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miércoles, 17 de enero de 2018

Frena

20 de Octubre de 1993
Era una fría y oscura noche de otoño. La luna comenzaba la fase creciente, pero se encontraba oculta por densas nubes que cubrían todo el cielo.
La familia Rose viajaba en su viejo Pinto azul de 1976 por la Interestatal 8. William discutía con su esposa Alice a la vez que conducía. Su hijo Derrick, de ocho años, viajaba en los asientos traseros jugando con la nueva GameBoy que le acababan de regalar sus abuelos. Regresaban de visitar a los padres de Alice en la capital del estado.
Los Rose vivían desde hacía diez años en las afueras de la segunda ciudad más grande del estado, en un chalet de una zona residencial. Setenta kilómetros los separaban de los abuelos del niño, a los que iban a visitar una vez al mes.
—No sé a santo de qué le han tenido que comprar el videojuego al niño —protestaba William a la vez que hacía aspavientos con ambas manos.
—Porque fue su cumpleaños y no le habían regalado nada —explicaba la mujer—. Y coge el volante con las dos manos que vamos a tener un disgusto.
Nuevamente puso ambas manos sobre el volante, agarrándolo tan fuerte que los nudillos perdieron su color y se tornaron blancos. La emisora de radio emitía una triste canción country.
—Pero ya tiene una consola en casa. Esto es lo que le faltaba para no hacer los deberes: tener una que no haya que enchufar a la televisión. Además, estoy harto de que tus padres le compren regalos que nosotros no nos podemos permitir, solo para demostrar que si no te hubieras casado conmigo vivirías mejor. Que mi sueldo apenas da para llegar a fin de mes y que ellos nadan en la abundancia.
Un coche se venía frente a ellos haciéndoles ráfagas con las luces. El Pinto azul se había desviado de la trayectoria y había invadido el carril contrario. William asió el volante y rectificó la trayectoria del vehículo para continuar recto.
—Agarra el volante de una vez, que vas a matarnos —le escupió su mujer.
La discusión continuaba en los asientos delanteros mientras en la parte de atrás, Derrick seguía jugando con el nuevo videojuego. Llevaba puestos los auriculares y el volumen a tope, pero aún así, los gritos de sus padres discutiendo se imponían por encima. Siempre discutían y a Derrick no le gustaba. Sabía que aquel camino solo llevaba a un lugar: al divorcio.
Apenas recordaba la última vez que sus padres habían hecho algo divertido juntos. La última imagen de ambos riendo era de cuando habían viajado a Disneylandia por su séptimo cumpleaños. Después de montar en muchas atracciones, habían comido en el restaurante de Mickey y sus amigos y allí se habían hecho muchas fotos con los personajes de Disney mientras comían. Él les había hecho una a sus padres acompañados de Mickey. Los dos estaban sonriendo, felices y dándose un beso ante la atenta mirada del ratón gigante.

—¡Deja de dar manotazos en el salpicadero y agarra el volante! —ordenaba Alice a su marido—. Y vete más despacio que nos vas a matar.
—¡No os voy a matar porque no voy rápido! —se defendió William.
El Pinto se acercaba a un cruce de carreteras a más velocidad de la indicada. William no era consciente de ello debido al enfado que tenía con sus suegros y con su mujer por defenderlos. El locutor de radio anunciaba que eran las nueve en punto.
—¡WILLIAM, FRENA! —gritó la mujer presa del pánico.
—¡FRENA, PAPÁ! —gritó también el hijo desde el asiento trasero.
Los gritos de ambos silenciaron los comentarios del locutor.

31 de Diciembre de 1993
William se despertó tumbado en una cama de hospital, conectado a una serie de tubos de goteo que no podía identificar. También estaba conectado a un respirador y a un monitor que marcaba los latidos del corazón y los dibujaba en una línea que subía y bajaba a cada pulso.
—Tranquilícese, señor Rose —le dijo una voz femenina a sus espaldas.
Intentó hablar pero el respirador automático le impedía articular palabra. ¿Qué había pasado? Lo último que recordaba era que volvía con su mujer y con su hijo de casa de sus suegros. Discutía con Alice a cuenta de una consola que los padres de esta le habían regalado al chico.
Entonces, algo pasó: invadió el carril contrario y chocó frontalmente contra otro coche. No, no fue aquello lo que ocurrió. Él había esquivado aquel coche y había continuado discutiendo con Alice. Ella le había gritado algo y su hijo, desde los asientos de atrás, le había gritado lo mismo. Solo una palabra que en aquel momento escuchó en el interior de sus oídos como un estallido.
¡FRENA!
Escuchar aquella palabra le sobresaltó e hizo que el pulso se le acelerara.
—Tranquilícese, señor Rose —le repitió la voz—. Se encuentra usted en el hospital. Le voy a inyectar un tranquilizante y a media mañana vendrá el doctor y le explicará todo. —La mujer acopló una jeringa cargada de sedante a la vía que el paciente tenía en el brazo derecho. Los ojos de William se fueron cerrando poco a poco y los escasos pensamientos coherentes que tenía se fueron difuminando como una cortina de humo, hasta que cayó en un profundo y relajante sueño.

