1) Para los diálogos debe usarse el guión largo, “—”, que se obtiene
apretando a la vez las teclas “Alt”, “Ctrl” y “-” del teclado numérico o “Alt”
+ 0151.
2) Si no hay intervención del narrador, todo va sobre ruedas. Sencillo, el
“.” va al final de la oración:
—María, te comento el tema de los diálogos.
3) Si hay intervención del narrador, se empieza a complicar. Algunos
ejemplos (siempre, acordémonos, el “—” va pegado, sí o sí, a la intervención
del narrador, y NO a quien dialoga -salvo el “—” de apertura del renglón de
diálogo):
4) Intervención del narrador para finalizar la línea de diálogo, utilizando
verbos derivados del acción del “habla”. Ahí, el “.” va recién al final de la
intervención del narrador, y NO luego de la última palabra del diálogo. En este
caso el verbo derivado del acción del habla es “dijo”:
—María, te comento el tema de los diálogos —dijo Juan, el ceño fruncido.
5) Intervención del narrador para finalizar la línea de diálogo, utilizando
verbos NO derivados del acción del “habla”. Ahí, necesitamos usar dos veces el
“.”: a) uno va luego de la última palabra del diálogo; y b) otro va al final de
la intervención del narrador. En este caso el verbo NO derivado del acción del
habla, que domina la oración, es “frunció”:
—María, te comento el tema de los diálogos. —El que sugería sobre el tema,
llamado Juan, frunció el ceño.
6) Intervención del narrador en el medio de la la línea de diálogo,
utilizando verbos derivados del acción del “habla”. Ahí, también necesitamos
usar dos veces el “.”: a) una va recién al final de la intervención intermedia
del narrador, y NO luego de la última palabra del diálogo; y b) el otro va al
finalizar la línea de diálogo, luego de la última palabra de quien dialoga. En
este caso el verbo derivado del acción del habla es “dijo”:
—María, te comento el tema de los diálogos —dijo Juan, el ceño fruncido—. No
es taaan complicado.
7) Intervención del narrador para finalizar la línea de diálogo, utilizando
verbos NO derivados del acción del “habla”. Ahí, necesitamos usar tres veces el
“.”: a) uno va luego de la última palabra del diálogo antes de la intervención
intermedia; b) otro luego del quión de cierre de la intervención intermedia del
narrador; y c) el último va al finalizar la línea de diálogo, luego de la
última palabra de quien dialoga. En este caso el verbo NO derivado del acción
del habla, que domina la oración, es “frunció”:
—María, te comento el tema de los diálogos. —El que sugería sobre el tema,
llamado Juan, frunció el ceño—. No es taaan complicado.
8) Siempre, siempre, en el caso de la intervención del narrador, el “—”
va pegado al texto de tal intervención, y NO al diálogo del protagonista.
Derechos de Autor
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martes, 10 de noviembre de 2015
domingo, 8 de noviembre de 2015
sábado, 3 de octubre de 2015
lunes, 7 de septiembre de 2015
Fallo penal
Para la celebración del 4º aniversario de El Edén de los Novelistas Brutos, se iba a rendir homenaje a Stephen King escribiendo un relato basado en un fotograma de una de las películas basadas en sus novelas. Se podía utilizar el nombre de los personajes de la historia, pero esta debía ser totalmente diferente a la original. A mí me tocó esta imagen (la cual unos segundos después se vuelve escalofríante) de la película Misery basada en la novela homónima. Espero que disfrutéis el relato que hice.
Cuando se despertó y se dio cuenta de que estaba atado de pies y manos a
la cama se asustó. Al susto inicial le siguió el nerviosismo de encontrarse
atado en el catre de una habitación que no conocía.
Miró en derredor y vio que la puerta estaba a sus pies, y junto a ella un
antiguo mueble lleno de toallas y botellas con productos que parecían de
tocador. También había un viejo sillón y una lamparita de mesa. Al lado
contrario había una ventana por la que en aquel momento entraban unos débiles rayos
de sol. Bajo aquella ventana había un escritorio y una silla junto a él.
—¡SOCORRO! —gritó—. ¿Alguien puede oírme?
—Dejá de gritar, boludo. Estoy acá —respondió una voz a su espalda. Por
más que intentó ver a la propietaria de aquella voz no lo consiguió. No podía
girar tanto la cabeza y aquella persona quedaba fuera de su campo visual. La
mujer caminó unos pasos hasta ponerse a la altura de sus pies, por la parte
izquierda—. No te movás porque no vas a conseguir soltarte.
—¿Quién sos vos y por qué me tenés acá atado? —Con el estado de
nerviosismo que tenía, le habían entrado ganas de orinar y no sabía si podría
contenerse.
—Estás acá para pagar por tu error.
—¿Qué decís?, ¿qué he hecho yo? Mirá, no te conozco de nada. Creo que me
confundís con otro.
—No te confundo con nadie, Higuaín. —La mujer dejó ver el mango de un
gran mazo que hasta ese momento había estado ocultando. Lo asió con las dos
manos y lo levantó por encima de su cabeza con la misma pose que un jugador de
béisbol.
* *
*
No sabía cómo había llegado hasta allí y tampoco sabía quién era aquella
mujer. Y, ni por asomo, sabía qué era aquello por lo que tenía que pagar.
Lo último que recordaba era que estaba de vacaciones en su Argentina
natal. La temporada de fútbol había finalizado y antes de incorporarse de nuevo
a la rutina de su club, en otro país y hasta en otro hemisferio quería estar
con los suyos. En el vecino Chile se había celebrado la Copa América. Al finalizar el
evento regresó a su país.
El mes de julio tocaba a su fin y el invierno estaba siendo duro.
Aquella noche había salido con otros futbolistas, jugadores del equipo
nacional, jugadores menos conocidos y con su hermano. Cenaron en un buen
restaurante y después siguieron la celebración en una céntrica discoteca de la
capital.
En los próximos días sería el cumpleaños del arquero internacional
Mariano Andújar y este quería celebrarlo con varios compañeros y amigos. No
faltaban Agüero, Di María, Lavezzi, ni siquiera Messi. La mayoría de ellos
saldrían de Argentina al día siguiente para apurar sus vacaciones antes de
unirse a sus equipos.
A pesar de haber perdido la Copa
América ante el combinado chileno, todos habían visto con
buenos ojos la reunión para olvidar aquel mal momento e incluso limar las
asperezas que habían surgido entre algunos de los futbolistas tras la derrota.
A la cena acudieron casi todos los invitados acompañados de sus mujeres.
Hubo risas y cánticos en el restaurante, que había sido reservado para la
ocasión. Los camareros sirvieron platos de carne y ensaladas, escanciaron vino
y agua en las copas de los invitados como si de la última cena se tratase.
Finalmente, la tradicional torta de cumpleaños con sus respectivas velas hizo
aparición en el comedor. Todos los presentes cantaron la canción de cumpleaños
a su compañero y, poco después, dieron por finalizado el evento.
Muchos de los jugadores se retiraron a sus casas, pero hubo otros, como
el homenajeado, los hermanos Higuaín, Di María o Tévez que decidieron continuar
con la celebración en una discoteca del centro de la ciudad.
Las Quilmes entraban en el
reservado en grandes cantidades. Después, Higuaín pidió un trago de whisky
escocés.
Ese era el último recuerdo claro que tenía.
* *
*
Ella los vio entrar en el local que regentaba su marido, pero apenas los
conocía. Sabía que eran jugadores de fútbol pero no sabría identificarlos.
Aquel deporte siempre le había parecido una boludez. Veintidós tipos corriendo
como tarados tras una pelota. Goles, faltas, penales, saques de manos… Todo le
sonaba a chino. No le había prestado atención a un jugador de fútbol desde El Matador Kempes. Eso sí que era un
hombre: fuerte, galante, con esa melena leonina…
Había oído hablar de Messi, de un tal Agüero y, en los últimos días, no
oía otro nombre que el de Higuaín. Su marido decía que tenían que echarlo del
país, que le tenían que prohibir jugar al fútbol e incluso le había oído decir
que le tenían que romper los pies por haber hecho infelices a tantos millones
de argentinos.
—Ese, ese es. Concha su madre —escuchó decir entre dientes a su marido
mientras señalaba al grupo de deportistas.
—¿Quién es ese? —quiso saber ella.
—El hijo de la gran puta de Higuaín. Ese fue el que falló el penal ante
Chile. Llevale vos el trago, que si voy yo se lo meto por el orto.
Su marido siempre había cumplido todos sus deseos, así que ya era hora de
que ella le concediera su deseo.
La mujer cogió la bandeja con la copa y algunas Quilmes y se las llevó a los futbolistas. Sin embargo, antes cogió
unas píldoras tranquilizantes que le habían recetado meses antes y la vertió en
el vaso de Higuaín. Dejó el servicio sobre la mesa y se retiró. Ya solo quedaba
esperar a que el alcohol y las pastillas hicieran su trabajo.
—Mirá como se ríe el pelotudo —dijo con asco su marido cuando ella
regresó a su lado.
—No te enojes. Voy a ir a recoger un poco y después me iré a casa.
—Marchá, marchá. Puedo recoger yo y los chicos me ayudarán a cerrar —le
dijo el hombre.
* *
*
Los jugadores abandonaron el local y pidieron taxis para regresar a sus
casas. No era prudente manejar embriagados. Escondida tras los cubos de basura,
aquella mujer lo oía todo. Todos salvo dos se habían retirado ya. Un nuevo taxi
apareció. Los futbolistas lo detuvieron.
—Cogé vos este, yo caminaré un poco para despejarme —dijo uno de los dos
hombres.
—Gracias, Higuaín —le dijo antes de despedirse con la mano.
Higuaín comenzó a caminar calle arriba. Cuando llevaba dos cuadras
comenzó a marearse. Se sentía extraño. Había bebido demasiado para conducir,
pero no tanto como para estar mareado.
Se apoyó contra una farola y se fue dejando caer hasta llegar al piso.
Momentos después, la mujer lo recogió y lo introdujo en los asientos traseros
de su carro. Había manejado lentamente detrás de él hasta que los
tranquilizantes hicieron su trabajo. Se sentó tras el volante y salió de allí
en dirección a su casa de campo.
