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viernes, 8 de febrero de 2013

El apartamento 3 (y final)


Apagó la luz del pasillo y entró en la habitación principal. Accionó el interruptor de la luz pero la bombilla no se encendió. Apretó varias veces el pulsador sin resultado. Salió nuevamente al pasillo para encender aquella luz y, justo al traspasar el umbral de la puerta, la bombilla del techo de la habitación de encendió. Eric dio media vuelta y entró en el cuarto. Sobre la cama reposaba el ramo marchito que había recogido minutos antes del pasillo del edificio. Sin embargo, aquella cama no era su cama. Aquella cama tenía un cabecero de hierro que había ido perdiendo la pintura y oxidándose y la colcha que cubría el colchón tenía un color mugriento sobre el blanco original y presentaba varios agujeros en toda su longitud. Su cama era un canapé de madera abatible con un colchón de látex cubierto por un edredón nórdico. Miró la mesita de noche para comprobar si había habido cambios en la misma. El mueble se encontraba en perfecto estado con la lámpara y el teléfono sobre ella. Entonces miró la pared que se encontraba a los pies de la cama. Más concretamente al cuadro que allí se encontraba presidiendo la pared, para darle las buenas noches cuando se acostaba y los buenos días cuando despertaba.
Al igual que los otros dos, este cuadro también había cambiado. La gran catedral de estilo barroco había dado paso a lo que parecía ser la plaza de un pueblo desconocido para él. En la imagen se podía ver una vieja marquesina de metal con los cristales, que protegían a sus usuarios del viento, hechos añicos. Un poco a la derecha de la parada de autobús, había una cabina de teléfono cuyo auricular colgaba del cable y su armazón metálico se encontraba oxidado por las inclemencias del tiempo. Justo detrás de aquellos dos objetos se podía ver la fachada de un edificio con una pequeña escalinata que acababa en una gran puerta de metal que también se encontraba oxidada. Sobre dicha puerta, había una inscripción en un idioma que no conocía “Ayuntamiento de Huerga de Vidriales”; por lo poco que sabía de idiomas, podría tratarse de español, francés, portugués o italiano, aunque no descartaba que se tratase de cualquier otro idioma. Por encima de la citada inscripción, un reloj parado marcaba las siete y cinco minutos. La hora del fin del mundo. En el primer plano de la imagen se veía un viejo cartel descolorido que colgaba de un oxidado soporte. El cartel anunciaba una marca de cerveza desconocida para él: “Mahou”. La publicidad figuraba en letras blancas sobre fondo rojo y sobre ellas dos jarras de cerveza. Debajo del cartel publicitario colgaba otro cartel de menor tamaño con lo que Eric supuso que era el nombre del establecimiento: “Bar La Vereda”, aunque no entendía el significado de las palabras.
No tenía la menor idea de lo que representaba aquel cuadro ni que era aquel sitio, pero una cosa tenía segura. No le gustaría estar allí ni por todo el oro del mundo.
¡POM!
Aquel molesto golpe otra vez. Pero esta vez venía de un sito distinto. Esta vez parecía provenir del interior de aquel cuadro que mostraba una escena postapocalíptica.
¡RIIING! ¡RIIING!
Nuevamente el teléfono de su apartamento sonaba en aquella extraña noche. Respondió desde el supletorio de su habitación. Un ruido metálico y molesto sonó al otro lado de la línea. Como si alguien rascara una sartén con un tenedor con tanta fuerza que quisiera atravesarla. Con una mueca de desagrado colgó nuevamente el auricular en su sitio.
Dirigió su mirada a la cama y observó que el marchito ramo había desaparecido. Sin saber porqué, su mirada se dirigió ahora hacia aquel cuadro que instantes antes había cambiado. Pudo apreciar un nuevo cambio. Pequeño, pero, a la vez tan importante, que lo desconcertó por completo. En la imagen había aparecido la silueta de una persona junto a la cabina de teléfono. Tenía el auricular en su mano y lo apoyaba contra su cara como si estuviera manteniendo una conversación.