Pasadas varias horas, el doctor, un hombre con barba canosa y unas gafas metálicas que apenas le cubrían los ojos, despertó a William.
—Señor Rose, despierte, señor Rose. No intente hablar. Le hemos quitado el respirador, pero no podrá hablar en unos días; tiene la garganta irritada debido al tubo y le dolería mucho. Escúcheme atentamente. Sufrió un terrible accidente y una ambulancia lo trajo en estado crítico. Chocó contra un camión que maniobraba para incorporarse a la carretera por la que usted circulaba. Usted no pudo frenar a tiempo y se produjo la colisión.
»Desde entonces usted ha permanecido en la UCI de este hospital. Sé que tiene muchas preguntas en la cabeza, pero ahora tiene que descansar. Poco a poco iré contestando a todas y cada una de ellas.
William intentó moverse y decir algo pero le fue imposible. Sus músculos estaban entumecidos y la garganta dolorida debido al respirador artificial. Quería preguntar por su mujer y por su hijo. También quería preguntar por el tiempo que había pasado ingresado. Pero lo que más le interesaba era saber cómo se encontraba su familia.
—No, señor Rose. Descanse. Cada cosa a su debido tiempo. Sé que está deseoso de respuestas; yo también lo estaría, pero necesita estar en perfecto estado para poder asimilarlas. Le dejaré algunos días para que la garganta y el cuerpo se recuperen. Hasta entonces, no le de vueltas a la cabeza y, sobre todo, descanse. Ahora será trasladado a una habitación de planta.

Algunos días después, el doctor apareció de nuevo frente a su cama. Para aquel entonces, William había recuperado casi con totalidad el habla y la movilidad del cuerpo. Ayudado por una enfermera, había conseguido ponerse en pie y caminar hasta el baño y regresar.
—Buenos días, señor Rose. ¿Cómo se encuentra? Ya veo que puede caminar.
—Consigo llegar hasta el baño y regresar, pero con ayuda. Doctor, ¿dónde están mi mujer y mi hijo?, ¿por qué no han venido a verme?
—Siéntese. Esto que le voy a contar es muy difícil. Tanto de explicar, como de entender. Como ya le dije, usted tuvo un accidente.
—Sí, eso ya lo sé. Choqué contra un camión que maniobraba según me han dicho las enfermeras. Pero de mi mujer y mi hijo no he recibido noticias. Seguramente hayan muerto en el accidente, pero nadie me lo ha confirmado ni desmentido.
—Señor Rose, siento comunicárselo, pero, efectivamente, su esposa falleció en el accidente. Sin embargo, de su hijo nada se sabe. El cuerpo no ha aparecido.
»Es bastante probable que se golpeara en la cabeza y que quedara desorientado, se bajara del coche y se perdiera por la zona. La policía y los demás servicios de emergencia lo han buscado sin ningún resultado.
—¿Me está diciendo que mi hijo sigue vivo?
—Es posible, aunque no es muy probable. El choque contra el camión fue muy violento, y la peor parte se la llevó el lado en el que iban su esposa y su hijo. Y, aunque Derrick hubiera resistido al impacto, las heridas y el hecho de que la ciudad más cercana se encuentre a más de quince kilómetros del lugar del accidente, hacen poco viable que haya sobrevivido.

29 de Enero de 1994
William había vuelto al que una vez había sido su hogar. Aquel hogar en el que había sido feliz con su esposa y su hijo. Aquel hogar que nunca volvería a ser el mismo. Desde el mismo momento que en el que había traspasado el umbral de la puerta, la tristeza había entrado junto a él. El lugar se encontraba vacío y por mucho que abriera puertas y ventanas la luz no entraba allí. La casa se había tornado lóbrega y la pena habitaba en cada esquina y en cada habitación.
A cada paso que daba, la imagen de su mujer y de su hijo se aparecía ante sus ojos. En algunas ocasiones riendo, en otras llorando y, en la mayoría de las ocasiones, observándole, con la mirada perdida y sin expresión alguna.
Durante días paseó por la casa sin ningún rumbo fijo. Visitó todas y cada una de las habitaciones, y en todas y cada una de ellas lloró. El único rincón de toda la casa en el que no fue capaz de entrar en los primeros meses, fue en el garaje. Sabía que allí no iba a encontrar el coche, ya que la grúa lo había llevado al desguace. Había quedado totalmente inservible.
Retomar la rutina de su vida no había sido una tarea fácil. Sus suegros no le perdonaban que Alice y Derrick hubieran muerto por su culpa y no solo no le hablaban, si no que le habían puesto una demanda y tenía que acudir a un juicio para demostrar que el accidente había sido tal, y no lo había hecho intencionadamente para quedarse con la fortuna de su hija.
Recuperar su vida laboral tampoco fue sencillo. Su puesto de trabajo había sido ocupado por otra persona, ya que él se encontraba hospitalizado. Aquello era algo muy común. Cuando un empleado se quedaba de baja, el puesto era cubierto hasta que regresara. Aunque en algunas ocasiones la persona sustituta era mejor que la sustituida y esta última perdía el empleo. En otras ocasiones ambos eran igual de válidos y los dos se quedaban en la empresa. Y en las menos ocasiones, el puesto no necesitaba ser cubierto y el trabajo se repartía entre el resto de compañeros.
William había sido administrativo de la hacienda pública desde que finalizó sus estudios en la universidad. Tenía su puesto adjudicado, pero con el accidente lo habían sustituido y, aunque no perdió la condición de trabajador, sí que perdió el puesto, que fue ocupado por un becario. A él le encomendaron tareas más de archivo y almacenaje que de administración. Así estuvo durante mucho tiempo, hasta que algunos años después, se jubiló la que había sido su compañera de despacho. Entonces ocupó su lugar.

