Derechos de Autor

Todos los artículos publicados en este blog están protegidos por la ley. Salvo indicación al contrario, todo lo aquí publicado está protegido por licencia Creative Commons, por lo que el material se puede reproducir siempre y cuando se nombre al autor del mismo, no se podra comerciar con él y tampoco se pueden hacer trabajos derivados

viernes, 7 de octubre de 2016

Esteban Cúa

Yo no sé de qué modo podrá ayudarme que yo le cuente mi sueño, pero ya no sé que hacer, estoy desesperado por que alguien interprete lo que aparece en mi cabeza por las noches.
¿Ya está grabando?, pues claro, que tonto soy, si está la lucecita roja encendida, pues empiezo.

Mi nombre es Esteban Cua y tengo diecisiete años. Nací el 19 de abril de 1999, por lo tanto soy Aries.
Yo nunca he creído en cosas de horóscopos ni en los astros ni temas similares, incluso hasta hace unos meses nunca me había presentado como un Aries.
Quedé un día con cuatro amigos para ir al centro a mirar regalos de Navidad para nuestros padres y hermanos. Después iríamos al cine a ver la última película de Star Wars y al salir a merendar algo a la cafetería de la calle Mayor, ya sabe, esa tan famosa que aparece en muchas series y películas.
Los cinco tenemos planeado un viaje a Hungría. Llevamos un par de años hablando de ello, y, este año, por fin nos hemos decidido a hacerlo. Nos costó un poco convencer a nuestros padres, ya que es un viaje largo y costoso. Nunca hemos salido del país y a nuestros padres les da miedo, pero finalmente hemos conseguido que nos den permiso
En la cafetería, Daniela cogió una revista, no era una revista propia para adolescentes como nosotros; más bien era para mujeres maduras que les gusta leer y regodearse con las desdichas de los famosos. Comenzó a pasar hojas y a hacer comentarios sobre algunas de las noticias publicadas; el resto nos reíamos o le decíamos que no nos interesaba aquello. Entonces fue cuando llegó al horóscopo. Se detuvo en aquella página para leer el suyo en silencio, miró alguna cosa más por encima y pasó la hoja. Entonces mi amigo Julián la detuvo e hizo que regresara al horóscopo.
—Léenos también el nuestro —le pidió en tono jocoso—. Llevas un buen rato contándonos cotilleos, pues ahora infórmanos de lo que nos depara el futuro.
—Eso son chorradas —comentó Maxi, que no creía en la astrología.
—Pues yo sí que quiero que me lea el mío —intervino también Miranda.
El único que no se pronunció fui yo. No era algo que me interesara, pero sentía curiosidad por saber qué decían los astros sobre mi futuro. Así fue como Daniela fue leyendo uno por uno nuestros horóscopos, no recuerdo lo que les contó a los demás, pero recuerdo muy bien lo que me dijo a mí: “Vives momentos de bienestar que se verán recompensados con el viaje que siempre has soñado. En el trabajo recibirás una gratificación.”
—Mira, el tuyo acierta en lo del viaje —dijo Julián.
—Si eso fuera así, todos los demás horóscopos dirían lo mismo —intervino Maxi—, al fin y al cabo ese viaje lo haremos todos.
La verdad que sí que vivía momentos de bienestar porque me iba bien en los estudios, con mis amigos me lo pasaba genial y la relación con mi familia era estupenda. Lo único que no coincidía era lo del trabajo, pero al llegar a mi casa aquella noche, mi madre me dijo que a mi padre le habían ascendido en el trabajo. Mi padre también es Aries, igual que yo. No sabía si todo aquello era coincidencia o aquel horóscopo había acertado.
En fin, que cené con mi familia, vimos un rato la televisión y me fui a acostar. Desde aquella noche comencé a tener esa pesadilla. Bueno, realmente no es el mismo sueño todas las noches, pero el final es igual.
Aquella noche soñé con mares y ríos que ardían, y de ellos salían hombres que no tenían piel. Yo iba por un sendero de piedra y a mi alrededor había agua, pero no era un agua normal; era de color morado y, de repente, se convertía en lava, de la que salían pequeñas erupciones que invadían mi camino. Al intentar apartarme para no quemarme, salían de la lava hombres despellejados que avanzaban hacia mí. Yo intentaba huir, pero al intentar correr, lo que sucedía era que no lograba avanzar y aquellos seres me cerraban el paso.
Cuando conseguí moverme del sitio, ya no estaba en un camino, si no en una casa. Entraba por la puerta y allí me esperaba mi madre con mi amiga (la que nos leyó el horóscopo). Estaban comiendo magdalenas (algo raro, porque mi madre no puede comer dulce) y tomando leche. Me ofrecieron una y mi madre me preguntó que por qué venía tan sofocado; me pidió que me sentara y merendara con ellas. Subo a mi cuarto y allí me tumbo en la cama.
Y aquí comienza la parte común de todos los sueños: Aparece una mujer atada a la pared con cadenas. Está totalmente desnuda y tiene la cadena enganchada a un tobillo, el cual se le ha amoratado. Está demasiado pálida, como si estuviera muerta, pero respira y se mueve ligeramente. Me pongo en pie para acercarme a ella y liberarla. En el momento en el que toco su piel la noto fría, y me doy cuenta de que esa chica es Daniela, que me sonríe. Sus dientes están afilados y emite una carcajada aguda que me hiela la sangre. Cuando intento darme la vuelta para buscar algo con lo que cortar las cadenas, me encuentro con que estoy encerrado en una jaula. Por más que golpeo y zarandeo los barrotes, no consigo salir. Al otro lado, hay varias sombras a las que oigo reír. En ese instante me despierto.