Cuando hubo salido de la ciudad, detuvo el auto y entró en los asientos
traseros. Ató los pies y las manos de Higuaín y volvió al asiento delantero. Al
llegar, estacionó el coche frente a la entrada delantera. Sacó a su víctima y
la introdujo en la casa a rastras. Pesaba mucho, pero ella era fuerte y
corpulenta.
Tenía que actuar rápido, ya que los efectos de la droga debían estar
acabándose. Lo llevó hasta la habitación de invitados y allí lo ató de pies y
manos a la forja de la cama.
* *
*
Agarró el mazo con las dos manos y lo levantó por encima de su cabeza
como un jugador de béisbol.
—Ahora vas a pagar el daño que le has hecho a millones de argentinos
—continuó la mujer.
—Pero… yo no… ¡¡¡¡¡¡AAAAAAHHHHHH!!!!!! ¡MIERDA, LA
PUTA QUE TE PARIÓ!
La mujer había descargado un fuerte golpe sobre el pie izquierdo del
jugador de fútbol. Se escuchó un fuerte ruido al romperse los huesos que
articulaban el tobillo de Higuaín. Los tendones se alongaron hasta el máximo
antes de romperse. El pie quedó inclinado hacia el interior en una posición
antinatural. Los esfínteres se le relajaron y perdió todo control sobre ellos y
se orinó encima. Mientras el hombre se retorcía de dolor y gritaba como un
cochino en la matanza, ella rodeaba la cama. Llegó hasta el otro lado y se
colocó junto al pie derecho. Levantó de nuevo el mazo.
—¡¡¡NO, NO, NO!!! ¡NO LO HAGÁS, POR FAVOR! —pedía el hombre que estaba
postrado en la cama.
Sin embargo, sus ruegos no fueron escuchados. El mazo cayó nuevamente,
esta vez sobre su pie derecho. El segundo grito del hombre fue mucho más
desgarrador que el primero. El pie derecho hizo el mismo movimiento que el
izquierdo y quedó en una posición similar.
—Ahora ya no podés jugar al fútbol de nuevo. Te lo merecés —le dijo la
mujer.
—¡Ni siquiera podré volver a caminar, zorra de mierda!
La mujer levantó nuevamente el mazo con el objetivo de descargarlo sobre
la rodilla del hombre. Sin embargo, no cumplió su objetivo. Su marido entró en
la habitación en aquel instante y sujetó la herramienta antes de que su mujer
la utilizara para lesionar a aquel hombre que gemía y se retorcía de dolor lo
que sus ataduras le permitían.
—¡¿Pero te volviste tarada?! ¿Me podés explicar que pasa acá? ¿Y quién es
este hombre? —exigió saber el marido.
—¿Cómo que quién es? Es Higuaín, el que marró el penal ante Chile. Como
vos deseaste, ya no podrá volver a pelotear nunca. He cumplido el sueño de
muchos argentinos.
—¡Este tipo no es Higuaín! —exclamó señalando hacia el futbolista, que
estaba comenzando a perder el conocimiento por el dolor.
—¿Cómo que no? Si escuché como otro de los jugadores lo llamaba.
—Ayuda… por favor, ayudame. Esta mujer me rompió los pies —se quejó el
futbolista.
—¿Quién sos vos? —preguntó el hombre.
—Federico, me llamo Federico —dijo entre agonía.
La mujer se inclinó sobre la cama y agarró al hombre por las solapas y
comenzó a zarandearlo.
—¿Y por qué aquel amigo tuyo te llamó Higuaín? —exigió saber.
—Por que así me llamo. Federico Fernando Higuaín.
El marido miraba de hito en hito a su mujer y al hombre que yacía tendido
en la cama de invitados.
—¿Y fuisteis vos el que falló el penal de Chile? Contestá —. La mujer
comenzaba a impacientarse.
—¡¡¡No!!! Fue… Gon… Gonzalo… —Antes
de perder el conocimiento, agragó—: Mi… hermano… Gonzalo.
Un silencio opresivo resonó en la habitación. Y solo lo cortó, diez
segundo después, el alarido atroz que salió de las entrañas de la mujer.
lunes, 27 de julio de 2015
El monstruo del armario
Tom Cullen cerró su ejemplar de Insomnia,
lo dejó sobre su mesita de noche y apagó la luz.
Desde que había comenzado a leer aquel libro no conciliaba bien el sueño.
La puerta de su guardarropa se abrió levemente, o eso le había parecido.
Aunque sabía que aquello era imposible; las puertas no se abrían solas.
Del interior le llegó el reflejo de dos puntos rojos. Sabía que aquello
también era imposible, pero le parecían un par de ojos.
En aquel armario había algo. Estaba seguro. No sabía si era el coco, Pennywise, o Tak.
—Aquí todos flotamos —escuchó
decir desde el interior.
Ya era adulto para creer en fantasmas, pero no lo dudó un momento.
Encendió la luz de nuevo y corrió a su escritorio. Cogió un papel y un lápiz y
comenzó a escribir “las palabras del monstruo” tal y como las había aprendido
de niño cuando su padre se las recitaba.
Las luces que había en su ropero y que le parecían ojos se apagaron
cuando puso el punto y final. Aquellas palabras escritas continuaban
ahuyentando a todos los seres de ultratumba que intentaban hacerle daño. Se
tumbó en su cama y el sueño le llegó de golpe. Cerró los ojos, pero jamás los
volvió a abrir en este mundo. Su último pensamiento fue para el Buick 8 que se acababa de comprar su
vecino. Aquel coche le daba miedo; y no sabía por qué.
Cuando despertó, se encontró con una de las pistolas de Rolando de Galaad
a escasos centímetros de su cara.
—Por fin te he dado alcance, Walter —le dijo el pistolero—. ¿O quizá
debería llamarte Randall Flagg?
Después de eso disparó.
jueves, 2 de julio de 2015
Voy a pasármelo bien
Este es un relato que presenté al ejercicio "Todos somos música" de El Edén de los Novelistas Brutos. Había que hacer un cuento basándose en una canción, y yo elegí "Voy a pasármelo bien" de Hombres G. No me gusta mucho como quedó, pero pienso mejorarlo y utilizarlo como base para para una recopilación de cuentos que tengo pensada y serán relatos basados en canciones.
En cuanto sonó el despertador se levantó de su cama dando un salto y comenzó a quitarse el pijama sin utilizar las manos. Visto desde fuera, parecía un contorsionista con hormigas caníbales en la ropa interior. Aquel pensamiento le hizo comenzar a reír como si fuera el mejor chiste que había escuchado nunca.
Cuando iba a salir de su habitación apareció su madre alarmada por el alboroto de las risas.
David le dio los buenos días con una sonrisa en los labios y posó dos sonoros besos en la mejilla.
—Hoy voy a desayunar zumo, leche con cereales y unos huevos con beicon —anunció el joven a su madre—. ¿Dónde están papá y mis hermanos?
—Abajo, en la cocina —respondió la mujer.
Sin decir más, David corrió escaleras abajo hasta llegar a la cocina. Entró resbalando sobre sus calcetines. Besó a su padre y a sus hermanos pequeños.
—¡Buenos días, familia! —saludó David elevando la voz.
—Buenos días, hijo —respondió su padre.
Sin embargo, sus hermanos no reaccionaron de la misma manera. Su hermana, a la que sacaba dos años le miró con cara de extrañeza. Le parecía tan raro que su hermano, con el que nunca había tenido una buena relación, le diera un beso de buenos días así sin venir a cuento… Su hermano pequeño, que idolatraba a David, sonrió, pero como no quería que todos vieran que le había gustado y pensaran que seguía siendo un niño, le dijo algo al primogénito.
—¡Eh!, no me des besos, que eso es de maricas. ¡Y ponte pantalones!
—¡Tú qué sabrás! —respondió David.
—¡Daniel, no digas tacos! —le recriminó su padre. No le gustaba nada que sus hijos dijeran palabras malsonantes, y menos el pequeño, que aún tenía once años y era un niño para aquellas palabras—. Y tú, ¿por qué estás tan contento?
—Porque hoy es un gran día. ¡Es viernes!
—¿Y qué? —intervino su hermana—. Como todos los viernes.
—Sí, pero hoy es especial. No sé por qué, pero voy a pasármelo bien. Bueno, me voy a subir a duchar antes de prepararme el desayuno.
Salió de la cocina corriendo y, de la misma manera, subió las escaleras, pisando solo un escalón de cada dos. El pasillo que conducía de la escalera hasta el baño lo recorrió haciendo volteretas laterales. En una de ellas golpeó un cuadro de la pared con el pie y a punto estuvo de tirarlo al suelo. Su madre le recriminó la acción, pero lejos de sentirse culpable, le lanzó una nueva sonrisa y le dio otro beso antes de entrar en el cuarto de baño.
Bailoteando la vez que canturreaba una vieja canción, se quitó los calzoncillos y se metió en la ducha. Abrió los grifos a tope y luego fue reduciendo la presión de uno y otro hasta dar con la temperatura deseada. Entonces cogió su esponja y la botella de gel ; la puso bocabajo y apretó con fuerza hasta que el líquido se desparramó de la esponja y cayó sobre el plato de la ducha. Con el agua corriente, pronto, el gel despilfarrado desapareció por el desagüe. No le importaba porque sabía que aquel día iba a ser especial. Aquel día iba a pasárselo bien. Y el resto no importaba.
Cuando estuvo vestido y peinado, bajo otra vez a la cocina a prepararse el desayuno. Abrió la nevera y cogió la botella de zumo, la de leche, dos huevos y el paquete de beicon. Puso la sartén sobre el fuego y echó dos lonchas de panceta, dejó que se hiciera lentamente; después echó los dos huevos y cuando estuvieron fritos los sacó al mismo plato en el que tenía el beicon. Se sirvió un vaso de zumo y otro de leche. El primero se lo bebió de un trago y el segundo lo puso sobre la mesa de la cocina, junto con el plato de la comida. Se sentó y dio buena cuenta de su desayuno.
—Así que esta noche vas salir, ¿no? —le preguntó su hermana.
—Así es. Esta noche va ser monumental.
—¿Y qué pasa con el tío ese que te quiere pegar?