20 de Octubre de 2013
Han pasado veinte años desde que los Rose tuvieran el terrible accidente que cambió la vida de William.
Desde aquel maldito día no había vuelto a ser el mismo. Aunque intentaba aparentar cordura cuando estaba con gente, cuando se encontraba solo lloraba, gritaba y vagaba por las habitaciones de la casa. Falto de hambre y perdido de sueño deambulaba cada noche por el interior de su casa y también por el jardín de la misma. Se iba y se venía desde la cocina hasta el salón, desde el baño hasta las habitaciones, desde el desván hasta el jardín y por este llegaba hasta la entrada del garaje; pero nunca, nunca era capaz de abrir la puerta y entrar en él. Tal era el pánico que le daba aquel rincón, que había mandado condenar la puerta abatible y tapiar la pequeña puerta de comunicación con la casa.
Una vez a la semana se trasladaba hasta el cementerio a rezar frente a la tumba de Alice y de Derrick. Aunque el cuerpo no había sido encontrado, pasados los años declararon al muchacho como fallecido porque su desaparición había ocurrido en circunstancias violentas. Una nueva lápida se colocó junto a la de su esposa y él le rezaba como si el cuerpo del chico estuviera bajo ella.
Desde aquel maldito día, William no había vuelto a conducir un coche y tardó casi dos años en montar en uno. A todos los sitios se desplazaba a pie, en bicicleta o en autobús.
El día en el que se cumplían veinte años del fallecimiento de su mujer y de su hijo, William acudió al trabajo como de costumbre; sin ser consciente del día en el que se hallaba. Cumplió con sus ocho horas de labor, con las correspondientes al descanso para comer y desayunar. De regreso a casa, paró en un autoservicio para comprar algo de fruta y leche. También compró un bote de judías con carne.
Entró en la casa cuando el sol ya se había ocultado. Encendió la luz de la cocina y dejó sobre la encimera la comida que había comprado. Abrió la nevera y sacó una lata de cerveza. Se acercó al salón y encendió la televisión antes de sentarse en el sofá.
Cuando se encontraba sentado, reparó en que la puerta que daba al garaje estaba en el lugar que había estado siempre. ¿Acaso se estaba volviendo loco? Hacía casi veinte años que la había mandado tapiar. Desde que había tenido el accidente en el que habían muerto su mujer y su hijo. Debía de estar soñando.
Sin saber muy bien por qué, salió al jardín y caminó por el pequeño sendero que conducía hasta la entrada principal del garaje. Agarró la manija de la puerta y esta cedió con facilidad permitiéndole el paso a aquel recinto que no había pisado desde hacía dos décadas.
Misteriosamente, en el interior se hallaba el Pinto azul de 1976 que tantas veces había conducido hasta aquella fatídica noche. La pintura brillaba como nueva y los cristales estaban tan limpios que podía verse reflejado en ellos como si fueran espejos.
Inconscientemente, se sentó tras el volante y giró la llave que se encontraba en el contacto. El motor enseguida rugió y el tubo de escape escupió una bocanada de humo negro. Sin que nadie la abriera, la puerta se alzó sobre los goznes superiores y dejó paso al Pinto. Entonces notó una presencia, como si no se encontrara solo en el vehículo. Pero allí nadie más había.
William pisó el acelerador y el coche cogió velocidad hasta llegar a los sesenta kilómetros por hora. Salió de la ciudad y se incorporó a la Interestatal 8. En dirección a casa de sus fallecidos suegros. La sensación de que no iba solo cada vez era más grande.
Papá, frena.
Le susurró una voz infantil que venía de más allá de los asientos traseros. Giró la cabeza pero no encontró a nadie.
Papá, frena.
Nuevamente aquel susurro. Habría jurado que se trataba de la voz de su hijo, pero aquello era imposible
Papá, frena.
La tercera vez lo había asustado. No se había dado cuenta pero se estaba acercando a la intersección en la que había tenido el accidente veinte años atrás. La radio del viejo coche se encendió sola en el momento en el que sonaba una triste y vieja canción country. Hacía veinte años que no la escuchaba. La luna, en fase creciente se encontraba oculta tras las nubes que poblaban el cielo aquella fría noche de otoño.
La canción se había acabado y el cruce de carreteras se encontraba más cerca.
Papá, frena.
Otra vez aquella voz fantasmal. El locutor de radio anunció que eran las nueve en punto.
¡¡PAPÁ, FRENA!!
Pisó el freno con todas sus fuerzas y el Pinto se detuvo con un chirriar de neumáticos. Un instante después, del camino que se cruzaba a la derecha, salía un enorme tráiler a toda velocidad, para posteriormente perderse por el camino que estaba a la izquierda.
Gracias, papá. Ahora puedo descansar en paz.
Giró inmediatamente la cabeza con la esperanza de ver a su hijo en el asiento trasero, pero allí no había nadie. Lo que sí vio fue como se abrió la puerta trasera y unos segundos después se volvía a cerrar. El propio William abrió la puerta y se bajó del coche. Caminó unos pasos hacia el lateral de la carretera y miró más allá, hacia la arboleda. Después se sentó en el borde del asfalto.
A la mañana siguiente, un operario de mantenimiento de la Interestatal 8 encontró el cuerpo de William abrazado al cadáver de un niño de ocho años. Los investigadores dictaminaron que aquel niño era Derrick Rose, desaparecido en 1993 tras el accidente que le costó la vida a su madre en aquel mismo punto. Nadie se podía explicar cómo el cuerpo del muchacho había estado veinte años sin encontrarse y el estado de descomposición era el mismo que el del padre, que había fallecido de un fallo cardíaco la noche anterior a las nueve de la noche en aquella carretera. No sabían cómo había llegado hasta allí porque no había ningún vehículo en las inmediaciones y el transporte público no llegaba hasta aquel lugar.