Bueno, pues el caso es que como tenemos el viaje programado para cuando se acaben las clases no sé como interpretar esos sueños. ¿Tendrán algo que ver con el viaje? ¿Debemos seguir adelante con él? Aparte de las pesadillas, esas dudas son las que me atormentan.

Otro de los sueños comienza en el instituto, con mis amigos en clase. Nos están explicando el tema de Platón y su retórica. Sin embargo, no es el profesor de filosofía el que nos da la clase, si no la maestra de inglés. Y, aunque, no nos habla en castellano, la entendemos perfectamente. Cuando suena la campana y salimos del aula, en pasillo no es el del instituto. Es un pasillo con paredes acristaladas y está flotando en el aire, comunicando dos edificios a decenas de metros de altura. Resulta atrayente, y a la vez aterrador, caminar por aquel suelo de cristal como si realmente pudiéramos pasear por las nubes. Es una sensación que no se puede describir. Entonces nos montamos en un coche de feria y el suelo se convierte en raíles de montaña rusa. El vehículo se desliza por las vías bajando empinadas cuestas y haciendo giros imposibles. Cuando bajamos de allí nos encontrábamos en una mazmorra subterránea. Caminamos por un largo pasillo iluminado por antorchas cuya llama danza y salta produciendo extrañas sombras. Al final llegamos a una amplia sala llena de ordenadores y pantallas. A mí me recuerda a la Batcueva, ya sabe, la cueva de Batman. Allí hay unos cilindros llenos de un líquido verde y, aparentemente, viscoso en el que flotan cuerpos humanos, conectados a unos respiradores.
Nosotros los miramos como si fueran animales en un zoo, reímos y señalamos las cámaras cilíndricas. Todos son diferentes. Algunos son hombres, otros mujeres; blancos, negros, asiáticos; grandes, pequeños, delgados, obesos, musculosos.
Maxi se para frente a una de aquellas cápsulas y comienza a tocar el cristal y a pulsar botones. Nosotros le decimos que no toque nada, pero él nos ignora y continúa a la suyo. La profesora de inglés se acerca a él, y, lejos de impedirle que siga a lo suyo y estropee aquellos aparatos, le ayuda a intentar abrir la cápsula. Daniela y yo comentamos que aquello es un error, pero por más que le gritamos a Maxi y a la profesora que no toquen, ellos nos ignoran. Miranda y Julián se han acercado cada uno a un cilindro y comienzan también a tocar el cristal y los botones. Yo me acerco a Miranda e intento apartarla de aquel objeto; quiero agarrarle las manos, sin embargo, se mueve tan rápido que cuando voy a sujetarle una muñeca, esta se me escurre entre los dedos y continúa tocando los botones.
A nuestras espaldas oímos un ruido de descompresión al abrirse uno de aquellos cristales. El líquido se desparrama por el suelo y el cuerpo que flotaba en el interior cae al piso.
—Lo hemos liberado —dice Maxi. Él y la profesora lo están limpiando de los restos de líquido que había por el cuerpo. Cuando se levanta, sorprendentemente, va vestido.
La siguiente imagen es del resto de los cuerpos saliendo de sus crisálidas artificiales. Nosotros echamos a correr por aquellos subterráneos perseguidos por los seres de las cápsulas. Cuando les digo a mis amigos que corran para que no nos den alcance, me doy cuenta de que mis amigos ya han sido hechos prisioneros. Me meto por un pasillo que resulta desembocar en una habitación. En este punto es en el que los sueños confluyen en su parte común: la mujer, que resulta ser mi amiga Daniela, atada a la pared, con los dientes afilados y yo encerrado en una jaula.