—Sé que tengo muchos enemigos, pero esta noche no podrán contar conmigo, por que esta noche… Esta noche voy a pasármelo bien. Hoy no voy a dormir solooo… —canturreó.
—Eres un fantasma.
—Voy a cogerme un pedo monumental. Volveré al amanecer. Voy a venir a casa arrastrándome con la sonrisa puesta, mañana ya, si puedo, dormiré la siesta. Pero esta noche no pienso pegar ojo. Esta va a ser una gran noche. Ahora, si me dejas, voy a recoger esto, que me tengo que ir al instituto.
Al finalizar las tres primeras clases, se reunió en el pasillo con sus amigos Rafael y Javier. Los tres llevaban planeando aquella noche de fiesta desde hacía tres semanas. Habían esperado a finalizar los exámenes del segundo trimestre para poder salir sin tener que levantarse a estudiar al día siguiente. Los tres amigos se habían convertido en inseparables desde que comenzaron el primer curso de la secundaria hacía ya tres años.
—Venga, saca la agenda —ordenó Javier.
David sacó una antigua libreta de teléfonos. Desde los móviles, nadie utilizaba una agenda de papel; sin embargo, a David le gustaba anotar los teléfonos de sus amigos y sus ligues en aquella agenda por si perdía el móvil o se le borraba la memoria.
—Bueno, vamos a ver que encontramos en esta agendilla de teléfonos. Nunca se sabe… —Abrió la agenda y comenzó a pasar hojas adelante y atrás—. Marta, María del Mar, Ana, Elena…
—Decídete. Y si no, lo que puedes hacer es llamarlas a todas —aseguró Rafael—. Quedas con una pronto, con otra a media noche y con otra casi al amanecer. Así seguro que pillamos cacho.
—En cuanto llegues a casa las llamas. —Javier sacó un cigarrillo y se encaminó hacia el patio—. Vamos a fumar.
Los tres amigos salieron al patio y allí fumaron un cigarrillo.
—Nada, he llamado a todas las chicas de la agenda y ninguna puede salir —informó David a sus dos amigos en cuanto se reunieron aquella noche.
—¿Ninguna? No me lo creo. Seguro que han puesto las excusas de siempre —dijo Rafael.
—Que tienen que estudiar, tienen cena familiar o que van a salir con sus amigas que hace mucho que no salen solas, ¿no? —preguntó Javier.
—Sí, siempre son las mismas excusas. Pero bueno, conoceremos chicas nuevas y nos lo pasaremos genial.
—Eso. ¡Vámonos! —Rafael acompañó la última frase con un movimiento del brazo derecho como si estuviese dirigiendo a un pelotón de soldados.
Lo primero que hicieron los tres amigos fue ir hasta la barra de la discoteca en la que entraron, y pedir unas cervezas. A esas tres cervezas le siguieron otras tres y otras tres más. Cada uno pagó una de las rondas. Siempre hacían lo mismo, cada uno pagaba un trío de cervezas y después, cada cual se pagaba sus copas.
Según iba avanzando la noche, el local se llenaba más y más. Grupos de chicas entraban y salían como si no hubiera un mañana. Los tres amigos las miraban de arriba a abajo y evaluaban sus posibilidades. A algunas las descartaban porque no les parecían guapas y a otras porque lo eran demasiado. Descartaban también los grupos de cuatro chicas (a ellas no les gustaba que una de sus amigas se quedara sola porque las otras hubieran ligado) y las chicas que iban en parejas. Finalmente, también dejaban de lado a las chicas que incluían a algún chico en su grupo.
Pasaron la noche entre risas, copas y cigarrillos. La noche fue perdiendo fuerza a medida que las agujas del reloj avanzaban. Poco a poco vieron como los grupos de chicas iban y venían, mientras ellos simplemente las miraban y hacían bromas. Rieron y rieron durante horas. Cuando cerraron la discoteca salieron tambaleándose con un vaso casi lleno en la mano. Siempre les gustaba pedirse una copa justo antes de salir para poder ir bebiendo hasta casa. Hicieron una parada en un bar a comer un perrito caliente.
Se despidieron y cada uno fue hasta su hogar. David abrió la puerta y entró arrastrándose. Sus padres sabían que llegaría en unas condiciones similares. No era la primera vez que pasaba, siempre que se levantaba tan contento y repartía besos a su familia acababa llegando a casa arrastras. Luego se acostaba y dormía casi hasta las seis de la tarde. Sin embargo, aquel día sería diferente. No iba a poder dormir porque sus padres iban a celebrar el cumpleaños de su hermano pequeño, que sería el lunes.
A David le dio igual, porque aquella noche, a pesar de haber dormido solo, se lo había pasado bien. Muy bien
En cuanto sonó el despertador se levantó de su cama dando un salto y comenzó a quitarse el pijama sin utilizar las manos. Visto desde fuera, parecía un contorsionista con hormigas caníbales en la ropa interior. Aquel pensamiento le hizo comenzar a reír como si fuera el mejor chiste que había escuchado nunca.
Cuando iba a salir de su habitación apareció su madre alarmada por el alboroto de las risas.
David le dio los buenos días con una sonrisa en los labios y posó dos sonoros besos en la mejilla.
—Hoy voy a desayunar zumo, leche con cereales y unos huevos con beicon —anunció el joven a su madre—. ¿Dónde están papá y mis hermanos?
—Abajo, en la cocina —respondió la mujer.
Sin decir más, David corrió escaleras abajo hasta llegar a la cocina. Entró resbalando sobre sus calcetines. Besó a su padre y a sus hermanos pequeños.
—¡Buenos días, familia! —saludó David elevando la voz.
—Buenos días, hijo —respondió su padre.
Sin embargo, sus hermanos no reaccionaron de la misma manera. Su hermana, a la que sacaba dos años le miró con cara de extrañeza. Le parecía tan raro que su hermano, con el que nunca había tenido una buena relación, le diera un beso de buenos días así sin venir a cuento… Su hermano pequeño, que idolatraba a David, sonrió, pero como no quería que todos vieran que le había gustado y pensaran que seguía siendo un niño, le dijo algo al primogénito.
—¡Eh!, no me des besos, que eso es de maricas. ¡Y ponte pantalones!
—¡Tú qué sabrás! —respondió David.
—¡Daniel, no digas tacos! —le recriminó su padre. No le gustaba nada que sus hijos dijeran palabras malsonantes, y menos el pequeño, que aún tenía once años y era un niño para aquellas palabras—. Y tú, ¿por qué estás tan contento?
—Porque hoy es un gran día. ¡Es viernes!
—¿Y qué? —intervino su hermana—. Como todos los viernes.
—Sí, pero hoy es especial. No sé por qué, pero voy a pasármelo bien. Bueno, me voy a subir a duchar antes de prepararme el desayuno.
Salió de la cocina corriendo y, de la misma manera, subió las escaleras, pisando solo un escalón de cada dos. El pasillo que conducía de la escalera hasta el baño lo recorrió haciendo volteretas laterales. En una de ellas golpeó un cuadro de la pared con el pie y a punto estuvo de tirarlo al suelo. Su madre le recriminó la acción, pero lejos de sentirse culpable, le lanzó una nueva sonrisa y le dio otro beso antes de entrar en el cuarto de baño.
Bailoteando la vez que canturreaba una vieja canción, se quitó los calzoncillos y se metió en la ducha. Abrió los grifos a tope y luego fue reduciendo la presión de uno y otro hasta dar con la temperatura deseada. Entonces cogió su esponja y la botella de gel ; la puso bocabajo y apretó con fuerza hasta que el líquido se desparramó de la esponja y cayó sobre el plato de la ducha. Con el agua corriente, pronto, el gel despilfarrado desapareció por el desagüe. No le importaba porque sabía que aquel día iba a ser especial. Aquel día iba a pasárselo bien. Y el resto no importaba.
Cuando estuvo vestido y peinado, bajo otra vez a la cocina a prepararse el desayuno. Abrió la nevera y cogió la botella de zumo, la de leche, dos huevos y el paquete de beicon. Puso la sartén sobre el fuego y echó dos lonchas de panceta, dejó que se hiciera lentamente; después echó los dos huevos y cuando estuvieron fritos los sacó al mismo plato en el que tenía el beicon. Se sirvió un vaso de zumo y otro de leche. El primero se lo bebió de un trago y el segundo lo puso sobre la mesa de la cocina, junto con el plato de la comida. Se sentó y dio buena cuenta de su desayuno.
—Así que esta noche vas salir, ¿no? —le preguntó su hermana.
—Así es. Esta noche va ser monumental.
—¿Y qué pasa con el tío ese que te quiere pegar?
—Sé que tengo muchos enemigos, pero esta noche no podrán contar conmigo, por que esta noche… Esta noche voy a pasármelo bien. Hoy no voy a dormir solooo… —canturreó.
—Eres un fantasma.
—Voy a cogerme un pedo monumental. Volveré al amanecer. Voy a venir a casa arrastrándome con la sonrisa puesta, mañana ya, si puedo, dormiré la siesta. Pero esta noche no pienso pegar ojo. Esta va a ser una gran noche. Ahora, si me dejas, voy a recoger esto, que me tengo que ir al instituto.
Al finalizar las tres primeras clases, se reunió en el pasillo con sus amigos Rafael y Javier. Los tres llevaban planeando aquella noche de fiesta desde hacía tres semanas. Habían esperado a finalizar los exámenes del segundo trimestre para poder salir sin tener que levantarse a estudiar al día siguiente. Los tres amigos se habían convertido en inseparables desde que comenzaron el primer curso de la secundaria hacía ya tres años.
—Venga, saca la agenda —ordenó Javier.
David sacó una antigua libreta de teléfonos. Desde los móviles, nadie utilizaba una agenda de papel; sin embargo, a David le gustaba anotar los teléfonos de sus amigos y sus ligues en aquella agenda por si perdía el móvil o se le borraba la memoria.
—Bueno, vamos a ver que encontramos en esta agendilla de teléfonos. Nunca se sabe… —Abrió la agenda y comenzó a pasar hojas adelante y atrás—. Marta, María del Mar, Ana, Elena…
—Decídete. Y si no, lo que puedes hacer es llamarlas a todas —aseguró Rafael—. Quedas con una pronto, con otra a media noche y con otra casi al amanecer. Así seguro que pillamos cacho.