martes, 16 de enero de 2018

La traición de Peter Pan

—¡¿Pero qué hacéis aquí?! —preguntó Peter asombrado cuando vio entrar por la puerta a su novia Wendy y a todo su grupo de amigos; los que en otrora se llamaron los Niños Perdidos.
—Hemos venido a visitarte —canturreó la muchacha—. Y a alegrarte la noche. —Entonces sacó una botella de whisky de su mochila y le dio un largo trago, después se la pasó a Peter.
—¡No! Vais a hacer que me echen. Es mi primer trabajo desde que vivo aquí. Sabes que necesito el dinero. Todos necesitamos el dinero.
—No te preocupes —le tranquilizó ella—. Te recuerdo que fue mi padre quien te consiguió el trabajo y que no te van a despedir.
La reducida estancia del vigilante de seguridad se había quedado pequeña para tantos jóvenes. Entonces el teléfono sonó y Peter descolgó el auricular. El que llamaba tenía un marcado acento español. Algo muy frecuente en el Londres del siglo XXI.
—¿Peter? Soy Santiago. El guardia del turno de día. Verás, te llamaba para darte un par de indicaciones que seguro que no te han dicho al contratarte. Verás, por la noche, los animales robóticos del restaurante están programados para moverse solos por la sala, para que sus servomotores no se vean resentidos por la inactividad. También actúan como detectores volumétricos de movimiento, haciendo sonar la alarma en caso de que algún intruso entre en el salón.
—Muy bien, muchas gracias por la información —respondió Peter pensando que se trataba de una broma para los novatos del turno de noche.
—A la mañana te haré el relevo. —Después colgó el teléfono, miró hacia la oscuridad donde algunas personas más se ocultaban con él y dijo: —O le haré el relevo a tu cadáver. —Y todos los antiguos Piratas de Nunca Jamás rieron con él.

Peter Pan, el que había sido el líder de los Niños Perdidos de Nunca Jamás, era ahora el vigilante nocturno de la pizzería Freddy Fazber's Pizza del nuevo parque de atracciones Neverland de Londres. Abandonaron el país de Nunca Jamás después de la derrota de Garfio. Se fueron a vivir a la ciudad, con Wendy, Michael y John y volvieron a crecer. Estudiaron en el colegio y algunos, como Peter y Wendy, estaban cerca de acabar los estudios universitarios. Diez años habían pasado y apenas recordaban nada de su vida anterior.
El señor Darling les había conseguido trabajo para los que lo habían necesitado: Wendy cuidaba niños los fines de semana, John ayudaba a su padre con algunos papeles del banco y Michael paseaba los perros y cortaba el césped de los vecinos. A Peter le había conseguido aquel trabajo de vigilante nocturno por mediación de un amigo, y el chico no quería defraudarle. Lo que no sabía ninguno de los dos era que alguien le había recomendado para ese puesto: el vigilante diurno.