Esos dos son los sueños que mejor recuerdo, del resto solo recuerdo detalles sueltos, salvo el final, que siempre coincide.

Bueno, veo que ha estado tomando notas, ¿tiene algún resultado? ¿Qué es lo que me pasa? ¿Debo hacer ese viaje? Bueno, imagino que aún será pronto. Esperaré su llamada, ya le dejé mis datos a la chica de la entrada. Adiós, y muchas gracias.

Con las manos en la masa

Siempre que vuelve a casa me pilla en la cocina, embadurnada de harina, con las manos en la masa. Pero hoy va a ser diferente. Es una noche especial, ya que celebramos nuestro décimo aniversario y la cena estará lista cuando él llegara.
Como entrante, le he preparado unos riñones al jerez. Para prepararlos, lo que hice fue, en primer lugar, limpiarlos bien por fuera, abrirlos y limpiarlos por dentro. Después los dejé reposar con agua y vinagre en un bol durante un cuarto de hora.
Entretanto, corté la cebolla en cuadraditos pequeños y la sofreí en una sartén con ajo picado y aceite de oliva. Ese olorcillo del sofrito me abrió el apetito, así que, para calmarlo, me comí un trozo de queso y me bebí una copa de vino. Cuando pasaron los quince minutos, eché los riñones escurridos a la sartén, le agregué mostaza y un generoso chorro de vino de jerez y lo dejé cocer todo durante ocho minutos. Lo mantuve con el fuego al mínimo para que siguieran calientes hasta la llegada de mi marido.
Aquella mañana había preparado el plato principal: carne guisada. Como era un plato que llevaba más tiempo, lo preparé antes, y así solo tener que calentarlo un poco mientras disfrutábamos los riñoncitos.
Me costó un poco, porque era la primera vez que la preparaba. Puse los pimientos choriceros en remojo durante dos horas y después los limpié por dentro. Salpimenté y enhariné la carne antes de poner a rehogar en aceite tres dientes de ajo y las hojas de laurel. Añadí la carne y le eché la cebolla, que previamente había cortado en tiras. Tras un par de minutos, le añadí un vaso de vino. En lo que se evaporaba el alcohol, le eché el pimentón al guiso. Le puse los pimientos y cubrí todo de agua para dejarlo cocer durante dos horas. Corté la zanahoria en gruesas rodajas y se la añadí. Rectifiqué un poco la sal, y lo dejé reposar hasta hace un rato que lo puse a calentar a fuego lento.
Para el postre tenía una tarta helada. Pero antes habrá un tercer plato, el cual no podré preparar hasta el último momento, porque si se queda frío, no sabrá igual. Mi marido se chupará los dedos o eso espero. Además, cumpliré el deseo que siempre me repite una y otra vez y nunca lo hago, pero hoy es un día especial.

