cercanos a la ciudad Noruega de Narvik.

(Dibujo de Inés García Gómez)



[1] Invasión de Polonia en septiembre de 1939.
[2] Literalmente, guerra relámpago.