En ese momento, el joven miró el cartel con el nombre del vigilante: "Santiago Colgadero". Pensó que era un nombre extraño.
—¡Vamos a divertirnos! —gritó John cerca de él. Llevaba un cigarrillo de marihuana en una mano y un vaso con cerveza en la otra.
—Me vais a buscar la ruina. Tenéis que iros ahora mismo.
—Vamos, no seas aguafiestas —intervino Wendy dándole un profundo beso. El resto abandonaron el despacho y se fueron hasta el restaurante. Allí estaban las mesas para las comidas de los visitantes de Neverland, la zona de pedidos y la atracción del local: los animatrónicos de la banda Fazbear´s Band; Freddy, Chica y Bonnie.
Al poco, el chico separó los labios de los de su novia y comenzó su ronda, argumentando que por las cámaras no veía bien todo. Empezó por los pasillos con la intención de avanzar hacia el restaurante. Sin embargo, el corazón le dio un vuelco antes de llegar allí. El brillo de un garfio activó un instinto de supervivencia que había desarrollado en otro tiempo, ahora olvidado, y le hizo ponerse en guardia. Enseguida notó que se trataba de un robot de la decoración de la franquicia, si no recordaba mal, se llamaba Foxy el Pirata. No sabía por qué, pero le había recordado a un antiguo enemigo. Cuando el muchacho continuó con su ruta, unos ojos dentro del personaje robótico se movieron siguiéndole en su marcha.
Al llegar al salón principal, se encontró con todos sus amigos bebiendo y fumando. Habían sacado un reproductor de música portátil con sus parlantes y escuchaban las canciones de moda. Uno de los gemelos estaba junto a los animales robóticos mirando sus instrumentos. En un momento dado, se le ocurrió que sería una buena idea ponerle el canuto que fumaba en los labios como si el autómata estuviese fumando. Aquello hizo surgir las risas de sus compañeros.
—¡Quita eso de ahí! —ordenó Peter y el gemelo, siguiendo una poderosa jerarquía establecida antaño, obedeció de inmediato.
—¡Aaahhh! —El grito de Wendy se escuchó en todo el restaurante. Los que habían sido los Niños Perdidos se quedaron petrificados. Pero Peter, sin perder un instante, corrió hacia la sala de monitores con la porra de vigilante en la mano.
Cuando llegó a la sala, allí estaba la chica, asustada mirando a una de las pantallas.
—El muñeco que estaba allí, se ha movido. ¡Ya no está!
—Tranquila —le dijo Peter—. ¿No has oído al vigilante diurno? Los robots tienen que moverse porque si no se le estropearían los motores. O eso, o es una broma para los novatos. De todos modos iré a mirar.
—No me dejes sola, por favor.
Ambos chicos salieron del control y se dirigieron hacia el pasillo en el que momentos antes había estado la figura de Foxy el Pirata. Tal y como había dicho la joven, el muñeco ya no se encontraba allí.
—Tenemos que ver dónde se encuentra y avisar a los demás que los otros muñecos, los del salón principal, pueden empezar a moverse de un momento a otro, que tienen que dejarlos para que no se estropeen. Lo mejor será que os marchéis, Wendy —le rogó a la chica.
En el restaurante comenzaron a escucharse risas, que pronto se convirtieron en gritos y ruidos de golpes. Peter y Wendy acudieron de inmediato. Allí se encontraron una escena que le fue familiar, pero que habían olvidado al crecer. Era una pelea como las miles que habían tenido contra los Piratas de Nunca Jamás; pero aquello había quedado muy atrás tras la derrota de Garfio.
Los robots habían comenzado a moverse y se encaminaron hacia los muchachos que estaban bebiendo y fumando. Armados con sus instrumentos habían empezado a golpearlos, y los Niños Perdidos habían respondido a aquel ataque defendiéndose con sillas y arrojando botellas y vasos contra los animatrónicos.
—Por fin decides unirte a la fiesta —dijo el muñeco de Golden Freddy con una voz que a todos les resultó conocida, especialmente a Peter. Entonces con el garfio (en la mano buena blandía una espada pirata) enganchó la cabeza del muñeco y la arrancó, dejando al descubierto el rostro de James Garfio—. Encargaos del resto, Pan es mío —les dijo a los otros animales robotizados.
—¡Garfio! Ahora te recuerdo —bramó Peter—. Te derroté una vez, y volveré a hacerlo de nuevo, bacalao. —Entonces blandió su porra de vigilante a modo de espada y comenzó una batalla contra el malvado capitán pirata.
Entre tanto, los Niños Perdidos peleaban contra los muñecos biónicos, sin mucha suerte. Uno de los gemelos yacía en el suelo con el cuello roto y Curly y Tooties habían muerto aplastados. Tres de los cuatro animales robóticos trataban de introducir el cuerpo de Nibs en el disfraz de Freddy el Oso mientras aguantaban los golpes de los otros muchachos. Chica la Gallina soltó a su presa y se encaminó con paso lento hacia John, que se encontraba sentado en el suelo, abrazando sus rodillas mientras lloraba. Lo que estaba presenciando le parecía tan irreal que no daba crédito a lo que veía. Wendy estaba en un estado similar, pero no lloraba. Aún no.
—Esto es lo que he deseado toda mi vida, Pan —comentaba Garfio a la vez que daba estocadas y paraba con su espada los ataques de Peter con la porra—. ¿Acaso crees que obtuviste tu nuevo trabajo por tu cara bonita? ¿Quién te crees que te recomendó? ¿Quién pidió al dueño de Freddy Fazber Pizza que llamara al padre de tu novia? Yo. Yo lo hice todo. —Entonces cambió el acento al español—. Yo mismo te llamé hace un rato para decirte que los muñecos se movían solos. Yo, Santiago Colgadero[1]. James Garfio. Mis hombres y yo, disfrazados de los muñecos del restaurante, por fin os hemos dado caza.