¡RIIING! ¡RIIING!
Eric descolgó otra vez el auricular y, al igual que en la anterior ocasión, un estridente ruido metálico sonó al otro lado de la línea. “Tienes que venir”. Escuchó decir en su idioma. Después, silencio. Nada más que silencio. Miró otra vez al cuadro y la silueta había desaparecido. El teléfono de la cabina había vuelto a la posición inicial, con el auricular colgando del cable.
Necesitaba despejarse. Se estaba comenzando a volver loco. Tenía que aclarar sus ideas. Necesitaba aire fresco.
Acudió hasta la ventana para abrirla y que la brisa nocturna aclarase su cabeza. Accionó la manilla para la apertura del cristal pero estaba sellada al marco. Era imposible de abrir. Tiró y tiró con todas sus fuerzas pero no consiguió despegarla del cerco. Lleno de rabia y frustración golpeó el cristal con su puño pensando que, aunque tuviera que repararlo, merecería la pena que se rompiera. Sin embargo, nada ocurrió, el cristal no se rompía. En aquel instante, y cegado por la ira, cogió el teléfono que se encontraba en la mesilla de noche y golpeó el cristal una y otra vez con el auricular sin conseguir fracturarlo. Cansado de aquella maniobra, acudió a la ventana del salón. Aquella tenía que abrirse. Momentos antes había estado asomado a ella. ¿O no había llegado a abrirla? No lo recordaba, pero daba igual.
Al llegar al salón, el cuadro que colgaba sobre su sofá también había cambiado. El ramo que había recogido del pasillo había aparecido en aquel cuadro, a los pies de uno de los túmulos que en él se observaban.
Decidió ignorarlo y se dirigió a la ventana para abrirla, pero al igual que en el caso de la de su habitación, no consiguió abrirla ni romper el cristal, por más que lo golpeó con todos los objetos que encontró en el salón.
Tenía que refrescarse como fuera, así que decidió acudir al cuarto de baño y mojarse la cara y la nuca. Aquello lo aliviaría.
Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo del agua fría del lavabo. Un chorro fresco y potente chocó contra la porcelana salpicando diminutas gotas de agua hacia el exterior. Metió las manos bajo el chorro y cogió un poco de agua que se arrojó con fuerza sobre la cara. Repitió la acción dos veces más y, finalmente, con las manos mojadas se humedeció la nuca. Levantó la cabeza y vio su cara en el espejo. Tenía ojeras por falta de sueño y unas pequeñas arrugas habían empezado a aparecer en la frente. Cerró los ojos y bajó la cabeza hacia el lavabo. Cuando levantó la cabeza y volvió a abrirlos la imagen del espejo había desaparecido. Su cara no se reflejaba en el cristal. Únicamente podía ver la bañera. Si miraba hacia abajo veía el borde del lavabo, y si miraba a la izquierda podía ver el borde del retrete. Se hallaba encerrado en el interior del espejo y no había forma de salir de allí por más que golpeaba el cristal que lo separaba de su mundo. Una silueta que se encontraba en su cuarto de baño miró hacia el espejo. Era la misma figura a la que momentos antes había visto en la cabina de teléfono del cuadro de su cuarto. Esa persona era él mismo. Era él mismo pero su rostro se encontraba desdibujado. La silueta se giró para salir de la estancia. Estaba seguro, esa figura era Eric, pero no era él mismo. Golpeó aquel cristal que lo separaba de su cuarto de baño. ¡POM!, ¡POM!, ¡POM!

Cuando el propietario del inmueble entró en el apartamento la puerta se encontraba cerrada con llave por dentro, por lo que los bomberos tuvieron que derribarla. Las ventanas había sido soldadas a sus marcos por dentro y no había rastro de Eric por ninguna parte.

1 comentario:

  1. Muy bueno, Robe, me gustó mucho tu historia. Te mantiene tenso por el qué pasará, y ese final fue sorprendente.
    Te felicito.

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