Oigo las llaves entrar en la cerradura y girarla. Mi marido ha llegado. Salgo inmediatamente de la cocina para recibirlo con un beso.
—Hola, cariño. ¡Feliz aniversario! —le digo con entusiasmo.
—¿Es nuestro aniversario? ¿Cuántos años llevo aguantándote? —me espetó.
—Diez.
—¿Y en diez putos años aún no has descubierto que lo que quiero al llegar a casa es una cerveza, y no que vengas como un perro faldero a chuperretearme? Tráeme una cerveza, que voy a ver las noticias. ¿Está lista la cena?
—Sí, amor —le respondo. Obediente, saco una cerveza del frigorífico y se la llevo al salón. Allí está sentado, con los pies descalzos sobre un pequeño escabel que tenemos. Le entrego la cerveza, recojo sus zapatos y le traigo las zapatillas de estar en casa. Después le entrego un paquete—. Te he comprado un regalo.
Él lo coge y lo abre. Mira el llavero de plata. Lo mueve entre los dedos, lee la inscripción que mandé grabar.
—Muy bonito. Ahora podrías traerme otra cerveza.
—Pero aún tienes esa por la mitad y la cena está lista, se va a enfriar.
—¡Cómeme la polla y tráeme la puta cerveza! —me dice a la vez que me lanza el llavero, el cual me impacta en la espalda por girarme como acto reflejo para protegerme. Mañana seguro que tendré un buen moratón .
Ya estoy acostumbrada a esos arranques de furia después de diez años que hace que nos conocemos. Al principio todo era maravilloso y nada hacía pensar que mi marido fuera un hombre violento. Al año de relación nos casamos y nos fuimos a vivir juntos en un pequeño apartamento de las afueras. Al principio todo era ilusión y planes de futuro, pero estos se truncaron cuando no podía quedarme embarazada. Entonces fue cuando él empezó a beber con asiduidad y a culparme de que no pudiéramos tener una familia.
Me hice pruebas y visité a varios médicos, y todos me dijeron que estaba bien, que no tenía ningún tipo de problema de fertilidad. Que estaría bien que mi marido se realizase pruebas para ver si era él quién tenía el problema o simplemente era cuestión de tiempo. También me hablaron de la posibilidad de utilizar técnicas de reproducción asistida.
Con una nueva ilusión, llegue a casa y le conté a mi marido lo que me habían dicho los médicos; que él debería hacerse también pruebas y que en el caso de que fuera él el que tuviera el problema de fertilidad, podríamos recurrir a técnicas de laboratorio.
Entonces sucedió. Con la velocidad de un rayo, me lanzó una bofetada que me rompió el labio y me hizo caer al suelo.
—¡No vuelvas a insinuar que soy yo quién tiene problemas para tener hijos! —me dijo antes de escupirme—. Yo soy muy macho y puedo tener hijos. La culpa es tuya, así que asume tus responsabilidades.
Esa fue la primera y última vez que le hablé del tema. Ese día asumí que jamás iba a ser madre.
Él trabajaba de mecánico en un taller ocho horas al día. Aunque tenía tiempo para venir a casa a comer, hace mucho que decidió quedarse a comer en algún bar del polígono en el que está el taller. Y, aunque nunca lo he dicho en voz alta, lo agradezco. Es una liberación para mí. Después del trabajo, siempre va a tomarse algunas cervezas con sus compañeros antes de venir a casa. Al llegar, le gustaba que la cena estuviera lista, aunque antes siempre se sentaba en el sillón a beber una cerveza, o dos.
Yo trabajaba en una tienda de moda durante dos años después de casarnos; sin embargo, lo dejé por petición de mi marido. Cuando todavía iba a casa a la hora de la comida, quería que esta estuviera lista cuando él llegara. A mí aquello me costaba trabajo, ya que salía a la misma hora que él y apenas me daba tiempo a tenerlo todo preparado a su llegada. Todos los días había algún reproche: la comida estaba muy caliente, salada, sosa, fría, no sabía igual que la que hacía su madre… Tuve que faltar numerosas tardes al trabajo por tener que recoger sus destrozos para que cuando volviera a la noche la casa estuviera en perfectas condiciones.
Una y otra vez me decía que tenía que dejar de trabajar para ocuparme de la casa como una buena esposa. Y así lo hice. Pedí mi baja voluntaria del trabajo y me dediqué a las labores del hogar. A pesar de ello, las cosas nunca estaban a su gusto. Si la comida estaba a tiempo, me gritaba porque había polvo en el mueble, si no era por el polvo era porque no tenía una camisa planchada o por una fotografía mal colocada.
Primero hubo gritos, después empujones, golpes y lanzamiento de objetos. He soportado todo eso durante años; en silencio, por la vergüenza y por el rechazo social. También por miedo a las represalias que pudiera tomar contra mí. Realmente, ese ha sido el principal motivo de mi silencio.