La risa profunda de Garfio resonó en toda la sala enmudeciendo momentáneamente el ruido metálico de los animales robóticos.
Sin embargo, el plan de Garfio tenía una pequeña fisura. Y era que no contaba con que alguien había dotado de vida a las mascotas de la pizzería con una poderosa y diabólica magia. Cuando los Piratas se introdujeron dentro de los pelajes de las figuras, fueron asfixiados por los propios muñecos, quedando atrapados para siempre en su interior.
Cuando hubieron acabado con los Niños Perdidos (el último fue John, desmembrado por Chica la Gallina y Bonnie el Conejo), se dirigieron hacia Wendy encabezados por Foxy el Pirata. La joven gritó de nuevo y comenzó a llorar. Peter giró la cabeza hacia ella, perdiendo de vista la espada de Garfio, que atravesó el hombro del muchacho.
El joven dio un par de pasos hacia atrás desequilibrado. Quería salvar la vida de Wendy, pero antes tenía que salvar la suya propia. La chica se encontraba tan asustada que no había sido capaz de mover un dedo desde que entró en el salón y se encontró con la dantesca escena.
James dio otro mandoble que alcanzó al chico en su brazo derecho. Sabía que no sería capaz de derrotar a su rival con aquella simple porra de plástico recubierta de cuero. Necesitaba algo más. Un nuevo ataque de Garfio, sin consecuencias para Peter, le hizo volver a la realidad. Lanzó una patada hacia su enemigo que impactó en el costado del capitán pirata. Entonces Peter corrió hacia donde estaba Wendy, que estaba siendo zarandeada por los personajes de la Fazbear's Band. Se lanzó contra Foxy derribándole y haciendo que soltara a la muchacha. Después tiró del brazo de su novia y la arrancó de las manos de sus captores.
—¡Haced lo que queráis con la chica, pero Pan es mío! —bramó Garfio a escasos metros de sus compinches. O eso era lo que él creía.
Foxy y Bonnie se lanzaron contra el capitán, a la vez que Freddy y Chica iban hacia Peter y Wendy.
—¿Qué hacéis, malditos hijos de mil padres? Es a Pan y a la chica a quienes tenéis que capturar. Dejadme en paz.
Garfio intentó defenderse y lo primero que hizo fue lanzar un tajo contra Foxy. El golpe seccionó el brazo izquierdo de su oponente. Pero en lugar de manar sangre de la herida, lo que salió fue aceite lubricante y relleno de algodón. No quedaba rastro de sus secuaces. Estupefacto, el jefe de los piratas no dejó de lanzar mandobles y estocadas en todas direcciones, pero fue en vano. Momentos después, su cuerpo yacía desmembrado en un charco de sangre.
Peter conducía a Wendy hacia la salida de la pizzería, pero al llegar a la puerta esta se encontraba cerrada. Accionó la manilla varias ocasiones sin que nada sucediera. Golpeó los cristales con su porra para quebrarlos, pero no lo conseguía.
Freddy el Oso llegó hasta su altura y le golpeó en la espalda. Peter cayó de rodillas. Chica lo sujetó por un brazo y Freddy por el otro. Foxy y Bonnie se acercaron a los otros dos animatrónicos. El zorro pirata agarró a Wendy y comenzó a retorcerle el brazo. Se escucharon los ruidos secos de los huesos al fracturarse y del hombro cuando la cabeza del húmero salió de su sitio y se rompieron los tendones. Los gritos de la muchacha resonaron en el local vacío. La sangre salpicó por doquier manchando la cara de Peter y las ropas de los robots.
El que fuera líder de los Niños Perdidos forcejeaba con sus captores para librarse de ellos y ayudar a su novia. Las lágrimas de rabia bañaban su rostro y se mezclaban con la sangre que le había salpicado. El otro brazo de Wendy se separó de su cuerpo a la altura del codo salpicando más sangre por la estancia. La chica perdió la consciencia y cayó bocabajo sobre su sangre. Allí moriría desangrada horas después.
Ahora, los verdugos de su novia y el resto de amigos, se acercaron a él. Foxy relevó a Freddy en la sujeción del brazo del chico. El oso se colocó frente a Peter y le agarró del cuello. En los ojos del animatrónico, el joven pudo ver un brillo que le resultó familiar, pero estaba cargado de odio y rencor. Por primera, y única, vez Freddy habló.
—Ahora que te he roto el corazón como tú hiciste conmigo, no me queda nada más que hacer aquí.
El brillo de los ojos del oso se apagó. Por una de sus orejas salió una chispa luminosa y el robot, al igual que el resto de animales, cayó inerte al suelo. La pequeña centella flotó frente a la cara de Peter. El chico observaba anonadado. Esta vez habló por su propia boca y no por la de Freddy el Oso.
—Me ha costado, pero por fin te he encontrado.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Peter Pan.
—Has olvidado muy rápido desde que saliste de Nunca Jamás con esa zorra. Me juraste amor eterno y me dejaste por otra. Me prometiste no crecer jamás y me has traicionado.
—Pero, ¿quién eres? —interrumpió el muchacho sin saber por qué aquel destello, que parecía una luciérnaga, le hablaba.
El brillo de Campanilla se tornó rojo de rabia.
—He destrozado tus sueños de amor, como hiciste tú con los míos.
Y sin decir más, Campanilla atravesó el cristal de la puerta, voló hacia lo más alto del cielo y giró en la segunda estrella a la derecha con dirección hacia el amanecer.
Peter miró a su alrededor y vio los restos de sus amigos y de su novia envueltos en sangre. Varias horas después, lo encontraron llorando abrazado al cuerpo sin brazos de Wendy. Ese día descubrió que ningún ser humano traicionaba a un hada sin pagar por ello.