—En cuanto llegues a casa las llamas. —Javier sacó un cigarrillo y se encaminó hacia el patio—. Vamos a fumar.
Los tres amigos salieron al patio y allí fumaron un cigarrillo.
—Nada, he llamado a todas las chicas de la agenda y ninguna puede salir —informó David a sus dos amigos en cuanto se reunieron aquella noche.
—¿Ninguna? No me lo creo. Seguro que han puesto las excusas de siempre —dijo Rafael.
—Que tienen que estudiar, tienen cena familiar o que van a salir con sus amigas que hace mucho que no salen solas, ¿no? —preguntó Javier.
—Sí, siempre son las mismas excusas. Pero bueno, conoceremos chicas nuevas y nos lo pasaremos genial.
—Eso. ¡Vámonos! —Rafael acompañó la última frase con un movimiento del brazo derecho como si estuviese dirigiendo a un pelotón de soldados.
Lo primero que hicieron los tres amigos fue ir hasta la barra de la discoteca en la que entraron, y pedir unas cervezas. A esas tres cervezas le siguieron otras tres y otras tres más. Cada uno pagó una de las rondas. Siempre hacían lo mismo, cada uno pagaba un trío de cervezas y después, cada cual se pagaba sus copas.
Según iba avanzando la noche, el local se llenaba más y más. Grupos de chicas entraban y salían como si no hubiera un mañana. Los tres amigos las miraban de arriba a abajo y evaluaban sus posibilidades. A algunas las descartaban porque no les parecían guapas y a otras porque lo eran demasiado. Descartaban también los grupos de cuatro chicas (a ellas no les gustaba que una de sus amigas se quedara sola porque las otras hubieran ligado) y las chicas que iban en parejas. Finalmente, también dejaban de lado a las chicas que incluían a algún chico en su grupo.
Pasaron la noche entre risas, copas y cigarrillos. La noche fue perdiendo fuerza a medida que las agujas del reloj avanzaban. Poco a poco vieron como los grupos de chicas iban y venían, mientras ellos simplemente las miraban y hacían bromas. Rieron y rieron durante horas. Cuando cerraron la discoteca salieron tambaleándose con un vaso casi lleno en la mano. Siempre les gustaba pedirse una copa justo antes de salir para poder ir bebiendo hasta casa. Hicieron una parada en un bar a comer un perrito caliente.
Se despidieron y cada uno fue hasta su hogar. David abrió la puerta y entró arrastrándose. Sus padres sabían que llegaría en unas condiciones similares. No era la primera vez que pasaba, siempre que se levantaba tan contento y repartía besos a su familia acababa llegando a casa arrastras. Luego se acostaba y dormía casi hasta las seis de la tarde. Sin embargo, aquel día sería diferente. No iba a poder dormir porque sus padres iban a celebrar el cumpleaños de su hermano pequeño, que sería el lunes.
A David le dio igual, porque aquella noche, a pesar de haber dormido solo, se lo había pasado bien. Muy bien
viernes, 6 de marzo de 2015
La gorra
MUERE COSIDO A PUÑALADAS POR “UNA GORRA”
DURANTE UN CONCIERTO
El guitarrista del grupo Tu Otra Bonita murió en el acto y otro de los
componentes todavía se debate entre la vida y la muerte en el hospital. La Policía no descarta
ninguna hipótesis.
Los hechos ocurrieron el pasado sábado a las dos de la
madrugada en la sala Galileo Galilei de la capital. El grupo Tu Otra Bonita
finalizaba la gira-presentación de su último disco “Solitario Hombre Escoba”
ante más de doscientas personas, cuando una persona sin identificar saltó al
escenario. Ante la sorpresa de artistas y público, le clavó a Fico Cámara una
baqueta de batería en un ojo después de asestar cerca de treinta puñaladas al
guitarra Félix Vigara. Los hechos ocurrieron en apenas treinta segundos, por lo
que ninguno de los presentes pudo reaccionar a tiempo.
Según testigos, el concierto estaba en su momento más
álgido, el cantante había anunciado que iba a finalizar la actuación tocando
“Se quemó”, la canción más conocida del grupo, y tras los primeros acordes del
tema el agresor apareció en el
escenario, sin que nadie pueda especificar cómo, y cometió el brutal crimen.
Tan misteriosamente cómo había subido, el autor de la
agresión se escabulló del escenario por la parte trasera en dirección a los
pasillos de los camerinos, para abandonar el local por la salida de emergencia.
Pocos minutos después, y tras numerosas llamadas a
emergencias, los facultativos sanitarios se personaron en el lugar. Una
ambulancia medicalizada trasladó al herido al Hospital Clínico en estado grave
tras estabilizarlo en el lugar de los hechos. Allí fue operado de urgencia para
retirarle la baqueta que tenía clavada en el ojo derecho. Su estado continúa
siendo crítico y se encuentra en la
UCI del citado hospital.
Nada pudieron hacer, sin embargo, por la vida del
guitarrista, que se encontraba en parada cardiorrespiratoria cuando los
sanitarios llegaron al lugar. Tras treinta minutos de masaje cardíaco, los
médicos certificaron la defunción del músico cuyo cuerpo quedó custodiado por la Policía hasta la llegada
del Juez de Guardia.
Los funcionarios de la Unidad de Delitos contra
las Personas (UDP) llegaron poco después y procedieron a identificar e
interrogar a todos los presentes; tanto público como componentes del grupo y personal
de la sala en la que se organizaba el concierto.
Una gorra y
unas huellas
Los asistentes afirman que no recuerdan nada de lo
sucedido momentos antes de la agresión.
Según ha podido saber este medio, a través de los
entrevistados, ha sido que nadie puede aportar ningún detalle del agresor salvo
que portaba una gorra plateada de los New
York Yankees. Ninguno de los asistentes ha podido aportar más datos.
En palabras de A.L. manager del grupo “Fico y Félix
fueron atacados por una gorra plateada. No sé de dónde salió ni por dónde se
fue; solo sé que esa persona ha atacado a dos miembros del grupo y amigos
personales. Espero que la
Policía dé pronto con el asesino y se haga justicia”.
“Solo recuerdo una gorra plateada. El resto está
borroso, como una sombra. Salió de la nada y cosió a puñaladas al guitarrista;
después, atacó al de la batería. No lo vi subir al escenario ni tampoco lo vi
bajar; solo vi cómo mataba a ese chico”, manifestó uno de los miembros del
público.
“Nadie del personal de la puerta recuerda haber visto
entrar a la persona que llevaba la gorra”, comenta el encargado del local. “La Policía ha interrogado a
todos los trabajadores y asistentes al concierto, así como a los artistas y he
oído que todos dicen lo mismo, que lo que les llamó la atención del asesino fue
la gorra plateada. No sabían cómo iba vestido, si era hombre o mujer, ni si era
viejo o joven; pero todos sabían que llevaba esa gorra”.
El bajista del grupo, Pablo García, dijo que no vio
subir al atacante al escenario y que tampoco lo había visto entre el público.
“Fue como si se materializara encima del escenario bajo esa gorra plateada. Yo
estaba entre Fico y Félix y no había manera de llegar a ellos sin pasar por mi
lado, pero no hubo nadie que lo hiciera. No puedo explicarlo. Es como si los
hubiera atacado un puto fantasma”.
A pesar de que nadie vio al agresor subir o bajar del
escenario, este dejó varias huellas de sangre en su huída. La dirección de las
huellas es hacia los camerinos y la salida de emergencia.
El local tiene conectada la apertura de la salida de
emergencia a un sistema de aviso acústico, pero el personal de la sala
manifiesta que el sistema no se activó. En el exterior del recinto las huellas
dejadas por el asesino desaparecen.
La rápida llegada de la Policía evitó que cundiera
el pánico y que los presentes abandonaran el local. La poca gente que se marchó
de la sala, pudo ser localizada casi de inmediato e interrogada en el lugar.
Los miembros de la UDP identificaron a todos los presentes y los
citaron para declarar en las dependencias policiales al día siguiente.
Último
concierto
Tu Otra Bonita daba en Madrid el que iba a ser su
último concierto de presentación del disco “Solitario Hombre Escoba” cuando
ocurrió el ataque sobre dos de sus miembros.
Formado en 2009, el grupo había recorrido cuarenta
ciudades de la geografía española presentando su primer álbum de estudio y
anoche en Madrid cerraba la gira.
Pablo y Héctor comentaban, hace apenas dos días en un
programa de radio, que tenían muchos proyectos de futuro y que trabajaban en
nuevos temas.
“Después de lo ocurrido esta noche no podremos seguir
adelante” manifestó Alberto.
El inspector Maldonado cerró el diario y lo lanzó sobre la mesa de su
despacho con un enfado visible.
—¡Me cago en su puta madre! —exclamó. La puerta de su despacho se abrió
despacio. Raramente la tenía cerrada, pero sus hombres sabían que cuando estaba
cerrada, su jefe no quería ser molestado.
—Jefe, siento molestarle, pero era para decirle que los miembros del
grupo y el personal de la sala ya han acabado de declarar —informó el oficial
Vega.
—Muy bien. ¿Queda alguien más por declarar?
—No. Ya está todo el mundo. Estos días hemos interrogado a los asistentes
al concierto y hoy al personal del local y los músicos.
—¿Hemos obtenido algo nuevo?
—Nada. Todo el mundo dice lo mismo que los atacó una gorra plateada de
los Yankees. No tenemos más datos.
—No es posible que nadie haya visto nada más que una puta gorra, joder.
—Lo sé. Es como si nos enfrentásemos a un fantasma —argumentó Vega sin
dar crédito a lo que él mismo decía—. Es de locos.
—¿Qué han dicho los músicos? ¿Habían recibido amenazas o habían intentado
agredirles en alguna ocasión?
—Nada. Ahora mismo Lucas está hablando con el cantante, que lo conoce de
antes.
—Muy bien. Si tenemos alguna novedad venid a comunicármelo de inmediato.
—Sí, jefe, no lo dude. ¿Alguna cosa más?
—Sí, que dejes de llamarme de usted. Llevas aquí más de cuatro años y
sigues tratándome de usted.