Le llevo una nueva cerveza y se la dejo en la mesa. Sé que cuando acabe la primera (y eso será en pocos segundos) se levantará y se sentará a cenar, y quiere tomarse allí la otra cerveza. Vuelvo a la cocina y cojo dos platos, dos vasos y dos juegos de cubiertos. Las servilletas ya están en su sitio. Me siento paciente a esperar que él haga lo mismo.
Por fin se sienta y le sirvo el entrante de la cazuela de barro en la que he mantenido los riñones calientes. Coge un trozo de pan y comienza a comer con avidez, como si hiciera semanas que no hubiese comido. Coge la barra de pan y se parte un generoso trozo para mojar en la salsa. En cuanto acaba, le sirvo la carne guisada, de la que también empieza a dar cuenta. Me quedo a su lado para verle comer.
—Esto está buenísimo —me dice. Es el primer halago que recibo desde… Hace tanto tiempo que ni lo recuerdo—. ¿Dónde has comprado la comida? Porque esto no tiene nada que ver con la mierda que venden en la carnicería esa en la que compras.
—Te hice caso. No recuerdas que el otro día te pregunté que qué carne quería para cenar hoy, y tu respuesta fue «de mi puta madre». Pues eso es lo que te estás comiendo: a tu puta madre. La maté y la he guisado para ti.
Sin darle tiempo a reaccionar, le inyecto un sedante que llevo escondido en mi bolsillo.
Han pasado tres horas desde que lo dormí y empieza a recuperar la consciencia. A pesar de ello, la anestesia que le he suministrado después impide que sienta dolor. Le tengo atado a la silla de pies y manos. También le tengo la boca tapada con cinta de embalar, la cual le retiro para que deguste el último plato. Aunque al principio se resiste, finalmente, consigo que me meta en la boca el pedazo de carne que le he cortado y tengo pinchado en el tenedor. Lo mastica y lo mastica con lentitud. Yo también hago lo mismo, me meto un trozo de carne y lo mastico. Después repito hasta acabarme mi ración. Él sigue con el primer trozo en la boca. Supongo que los sedantes le impiden comer con normalidad.
—Y por fin he cumplido tu sueño —le dijo. Él me mira con cara de incertidumbre—. Te acabo de comer la polla.

Mira hacia la entrepierna y se encuentra con que está desnudo de cintura para abajo, con el miembro amputado y desangrándose por la herida que hay donde antes tenía su inútil pene.