[1] Colgadero: Hook en inglés, apellido original del antagonista de la obra, que también significa Garfio.

lunes, 15 de enero de 2018

Instinto


Por esa vez el peligro había pasado. Aquellos pteroviones no habían reparado en su presencia, pero sabía que iban a volver tarde o temprano. Eran demasiados años los que llevaba luchando por su supervivencia; tantos que había perdido la cuenta.
Se dio la vuelta y avanzó hacia su cueva junto a la laguna de petróleo. En la espesura del bosque se sentía segura. Allí ningún pterovión podría dar con ella debido al tejado natural que habían formado las ramas de los árboles al unirse. Los huevos de su camada estaban a salvo. Aquellos cuatro ovoides blancuzcos eran la única oportunidad de la especie para sobrevivir.
Los pteroviones habían sido el enemigo natural de los carrodrilos desde los tiempos antiguos en los que las grandes construcciones de la extinta raza humana aún seguían en pie. Durante siglos las dos razas habían estado enfrentadas, no sabían por qué, pero lo llevaban en la sangre desde que nacían. La visión, incluso el pensar en un pterovión encendía sus cilindros y le ponía el carburante por encima de la temperatura óptima de funcionamiento.
De pronto un ruido de motores la alertó y cubrió los huevos. Por encima de los árboles, los pteroviones hacían una ronda de reconocimiento. El ronco sonido cambió de pronto y vio caer un pterovión entre el follaje de los árboles, iba envuelto en llamas y despedía un humo negro y denso. Finalmente, acabó por estrellarse contra un tronco de los más gruesos del lugar.
Entonces, su motor rugió con fuerza. Abrió el capó y enseñó los dientes. El rugido que salió de sus fauces hizo temblar las ramas cercanas. Los ojos del pterovión se fijaron en ella y centellearon con furia. Intentó revolverse y emprender el vuelo para atacar desde el aire, pero fue inútil. Su motor principal estaba dañado y apenas podía moverse. Aun así, consiguió ponerse frente a frente con el carrodrilo y gruñirle. El instinto se había apoderado de la capacidad de raciocinio de ambos seres. Era algo superior a cualquier fuerza que ellos conocieran.
A la espalda del carrodrilo, los huevos que tanto había cuidado durante los últimos tres meses comenzaron a quebrarse. De ellos empezaron a salir pequeñas colas de reptil y estrechas ruedas de coche antiguo. Las cuatro crías reptaron hacia su madre. Tres de ellas se agazaparon detrás de las fuertes patas de la hembra. Sin embargo, el cuarto vástago continuó arrastrándose hasta llegar al lugar en el que se encontraba el pterovión; que al verlo, aumentó sus rugidos. Sin temor alguno, la cría se dirigió hacia el motor dañado y comenzó a frotar su morro con él.
La hembra miró cómo las otras crías siguieron a su hermano y se acercaron al enemigo sin más emoción que la compasión por curar a un ser herido. No había odio ni ira en su semblante. El pterovión, al ver lo que le hacían aquellas crías y que él no podía emprender el vuelo para defenderse, decidió dejarles hacer; a fin de cuentas eran neonatos y no podrían dañarlo. Mientras la hembra adulta no se acercase, no corría peligro. Los rugidos cesaron y el fulgor de sus ojos se atenuó.
Las crías se apartaron del enemigo herido y regresaron junto a su madre. Enseguida comenzaron a requerir alimento para saciar esa primera sensación de hambre tras nacer. Los condujo hasta la laguna de burbujeante petróleo y abrió el capó, de él asomó un largo tubo a modo de lengua y sorbió una gran cantidad de hidrocarburo. Recogió la manguera y cerró las fauces. Su motor comenzó a sonar y a dar grandes acelerones. Minutos después se acercó a las crías y abrió de nuevo el capó y sacó la manguera. Sus descendientes hicieron lo propio y la hembra comenzó a regurgitar el carburante procesado. Cuando los pequeños depósitos estuvieron llenos, la carrodrilo, luchando contra sus instintos, se acercó al pterovión lentamente. Los ojos de este comenzaron a refulgir de nuevo y adoptó una actitud agresiva. La reptil emitió un leve ronroneo para demostrarle al ser volador que no iba con intenciones hostiles. Regurgitó el negro líquido a pocos pasos de su enemigo y se separó hasta quedar a una buena distancia de él.
Fue entonces cuando comenzó a pensar que quizá el odio que se tenían las dos especies era aprendido de los ancianos de sus respectivas razas y no algo innato, como todos creían. Haber visto a las crías acercarse sin temor hacia el enemigo le había hecho cambiar sus ideas. Incluso había conseguido aproximarse a él y entregarle alimento. Si pudieran comunicarse, le haría saber que el odio que ambas especies sentían por sus opuestos, se les habían inculcado desde que habían salido del cascarón, y no lo llevaban en la sangre. Ella había conseguido reprimirlo, y estaba segura de que el pterovión también sería capaz.