Vega salió de nuevo a la zona de trabajo de la unidad. Su compañero Lucas
estaba colocando todas las declaraciones que acababan de tomar. Héctor, el
cantante de Tu Otra Bonita, esperaba a que el policía acabara con el papeleo.
—Oye, ¿qué tal está Fico? —preguntó Lucas.
—Muy jodido. No sabemos si saldrá de esta; y si sale perderá el ojo
—respondió el cantante—. ¿Qué os han dicho los testigos?
—Lo mismo que todos. Nadie vio nada salvo una gorra plateada.
—Eso no es posible.
—Ya lo sé. Y vosotros, ¿no tenéis enemigos? ¿Alguien al que le hayáis levantado una novia, algún grupo al que
hayáis vencido en concursos, fans cabreados?
—Nada. Por lo menos que yo sepa —respondió Héctor—. Ha habido chicas que
han querido liarse con nosotros, pero cuando las hemos rechazado no ha habido
problemas. Habrá novios celosos, aunque no creo que para llegar a estos
extremos. Ninguno del grupo ha tenido líos con fans.
Maldonado salió de su despacho en el mismo momento en que entraban en las
dependencias Isaac y Martín, los otros dos policías del grupo.
—¿Qué tenemos? —les preguntó nada más verlos.
—Más de lo mismo —respondió Isaac.
—¿Habéis ido a la tienda de caza?
—Sí, pero no hemos conseguido nada. El dependiente sí que recordaba el
cuchillo, y haberlo vendido el viernes por la tarde, pero no recuerda nada más.
Bueno sí, una gorra plateada. Ninguna descripción.
—¿Cámaras?
—Sí. Aquí traemos la grabación. Íbamos a verla ahora mismo.
Los cuatro policías, el inspector y el cantante del grupo se sentaron
frente al ordenador para ver el vídeo de seguridad. Todos se quedaron
boquiabiertos cuando en la imagen apareció la silueta de una persona con una
gorra plateada de los New York Yankees.
Aquello era lo único a lo que prestaron atención. No eran capaces de centrarse
en la cara del comprador, en su ropa, en su estatura, ni siquiera en su sexo.
Acabado el video, Maldonado se dirigió a sus hombres confuso.
—¿Qué es lo que habéis visto?
—Una gorra plateada de los New York
Yankees —fueron respondiendo uno tras otro los policías. El cantante de Tu
Otra Bonita, que aún seguía allí, afirmó lo mismo que los miembros de la UDP.
—¿Nadie ha podido sacar ni un solo rasgo del dueño de la gorra? —quiso
saber el jefe.
—Nada. Pero podemos volver a ver el video. —Vega pulsó de nuevo el botón
de reproducción del programa multimedia, pero en lugar de la grabación apareció
un mensaje de error: “El archivo que
intenta visualizar está dañado o tiene un formato desconocido”—. ¿Pero
qué…?
Todos los presentes se quedaron estupefactos. Menos de un minuto antes
habían visto aquel video. Vega pulsó una y otra vez sobre el archivo, pero
siempre salía el mismo mensaje de error.
—¡Joder! —masculló el inspector—. Todos a la calle a buscar a esa puta
gorra y al que vaya debajo.
Los cuatro policías abandonaron las dependencias de la UDP y comenzaron la búsqueda
del asesino de la gorra.
Dos días después, Lucas y Vega entraron en el despacho con una persona
esposada. Maldonado salió de su despacho al ver que el detenido llevaba puesta
una gorra plateada de los New York
Yankees. Los dos policías hicieron que se sentara en una silla para tomarle
declaración y le dijeron a su jefe dónde habían detenido al sospechoso del
ataque.
—Estaba en una estación de autobuses y llevaba allí desde la noche de la
agresión —informó Vega—. Según nos han dicho los vigilantes, llegó allí, se
sentó en un banco y no se ha movido desde entonces. Al principio no les extrañó
porque hay muchos mendigos que entran a la estación para no pasar frío.
—Muy bien —felicitó el inspector. Después se dirigió al detenido—. Y tú,
¿cómo te llam…?
La pregunta se quedó en el aire cuando Maldonado se giró hacia el
individuo de la gorra y este había desaparecido. En la silla en la que estaba
sentado solamente quedaban una gorra plateada de los New York Yankees y las esposas de Vega.
jueves, 26 de febrero de 2015
El Segundo Advenimiento
“Cuando dos mil años se cumplan, Satanás será suelto de su
prisión, y saldrá a
engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y
Magog, a fin de reunirlos para la batalla; el número de los cuales es como la
arena del mar.” Apocalipsis 20; 7 y 8.
24 de diciembre de 2013. Yusuf se encuentra solo en su cuarto. Se ha
vestido con su mejor traje y enciende una videocámara que tiene anclada sobre
un trípode. En la pequeña pantalla enfoca el sofá y pulsa el botón indicado con
un círculo rojo y bajo el cual aparece la palabra inglesa REC. Después su propia imagen aparece en el visor y se sienta en el
sofá. La escena ya está completa. Sin saber bien que decir, comienza a hablar.
A quién vea este video. Me llamo
Yusuf y quiero confesar un crimen que cometí hace dieciocho años. El peor
crimen que puede cometer una persona. Todo comenzó el 14 de diciembre del año
1995.
Yo, por aquel entonces, tenía
veintiún años y era joven y necio. Sobre todo necio. Vivía con mi mujer Meryem,
que era tan joven como yo y esperábamos un hijo. Habíamos acudido a las
consultas médicas para saber que todo iba bien, pero nos negamos a conocer el
sexo del bebé; queríamos que fuera una sorpresa. Teníamos algunos nombres
pensados, pero los que más nos gustaban eran Isa para niño y Anwaar para niña.
Mi mujer me dijo que una noche tuvo un sueño revelador y que en él aparecían
aquellos dos nombres. Yo no creía mucho en aquello, pero los nombres me
gustaron y a ella le hacía ilusión.
Meryem tenía que salir de cuentas
alrededor del 25 de diciembre. Una fecha tan emblemática para los nosotros, que
éramos cristianos y que para nuestros vecinos musulmanes no tenia mayor
trascendencia. Vivíamos en Turquía y pertenecíamos a la minoría cristiana del
país.
Aquel día, a falta de menos de dos
semanas para el nacimiento de mi hijo, dos extraños personajes se presentaron
en la fábrica de muebles en la que yo trabajaba y me pidieron un momento de
atención, ya que tenían que decirme algo muy importante acerca del nacimiento
de mi hijo. Al principio no les hice caso, pero cuando mencionaron el nombre de
mi mujer y la fecha prevista para el parto me pudo la curiosidad y los acompañé
a una tetería cercana. Una vez que tuvimos intimidad, comenzaron a hablar.
—Mi nombre es Alessandro Ferrara y
soy teólogo, y mi acompañante es el doctor en arqueología James Croft —se
presentó el más anciano de los dos—. Llevamos muchos años estudiando un hecho
que se va a dar próximamente y que acabará con la humanidad, y todos los datos
nos llevan hasta usted y el nacimiento de su hijo.
—¿Cómo dice? —No daba crédito a lo
que oía. No me podía ver la cara, pero me imagino que tenía los ojos abiertos
como platos y la mandíbula desencajada—. Está de broma, ¿verdad? No tengo ganas
de perder el tiempo con ustedes.
Y amablemente me levanté de mi
asiento y salí del local. Los dos hombres me siguieron casi a la carrera, pues
mis pasos eran más ligeros que los suyos.
—Yusuf, tu hijo será el anticristo
—me dijo el teólogo cuando me dio alcance. No lo había notado pero me sujetaba
con fuerza por el brazo. Podría considerarse un acto amenazante. Di un fuerte
tirón y me libré de su mano vieja y apergaminada.
Cuando llegué a mi hogar, mi esposa
ya me esperaba con la cena sobre la mesa. Apenas hablé con ella y en cuanto
acabé de cenar me acosté alegando que no me encontraba bien. Cuando Meryem se
acostó, yo fingí estar dormido. No quería hablar de lo sucedido aquella tarde.
No conseguía conciliar el sueño y
en los momentos que me vencía el cansancio y cerraba los ojos, horribles
imágenes poblaban mi mente: edificios ardiendo, mujeres y niños cayendo en
precipicios que no tenían fin, gigantes olas de barro que arrasaban todo lo que
se encontraban a su paso y sobre todo personas muertas cuyas almas abandonaban
los cuerpos en medio de un terrible sufrimiento.
Me desperté con un terrible dolor
de cabeza y grandes ojeras. Meryem me insistió para que me quedara en casa y no
fuera a trabajar, pero no quería tener que explicarle el porqué de mi
situación. Le dije que me encontraba bien y que no se preocupara por mí.
Llegué a mi trabajo y allí me
esperaban de nuevo aquellos dos hombres.
—Yusuf. Tenemos que hablar con
usted. Es muy importante —comenzó a decirme el arqueólogo.
—Déjenme en paz —les pedí sin
detenerme ni un instante.
Ocupé mi puesto en la cadena de
fabricación, pero antes de media hora tuve que irme. Las imágenes que aquella
noche me habían asaltado seguían rondando mi cabeza. Tenía que hablar con
aquellos dos hombres y dejarles bien claro que yo no tenía nada que ver con lo
que fuera que se traían entre manos. Como supuse, seguían en la puerta
esperándome.
—Vayamos a un sitio tranquilo —les
pedí antes de que ninguno pudiera decir nada.
—Nuestro apartamento será perfecto.
Allí tenemos todos los datos para mostrarte y que nos creas.
Casi una hora después llegamos a un
viejo edificio de apartamentos. Entramos en su vivienda y me quedé sorprendido
al ver la cantidad de documentos que había sobre las camas, las mesas y pinchados
en las paredes con alfileres.
—¿Qué quiere tomar? —me ofrecieron.
—Nada. Quiero que vayan al grano y
me dejen en paz de una vez. Desde ayer que sembraron la idea de que mi hijo
será el aniquilador de la humanidad, no han dejado de inundar mi mente imágenes
horribles.
—Tenemos pruebas —comenzó el
arqueólogo—. En mi última excavación en la frontera de este país, descubrí unos
extraños manuscritos sobre la llegada del anticristo. —Desplegó un montón de
folios sobre el suelo y continuó su relato—. Mira. Aquí dice que Satanás
llegará al mundo mil años después de haberlo hecho nuestro salvador Jesucristo.
