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lunes, 15 de enero de 2018

Instinto


Por esa vez el peligro había pasado. Aquellos pteroviones no habían reparado en su presencia, pero sabía que iban a volver tarde o temprano. Eran demasiados años los que llevaba luchando por su supervivencia; tantos que había perdido la cuenta.
Se dio la vuelta y avanzó hacia su cueva junto a la laguna de petróleo. En la espesura del bosque se sentía segura. Allí ningún pterovión podría dar con ella debido al tejado natural que habían formado las ramas de los árboles al unirse. Los huevos de su camada estaban a salvo. Aquellos cuatro ovoides blancuzcos eran la única oportunidad de la especie para sobrevivir.
Los pteroviones habían sido el enemigo natural de los carrodrilos desde los tiempos antiguos en los que las grandes construcciones de la extinta raza humana aún seguían en pie. Durante siglos las dos razas habían estado enfrentadas, no sabían por qué, pero lo llevaban en la sangre desde que nacían. La visión, incluso el pensar en un pterovión encendía sus cilindros y le ponía el carburante por encima de la temperatura óptima de funcionamiento.
De pronto un ruido de motores la alertó y cubrió los huevos. Por encima de los árboles, los pteroviones hacían una ronda de reconocimiento. El ronco sonido cambió de pronto y vio caer un pterovión entre el follaje de los árboles, iba envuelto en llamas y despedía un humo negro y denso. Finalmente, acabó por estrellarse contra un tronco de los más gruesos del lugar.
Entonces, su motor rugió con fuerza. Abrió el capó y enseñó los dientes. El rugido que salió de sus fauces hizo temblar las ramas cercanas. Los ojos del pterovión se fijaron en ella y centellearon con furia. Intentó revolverse y emprender el vuelo para atacar desde el aire, pero fue inútil. Su motor principal estaba dañado y apenas podía moverse. Aun así, consiguió ponerse frente a frente con el carrodrilo y gruñirle. El instinto se había apoderado de la capacidad de raciocinio de ambos seres. Era algo superior a cualquier fuerza que ellos conocieran.
A la espalda del carrodrilo, los huevos que tanto había cuidado durante los últimos tres meses comenzaron a quebrarse. De ellos empezaron a salir pequeñas colas de reptil y estrechas ruedas de coche antiguo. Las cuatro crías reptaron hacia su madre. Tres de ellas se agazaparon detrás de las fuertes patas de la hembra. Sin embargo, el cuarto vástago continuó arrastrándose hasta llegar al lugar en el que se encontraba el pterovión; que al verlo, aumentó sus rugidos. Sin temor alguno, la cría se dirigió hacia el motor dañado y comenzó a frotar su morro con él.
La hembra miró cómo las otras crías siguieron a su hermano y se acercaron al enemigo sin más emoción que la compasión por curar a un ser herido. No había odio ni ira en su semblante. El pterovión, al ver lo que le hacían aquellas crías y que él no podía emprender el vuelo para defenderse, decidió dejarles hacer; a fin de cuentas eran neonatos y no podrían dañarlo. Mientras la hembra adulta no se acercase, no corría peligro. Los rugidos cesaron y el fulgor de sus ojos se atenuó.
Las crías se apartaron del enemigo herido y regresaron junto a su madre. Enseguida comenzaron a requerir alimento para saciar esa primera sensación de hambre tras nacer. Los condujo hasta la laguna de burbujeante petróleo y abrió el capó, de él asomó un largo tubo a modo de lengua y sorbió una gran cantidad de hidrocarburo. Recogió la manguera y cerró las fauces. Su motor comenzó a sonar y a dar grandes acelerones. Minutos después se acercó a las crías y abrió de nuevo el capó y sacó la manguera. Sus descendientes hicieron lo propio y la hembra comenzó a regurgitar el carburante procesado. Cuando los pequeños depósitos estuvieron llenos, la carrodrilo, luchando contra sus instintos, se acercó al pterovión lentamente. Los ojos de este comenzaron a refulgir de nuevo y adoptó una actitud agresiva. La reptil emitió un leve ronroneo para demostrarle al ser volador que no iba con intenciones hostiles. Regurgitó el negro líquido a pocos pasos de su enemigo y se separó hasta quedar a una buena distancia de él.
Fue entonces cuando comenzó a pensar que quizá el odio que se tenían las dos especies era aprendido de los ancianos de sus respectivas razas y no algo innato, como todos creían. Haber visto a las crías acercarse sin temor hacia el enemigo le había hecho cambiar sus ideas. Incluso había conseguido aproximarse a él y entregarle alimento. Si pudieran comunicarse, le haría saber que el odio que ambas especies sentían por sus opuestos, se les habían inculcado desde que habían salido del cascarón, y no lo llevaban en la sangre. Ella había conseguido reprimirlo, y estaba segura de que el pterovión también sería capaz.

Como todas las mañanas, al salir el sol se encaramó de nuevo a la colina por la que vigilaba los movimientos de los pteroviones. Al salir, echó un vistazo al herido, que descansaba con su motor al ralentí. No quiso acercarse para que el ruido de su propio motor no interrumpiese el descanso y se iniciase una confrontación. Al regresar, se encontró nuevamente con la misma escena que había presenciado el día anterior: sus crías curando las heridas del ave metálica; y esta se dejaba hacer. Había conseguido reprimir su rabia con las crías. La hembra se acercó a la laguna y se alimentó allí; después absorbió petróleo suficiente para alimentar a sus crías y darle una ración a su enemigo.
Los días fueron pasando lentamente y el pterovión se recuperó de sus heridas con la ayuda de las crías de carrodrilo. Con un brillo en los ojos, diferente al fulgor del odio que la hembra había visto en ellos la primera vez, se acercó hacia ella. Su motor ronroneó con suavidad a modo de gratitud. Los faros delanteros de ella se encendieron en dos ocasiones para darle a entender que la aceptaba. Entonces el ruido del motor de ave se hizo más intenso y levantó el vuelo, totalmente recuperado de sus heridas, hizo un par de cabriolas a baja altura a modo de despedida y salió de la espesura del bosque por el agujero que se había hecho con su caída. La hembra se deslizó hacia sus crías. Si aquel pterovión había comprendido que su odio no era algo preestablecido y así se lo hacía saber a sus congéneres y las generaciones venideras, ambas especies podían vivir en paz. Ahora todos los tornillos y piezas metálicas que cubrían el sendero a la colina le parecían testigos mudos y acusadores de una lucha inútil entre razas.

Varios días después, un leve ruido de motor la alertó y corrió a esconderse con sus crías en la cueva. Por el agujero que había provocado con el accidente, descendió de nuevo el ave motorizada y aterrizó en las inmediaciones del lago. La hembra salió de su cueva seguida por las crías, que de inmediato se acercaron al pterovión como tantas veces habían hecho, pero estaban más reticentes. La hembra acudió a la laguna y recogió hidrocarburo para ofrecerle.
Unos ruidos de motor ahogados la hicieron expulsar de nuevo todo el combustible. Al volver la vista hacia el ave, esta tenía entre las fauces la cola de una de sus crías. Otra yacía inmóvil junto al tren de aterrizaje y las otras dos, con el capó abierto y rugiendo intentaban atacar sin mucho éxito.

Entonces comprendió de nuevo que el odio que aquellas dos especies se tenían, innato o adquirido, era algo que no podían controlar eternamente. Aceleró su motor al máximo y, con el capó abierto, se lanzó contra su enemigo para iniciar una lucha a muerte.

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