Como todas las mañanas, al salir el sol se encaramó de nuevo a la colina por la que vigilaba los movimientos de los pteroviones. Al salir, echó un vistazo al herido, que descansaba con su motor al ralentí. No quiso acercarse para que el ruido de su propio motor no interrumpiese el descanso y se iniciase una confrontación. Al regresar, se encontró nuevamente con la misma escena que había presenciado el día anterior: sus crías curando las heridas del ave metálica; y esta se dejaba hacer. Había conseguido reprimir su rabia con las crías. La hembra se acercó a la laguna y se alimentó allí; después absorbió petróleo suficiente para alimentar a sus crías y darle una ración a su enemigo.
Los días fueron pasando lentamente y el pterovión se recuperó de sus heridas con la ayuda de las crías de carrodrilo. Con un brillo en los ojos, diferente al fulgor del odio que la hembra había visto en ellos la primera vez, se acercó hacia ella. Su motor ronroneó con suavidad a modo de gratitud. Los faros delanteros de ella se encendieron en dos ocasiones para darle a entender que la aceptaba. Entonces el ruido del motor de ave se hizo más intenso y levantó el vuelo, totalmente recuperado de sus heridas, hizo un par de cabriolas a baja altura a modo de despedida y salió de la espesura del bosque por el agujero que se había hecho con su caída. La hembra se deslizó hacia sus crías. Si aquel pterovión había comprendido que su odio no era algo preestablecido y así se lo hacía saber a sus congéneres y las generaciones venideras, ambas especies podían vivir en paz. Ahora todos los tornillos y piezas metálicas que cubrían el sendero a la colina le parecían testigos mudos y acusadores de una lucha inútil entre razas.

Varios días después, un leve ruido de motor la alertó y corrió a esconderse con sus crías en la cueva. Por el agujero que había provocado con el accidente, descendió de nuevo el ave motorizada y aterrizó en las inmediaciones del lago. La hembra salió de su cueva seguida por las crías, que de inmediato se acercaron al pterovión como tantas veces habían hecho, pero estaban más reticentes. La hembra acudió a la laguna y recogió hidrocarburo para ofrecerle.
Unos ruidos de motor ahogados la hicieron expulsar de nuevo todo el combustible. Al volver la vista hacia el ave, esta tenía entre las fauces la cola de una de sus crías. Otra yacía inmóvil junto al tren de aterrizaje y las otras dos, con el capó abierto y rugiendo intentaban atacar sin mucho éxito.

Entonces comprendió de nuevo que el odio que aquellas dos especies se tenían, innato o adquirido, era algo que no podían controlar eternamente. Aceleró su motor al máximo y, con el capó abierto, se lanzó contra su enemigo para iniciar una lucha a muerte.