Que será vencido y que mil años más tarde saldrá de su prisión para reunir a
las naciones del mundo, Gog y Magog y entonces atacarán la tierra de Israel y
el mal vencerá en el mundo.
—¿Gog y Magog? ¿Quiénes son esos?
—quise saber.
—No son personas. Son lugares.
Según nuestros estudios esos lugares bíblicos hacen referencia a las actuales
Rusia y Turquía. En uno de esos países nacerá el hijo de Satanás y someterá a
toda la humanidad. El caos y el terror imperarán en el mundo. En los documentos
está escrito que en los albores del nuevo milenio tendría lugar el segundo
advenimiento del demonio.
—Pero nosotros estamos aquí para
impedirlo —intervino el teólogo.
—Para el cambio de siglo todavía
faltan cuatro años. Vamos a entrar en 1996 y el milenio no cambia hasta el 2000
—Te equivocas. —El teólogo se quitó
las gafas metálicas que llevaba y limpió cuidadosamente los cristales haciendo
una pausa que me pareció eterna. Entonces tomó los mandos de la conversación—.
El actual calendario por el que se rige el mundo es el calendario gregoriano,
instaurado en el siglo XVI y tiene un desfase de cinco años. Al realizar los
cálculos del nacimiento de Jesús se erraron en cuatro años, más otro adicional
al no contar el año cero. Con lo cual nos situamos a 15 de diciembre de 2000 y
no de 1995.
—Entonces el milenio ya ha empezado
hace casi un año —protesté.
—Te equivocas de nuevo. El milenio
son mil años, desde el año 1 al 1000 y del 1001 hasta el 2000; con lo cual el
milenio empieza en el 2001, dentro de diecisiete días. Días antes nacerá el
anticristo. Concretamente el día de Navidad.
—¿Cómo pueden estar tan seguros?
—El diablo siempre ha querido
burlarse de Dios y de su creación y ha hecho todo como él pero a la inversa.
Dios creó y él destruye. Dios deja al hombre a su libre albedrío y Satanás lo
intenta llevar al lado de las tinieblas.
»Tu esposa y tú os llamáis como los
padres de Jesús, y vais a tener un hijo en la misma fecha y le pondréis el
mismo nombre. Claro está que tu esposa no es virgen como nuestra Santa Madre,
pero seguro que ha recibido la visita de un ángel caído que le ha anunciado que
va a ser la madre del hijo de Lucifer. Posiblemente no se lo haya planteado
así, pero alguna señal habrá tenido.
—Bueno, un día me dijo que soñó con
el nombre de nuestro hijo. Se llamarían Isa. Yo no creo en esas cosas, pero el
nombre no me disgusta y a mi mujer le pareció bien seguir lo que le indicaba el
sueño.
—Debí suponerlo; Isa es la forma
árabe del nombre de Jesús. Otra prueba más de que estamos en lo cierto. Es la
prueba definitiva. —Entonces el teólogo se acercó a la cama y cogió más
papeles—. Mira, el mal está haciendo de las suyas antes de la llegada
definitiva del hijo de Satanás: graves inundaciones en Corea del Norte a lo largo
de todo el año que están desembocando en hambruna, los terremotos de
Neftegorsk, Cali, Antofagasta y el que sufristeis aquí en Kobe, huracanes y los
atentados de Madrid, Oklahoma y el del metro de Tokio… Son datos irrefutables
de que la llegada de Satanás está próxima. Y necesitamos tu ayuda. Tú eres el
encargado de acabar con la vida de tu hijo cuando nazca; igual que Dios encargó
a Abraham acabar con la vida de su hijo, el Señor te pide que hagas el mismo
sacrificio.
—¡Jamás! Sois unos chiflados
—espeté justo antes de levantarme. Tiré todos los papeles que me encontré de
camino al suelo y abandoné el apartamento dando un tremendo portazo.
Aquellos dos fanáticos de la
religión y del fin del mundo me estuvieron siguiendo e intentando convencerme
de que mi mujer llevaba al mismísimo hijo de Satanás en su vientre. También me
aventuraron que mi hijo no nacería en un hospital, si no que lo haría a la
intemperie, resguardado por alguna especie de portal, al igual que hizo Jesús.
Durante los días siguientes, tuve
horribles pesadillas que no me dejaban dormir. A mi mujer le dije que eran los
nervios de ser padre. Que estaba muy emocionado y que por eso no dormía en
condiciones.
Por fin, la noche de Nochebuena mi
mujer se puso de parto. A partir de ese día, los días de Navidad tendrían doble
celebración en nuestra familia. Antes del ocaso le comenzaron las contracciones
y pasada la media noche rompió aguas. Con calma cogimos todo lo que teníamos
preparado para pasar unos días en el hospital, tal como nos había indicado la
comadrona, y nos montamos en el coche.
Meryem respiraba rítmicamente y con
pausa, como aprendió en las clases a las que asistió para el parto. Yo,
mientras tanto, conducía más nervioso que cualquier otra cosa, pero con la
precaución de no tener un accidente.
Entonces sucedió. En una calle
despoblada, una rueda del coche se reventó y me hizo perder el control del
vehículo. Tuve que dar varios volantazos hasta que chocamos con un muro y allí
nos detuvimos. Mi esposa se golpeó en la cabeza y perdió el sentido durante
unos minutos. Mientras intentaba sacarla del interior, escuché una voz a mis
espaldas.
—Te ayudaremos. —Era el arqueólogo,
que junto a su acompañante se encontraban allí. Habían ido siguiéndome desde
que salí de mi casa—.Va a matar a su madre. Así como Jesús amó a su progenitora,
tu hijo odia a la suya y acabará con ella. Tienes que matarlo con este puñal
sagrado antes de que sea demasiado tarde. —Y me tendió un puñal con la hoja
curva y extrañas filigranas en la empuñadura
—No lo permitiré. Mi mujer y mi
hijo van a vivir los dos —respondí sin coger el arma.
Cuando sacamos a Meryem de mi
coche, la trasladamos hasta el de los dos estudiosos del Apocalipsis.
Intentaron una y otra vez poner en marcha el motor, pero todos los intentos
fueron en vano.
La noche era fría y con el motor
parado la calefacción del auto no funcionaba y mi esposa y el bebé, cuando
saliera, necesitaban calor; por lo que decidimos cobijarnos en el portal de un
edificio abandonado. Nada más tumbarla en el suelo, Meryem recuperó la
consciencia debido a una nueva contracción.
—¡Ya está aquí! —gritó. No se había
percatado de que no estábamos solos ni de que estábamos en un portal lejos del
hospital.
El teólogo llegó con un par de
mantas. No había notado que se había separado de nosotros.
—Toma. Las tenía en el coche. Nunca
vienen mal unas mantas, por si acaso.
Con ellas tapamos a mi mujer e
intentamos asistirla en el parto. No sabíamos como hacerlo, pero nos dejamos
llevar por los instintos naturales.
Ella empujaba con todas sus fuerzas
a la vez que gritaba. Cuando descansaba un instante para tomar aire de nuevo y
empujar me decía llorando que la dolía como si la estuvieran arrancando las
entrañas. Entonces otro empujón más y un nuevo grito. Aquel grito era diferente
a los anteriores, no era de esfuerzo ni de un dolor físico normal. Era un grito
desgarrador, como un aullido.
—¡¡¡AAAHHH!!! ME DUELE. SÁCAMELO.
SÁCAMELO. ME ESTÁ MATANDO —gritaba mientras apretaba mi mano. La presión era
tan fuerte que no podía soltarme. Si continuaba así me partiría los dedos.
Los gritos no cesaban y el dolor de
mi mujer tampoco. Yo no podía ver lo que sucedía por allí abajo ya que Meryem me tenía cogida la mano con
tal fuerza que no me dejaba separarme de su lado. Los dos eruditos se encontraban
arrodillados entre sus piernas y parecía que tiraban de algo. De mi hijo.
—Empuje, que ya está acabando de
salir —indicó el teólogo levantando un poco la cabeza.
—¡¡AAAHHH!! —El último grito de mi
mujer me partió el alma al medio. Entonces la presión sobre mi mano se aflojó y
pude separarme de ella e ir hacia el teólogo y su acompañante para ver a mi
hijo.
—Ha matado a la madre —anunció el
arqueólogo.
Yo supuse que el aflojarme la mano
se debía a que ya no tenía que hacer esfuerzos para que saliese el bebé, pero
aquel hombre estaba en lo cierto. Volví a colocarme a la altura de la cara de
mi mujer; no respiraba. Le busqué le pulso pero fue inútil. Le hice la
respiración artificial y el masaje cardíaco hasta que caí casi desfallecido.
Todo fue en vano. Entonces, le presté atención al causante de aquella muerte. A
mi hijo. Los dos eruditos estaban en lo cierto y aquella criatura era el hijo
de Satanás y tenía que acabar con él.
—Dadme a ese hijo de puta que voy a
matarlo y acabar con esto —les dije.
Para mi sorpresa, el arqueólogo
tenía cogido al bebé y lo acunaba.
—Estábamos equivocados. No es el
hijo de Satanás. Es una niña preciosa. Tantos estudios y horas de trabajo para
nada. —El hombre me tendió a mi hija.
La cogí en mis brazos y dos
emociones enfrentadas aparecieron en mi corazón. Una era el amor incondicional
de un padre a su hija y otra el odio hacia el ser que me había arrebatado a mi
esposa.
El arqueólogo y el teólogo se
apartaron de nosotros varios pasos. Pude ver que el teólogo llevaba el puñal en
la mano, pero no lo sostenía con gesto amenazante, si no con el fin de
guardarlo en su funda.
Entonces la niña comenzó a llorar.
Aquel llanto me comprimió el corazón. Un segundo después, el muro más cercano a
los dos hombres que nos acompañaban se vino abajo aplastándolos. Varios
disparos sonaron por la zona y una explosión se produjo en una fábrica nocturna
que se encontraba a varias cuadras de distancia. Después la niña empezó a reír,
aquella risa me trajo tal congoja que no podría describirla
—No puede ser verdad —murmuré a la
vez que bajaba mi mirada al suelo con resignación. Allí vi el puñal del
teólogo—. Tenían razón, Satanás se burla de la obra de Dios y la copia a la
inversa. El Señor nos envió a su hijo para salvarnos y él nos envía a su hija para
condenarnos.
No lo dudé un instante y coloqué a
aquel bebé en el suelo, le quité la manta con la que lo habían tapado los
estudiosos y levanté el cuchillo por encima de mi cabeza para acabar con la
vida de la hija del demonio.
—Entonces cometí el mayor crimen imaginable —dijo Yusuf—. Han pasado
dieciocho años y…
—¡Papá! —Se escuchó una voz juvenil proveniente de otra habitación de la
casa—. Date prisa o llegaremos tarde. Una no cumple dieciocho años todos los
días.
—Voy, Anwaar, hija mía. Han pasado dieciocho años y hoy quiero pedir
perdón por cometer el crimen de condenar a la humanidad. Cuando aquella
criatura me miró, no fui capaz de matarla.
»Nos cambiamos de ciudad y de país para alejarla (alejarme) de los
recuerdos de la noche en que murió su madre. Hasta ahora solo ha provocado algún accidente cuando no se le concedía un
capricho y se enfadaba. También provocó el tsunami de 2004, porque por su
noveno cumpleaños no le regalé la mascota que tanto quería. Ahora, que está a
punto de cumplir los dieciocho años, no sé qué sucederá, pero temo que libere
toda la maldad que lleva en su interior. Hace dieciocho años no fui capaz de
matarla y he condenado a la humanidad. Desde que nació, en mi familia hay una
doble celebración: conmemoramos el nacimiento del hijo de Dio y de la hija de
Satanás. Que el Señor me perdone.
lunes, 9 de febrero de 2015
Oswald
Abrió la puerta de la casa de su hija como cada noche. Encendió la luz del
recibidor y se quitó los zapatos para calzarse las viejas pantuflas.
Había una pequeña luz en el salón, pero no se oía ningún ruido. Aquello
no le daba buena espina. Aunque Linda y Oswald estuviesen en la cocina
preparando la cena, él tendría que percibir algún sonido.
Un segundo antes de percatarse de lo extraño de la situación, el
silenciador de una Glock 9mm le
apuntaba al centro de la frente. La pistola la sujetaba la mano enguantada de
un encapuchado.
—Bienvenido, Richard. Ponte cómodo. Tu hija y tu nieto nos estaban
contando una divertida historia —le dijo una voz. A pesar de los años pasados,
reconoció aquella voz al instante. Después de cincuenta años viviendo en los Estados
Unidos había perdido el marcado acento alemán que la caracterizaba.
El encapuchado de la pistola le hizo pasar al salón de la casa poco
después de que se encendiese la luz. Seis hombres con la cara tapada y armados
retenían a su nieto Oswald atado y amordazado en una silla. El cuerpo de su
hija yacía en el suelo con síntomas de haber sido salvajemente torturada.
El mundo dejó de tener sentido para él. Ver a su hija muerta a mano de
aquellos hijos de puta había sido la gota que había colmado el vaso. Habría
soportado cualquier suplicio que le hubieran hecho pasar a él, pero que
hubieran tomado represalias con su hija y las fueran a tomar con su nieto era
algo que no iba a permitir.
Se intentó abalanzar sobre Wilhelm, el hombre que dirigía todo aquello y
el único que llevaba el rostro descubierto, pero una pistola sobre la nuca de
su nieto le hizo frenarse de golpe.
—Siéntate si no quieres ver a tu nieto de la misma forma que tu hija —le
ordenó la voz de Wilhelm. Como por arte de magia el acento alemán se
materializó de nuevo. Lleno de rabia obedeció.
Una vez sentado se percató de que el suelo del salón estaba lleno de
figuras y muñecos de Mickey Mouse rotos. Todos los de la casa, que no eran
pocos. Su hija, al igual que él hasta su jubilación, trabajaba para The Walt Disney Company y el icono de la
empresa estaba por toda la casa.
—Me ha costado romper todos esos putos ratones, pero por fin di con la
clave que descifra la ubicación del cuerpo de Walt Disney —le dijo Wilhelm a Richard—.
Debí figurarme que la esconderías en un lugar a la vista de todos, pero difícil
de descubrir. Mickey. Mic key,
micrófono y llave. Eres listo, pero yo lo soy más. ¿Pensabas que no descubriría
nunca el juego de palabras? Tengo que confesarte que me costó mucho tiempo,
pero una vez descifrado solo he tenido que dar con el ratón adecuado. Pensé que
era el del juguete de cuando tu nieto era pequeño, ese con un micrófono; pero
me equivoqué. Lo habías escondido en ese otro que el ratón imita a Elvis. Eres
un viejo zorro, pero yo soy más listo que tú.
Richard miraba alternativamente a su nieto, el estropicio de muñecos y al
causante de todo aquel daño.
—Ahora acompañarás a mis hombres hasta donde está congelado Disney, si no
quieres que mate a tu nieto y luego acabe contigo. Sé que hará falta el
reconocimiento de tu huella dactilar o de tu iris para acceder al lugar. Seguro
que también has tomado más precauciones y necesito que desactives todos esos
sistemas de defensa.
—Está bien —accedió.
—Abuelo, no. Sabes que cuando obtenga lo que quiere nos va a matar
—intervino por primera vez su nieto Oswald.
—Todo a va a salir bien —intentó tranquilizarle el anciano.
—Siento interrumpir esta emotiva charla, pero el tiempo apremia. Tengo
una venganza que cobrarme y ya he dejado pasar muchos años. Llevaos al abuelo y
vosotros quedaos con el nieto —le ordenó Wilhelm al que parecía ser su hombre
de confianza y a otro que se encontraba junto a él—. El resto, en marcha.
Dos de los encapuchados agarraron por los brazos a Richard y le obligaron
a salir de la casa.
—¡Eh!, sin empujar —se quejó el anciano—. Puedo caminar solo.
—Calla, viejo.
—Id en su coche, y que conduzca él. Seguro que algún sistema de seguridad
es el reconocimiento de su matrícula. Lleva más de cincuenta años con la misma
y eso tiene que tener algún sentido —mandó Wilhelm a los dos secuaces que irían
con Richard.
—Sí, jefe.
Wilhelm, acompañado de otros dos matones, montó en un lujoso Lincoln
Navigator que acababa de estacionarse frente a la casa de Linda. Richard fue
conducido a empujones hasta su coche, un viejo Ford Torino del año 75 que era
su mayor tesoro. Le obligaron a ponerse al volante mientras que uno de sus acompañantes ocupaba el asiento del
copiloto y el otro justo el que estaba detrás del conductor. Tenía una pistola
apuntándole constantemente a la nuca y otra al lado derecho de su cabeza. No
tenía escapatoria ni podía arriesgarse a hacer ningún movimiento en falso.
Emprendieron la marcha hacia los estudios centrales de Disney, donde,
según las indicaciones, se conservaba el cuerpo criogenizado del fundador de la
compañía.
El Torino alcanzó la velocidad de noventa kilómetros por hora en la
autopista que bordeaba la ciudad, y Richard decidió que era el momento de
actuar. Soltó su mano derecha del volante y la apoyó sobre la palanca de
cambios. Un gesto inocente que cualquier conductor realiza varias veces a lo
largo de un trayecto. Sin embargo, Richard tenía otras intenciones. Siguiendo
el refrán de “que tu mano derecha no vea lo que hace tu mano izquierda” hizo
que sus captores se fijaran en aquel gesto, quedando sin vigilancia la otra
mano, la izquierda. Entonces, con ella pulsó un botón que había junto al
volante. Unas pequeñas explosiones, como las de los airbags al activarse, se
escucharon en los reposacabezas de todos los asientos salvo en el del
conductor. De ellos salieron pinchos de acero de veinte centímetros de
longitud, que atravesaron la base de los cráneos de sus acompañantes, haciendo
que perdieran todas sus funciones motoras al instante. A los pocos segundos
murieron sin saber qué había pasado.
Richard cambió de sentido en cuanto pudo y se encaminó de nuevo al hogar
de su hija. Tenía que salvar a su nieto y disponía de poco tiempo. Llevaba
muchos años sin tener que entrar en acción, pero gracias a que continuaba con sus
entrenamientos de Defensor del Gran Secreto, podía ser capaz de desarrollar
todas sus cualidades de defensa y ataque.
Aparcó su coche dos calles por detrás de la casa y se acercó a un solar
abandonado. Allí, oculta dentro de grandes tuberías de hormigón había una
puerta que daba a un acceso secreto a casa de su hija. Siempre lo había tenido
para huir en caso de ser necesario, nunca lo consideró como una entrada
alternativa, pero ahora iba a darle ese uso. Aquel pasadizo llevaba hasta el
sótano. Entonces haría su aparición por sorpresa y liberaría a su nieto.
Silenciosamente salió del sótano y se acercó a la puerta del salón. Desde
allí podía ver a su nieto con los dos encapuchados que lo retenían. Uno de
ellos tenía en sus manos la jaula de una mascota de Oswald.
—Vaya, como no lo habíamos pensado antes. Esta familia tiene un ratón
como mascota, y mira qué casualidad que se llama Mickey. Seguro que este bicho
tiene algo que revelarnos —metió la mano en la jaula y sacó al roedor. Le
retorció el cuello ante el lagrimoso rostro de su dueño. Después arrojó la
jaula al suelo y la misma se deshizo en varias piezas. Entonces, el encapuchado
cogió una de ellas. Era extraña y no encajaba del todo dentro de la jaula de un
ratón—. Te lo dije. Aquí tenemos el secreto que tan bien han guardado los
Defensores.
Cuando levantó un pequeño cilindro con extrañas inscripciones, Richard
apareció en el salón lanzando un shuriken contra aquel hombre. El proyectil se
le clavó en el cuello haciéndole caer al suelo. Llevaba impregnado un potente
veneno capaz de tumbar a una res en cuestión de segundos.
Ante la sorpresa del otro captor, corrió hacia él y le hizo un tremendo
tajo con una pequeña cuchilla. La vida se le escapó rápidamente.
—¿Abuelo? —preguntó temeroso Oswald—. ¿Qué ha pasado? ¿Quiénes son estos
hombres y qué quieren?
—Es una historia muy larga —comenzó a explicarle al chico a la vez que lo
desataba—. Estas personas son Grimmers,
descendientes de los famosos hermanos Grimm, los creadores de los cuentos que
inspiraron los clásicos de Disney.
—¿Qué quieren de nosotros? ¿Qué tenemos que ver con ellos y Disney?
—Como sabes los hermanos Grimm fueron dos, Jacob y Wilhelm. Ambos
formaron familias y tuvieron descendencia; pues un descendiente de Jacob le
vendió a Walt Disney los derechos de los cuentos para hacer películas. Por lo
visto, a los descendientes de Wilhelm aquello no les sentó bien, ya que se
considera que él fue el auténtico creador de las historias, por lo que los
descendientes de Jacob no tendrían legitimidad para venderlos. Consideran que
Disney adquirió los derechos de forma fraudulenta.
—¿Y qué tiene que ver todo eso con nosotros? —quiso saber el chico.
—Soy el Guardián del Gran Secreto. Sé dónde está el cuerpo congelado de
Walt Disney, y ahora sé que debo transmitírtelo a ti.
—Eso es un mito. Todo el mundo lo sabe.
—Esa es la mejor forma de guardar el secreto, hacer creer a todo el mundo
que es mentira. Walt Disney está criogenizado. Yo mismo fui testigo del
proceso. Fui elegido entre los trabajadores de The Walt Disney Company para guardar el secreto del lugar de su
conservación. Tienes que saber cuál es ese lugar. Se encuentra dentro de la
estatua del propio Walt Disney que hay en Disneyland.
—¿A la vista de todo el mundo?
—Sí. Es el mejor escondite: todos los ven pero nadie sospecha que se
encuentra allí. La estatua esta permanente refrigerada por dentro para mantener
el cuerpo en el estado de congelación.
—¿Por qué han roto todos los muñecos de Mickey? —preguntó Oswald.
—Porque creían que uno de ellos guardaba los datos de acceso a los
estudios y que en ellos estaría el cuerpo de Disney.
—Pero mi ratón tenía algo en su jaula que, según el encapuchado, llevaba
a Disney. ¿No era muy evidente ocultar algo en un muñeco de Mickey o en la
jaula de un ratón que también se llama Mickey? Es el estandarte de Disney y el
primer dibujo animado que creó.
—En lo primero aciertas, en lo segundo no. La primera creación de Disney
fue Oswald, el conejo afortunado.
—¿Oswald? ¿Cómo mi conejo? ¿Cómo yo?
—Eso es. Tú te llamas Oswald por el personaje, al igual que tu mascota.
Realmente es tu conejo Oswald quién guarda el secreto de la localización de
Disney. Combinando esta pieza —dijo el anciano alzando el cilindro— con otra
similar que hay en la jaula del conejo nos revela la forma de acceder al cuerpo
de Disney. Esta pieza por ella misma no vale de nada.
—Y lo que encontró ese hombre en la figura de Mickey vestido de Elvis,
¿qué era?
—Falsas informaciones por si algo como esto pasaba. En cuanto alguien que
no fuera yo entrase en ese sitio, las puertas se cerrarían automáticamente y no
tendrían forma de salir, muriendo de hambre y sed. Nadie podría oírlo pedir
ayuda ya que la habitación está insonorizada y en un sótano a treinta metros
bajo tierra. Ahora no debemos perder más tiempo. Toma —le dijo el viejo
entregándole una tarjeta de visita—. Ve a esa dirección y dile a quién te
atienda que el Maestro está en peligro. Sabrán lo que significa y te prepararan
como es debido para ser Guardián del Gran Secreto.
—¿Por qué es tan importante que no lleguen hasta Disney? ¿Qué es lo que
buscan?
—Buscan descongelarlo y que le devuelva los derechos de los cuentos, así
como los beneficios obtenidos por su explotación. Al no estar muerto, ningún
descendiente puede devolver esos derechos y tiene que ser el propio Disney el
que firme el documento. Eso supondría miles de millones de dólares y la quiebra
de la empresa, tener que cerrar los parques de atracciones y muchas cosas más.
—¿Y a quién le importa eso? Son parques de atracciones, nada más.
—Es algo más. Es donde reside la fantasía y la ilusión de millones de
personas en todo el mundo. Imagina un mundo sin Disney… —Y le dejó unos
instantes para pensar—. No puedes, ¿verdad? Pues tenemos que mantener a Walt
Disney en su estado hasta que todo esto haya pasado y que no haya nadie que
amenace las ilusiones de los niños. Ahora ve a esa dirección. Espero que todo
acabe pronto, pero si no, vas a necesitar un duro entrenamiento.
Abuelo y nieto se acercaron al cadáver de Linda y le dieron un suave beso
de despedida. Después, Richard cubrió su cuerpo con una manta.
Cuando el muchacho, con los pensamientos más confusos que en toda su
vida, abandonó la casa, Richard acudió al sótano. Allí, en una habitación
secreta para el resto de su familia, recuperó su ropa de asalto y varias armas.
Había llegado el momento de la lucha final, y quería salir victorioso para que
su nieto no tuviera que soportar la carga que él había llevado sobre sus
hombros todos aquellos años.
En su coche llegó hasta el rascacielos en cuya azotea tenía su cuartel
general Wilhelm Grimm IV. Actual líder de los Grimmers, que llevaban ochenta años detrás de recuperar lo que
creían que les pertenecía legítimamente. Dejó su coche y se adentró en la
oscuridad de la noche.
Al llegar a la entrada del edificio se encontró que allí había dos
guardias armados. Los Grimmers lo
estaban esperando, no cabía duda. Seguramente ya sabían que los encapuchados
habían caído sin conseguir su objetivo. Sacó su ballesta con visor infrarrojo y
disparó sobre el primer guardia. El virote se le clavó en el cuello matándolo
al instante. Su compañero, empuñó su rifle y buscó en la oscuridad al intruso.
Un minuto después yacía en el suelo con el cuello roto.
Sigiloso como un felino, Richard avanzaba por los pasillos del edificio
pegado a la pared, desconocedor que Wilhem Grimm ya sabía de su presencia. Los
detectores de movimiento habían activado las cámaras de seguridad e iban
revelando su posición a cada paso.
Decidió no coger los ascensores, porque así era más vulnerable. Subiría por
las escaleras.
En el segundo piso le recibieron con una ráfaga de M-16. Afortunadamente,
pudo retroceder a tiempo y volver a ocultarse en el pasillo. Saco una
mascarilla y un bote de gas lacrimógeno y lo lanzó en las escaleras. Esperó
unos minutos a que la nube de humo se formara y le permitiera avanzar sin ser
detectado. Las toses de sus adversarios le avisaron de sus posiciones y así
pudo librarse de ellos.
No iba a permitir que lo volvieran a sorprender. Era muy probable que lo
estuvieran vigilando a través de cámaras, y él sabía como evitarlo. En su reloj
activó la función de inhibidor de señales, así desactivaría todas las cámaras y
no verían por dónde iba.
A pesar de mantenerse en forma, ya no era tan joven como quería pensar y
al llegar al octavo piso estaba exhausto. La combinación de las escaleras con
la tensión y alguna pelea había hecho mella en él. Aún le quedan trece plantas
y muchos enemigos de los que deshacerse y el ascensor empezaba a ser una opción
más que válida.
—El motor de los ascensores se ha puesto en marcha —indicó el jefe de
seguridad a Wilhelm Grimm
—Estupendo. Ahora sí que está acorralado. Detén los ascensores y acabad
con él.
—Enseguida.
El jefe de seguridad envió a un equipo de cuatro hombre a la puerta de
los ascensores de la undécima planta. El ascensor se detuvo y antes de abrirse
las puertas abrieron fuego a discreción con sus fusiles de asalto. Cuando cesó
el tableteo de las armas y las puertas se abrieron, un cuerpo sin vida cayó al
suelo. Pero no era el de Richard, sino el de uno de los guardias de los pisos
inferiores.
—¡En el techo! —gritó uno de los guardias. Todos abrieron fuego sobre la
parte superior de la cabina del ascensor hasta que hubo más espacio vació que
techo. Las chispas de las lámparas destrozadas saltaban sin control—. ¡Alto el
fuego!
Nuevamente silencio. Un instante después, ocho disparos de una pistola
acabaron con la vida de los cuatro mercenarios. Richard había puesto en
movimiento los ascensores, haciéndolos bajar hasta la planta baja y después
haciéndolos subir de nuevo (ventajas de los ascensores modernos que poseen
memoria), mientras él subía por las escaleras lo más rápido que podía. No llegó
a la par que los elevadores, pero si a tiempo para acabar con los cuatro
guardias.
Ocho plantas más y llegaría a su destino. Disparos y más disparos lo
fueron saludando a cada planta que ascendía, pero gracias a sus dotes consiguió
salir indemne de todos los ataque recibidos.
A las puertas del despacho de Wilhem lo esperaba el jefe de seguridad. Vestía
un traje elegante de color blanco. Al ver a Richard, el hombre se quitó la
chaqueta y la dejó doblada a un lado con la esperanza de recuperarla en breve.
Se lanzó contra el Guardián del Gran Secreto; este, que esperaba el
ataque, se apartó unos centímetros para esquivar el golpe. Después lanzó una
patada a la rodilla de su adversario haciéndole doblar la pierna. Richard
encadenó otro par de golpes en la cara de su oponente, pero apenas le hizo
mover la cabeza un poco.
Cuando recuperó la posición erguida, abrazó con fuerza al intruso
derribándolo. Los dos rodaron por la alfombra que decoraba aquel pasillo.
Forcejeos, golpes y arañazos fueron intercambiados por los dos rivales.
Finalmente, el jefe de seguridad de Wilhem agarró a Richard por el cuello y
comenzó a estrangularlo. El aire empezaba a faltar y la sangre que debía regar
su cerebro había encontrado una obstrucción que no podía sortear. La vista se
le nublaba y notaba que estaba perdiendo el sentido.
En un acto desesperado sacó la cuchilla que ocultaba en su cinturón y
lanzó un golpe hacia su atacante. Tuvo la fortuna de que la afilada hoja abrió
un gran tajo en el cuello del que iba a ser su verdugo. La presión sobre la
garganta de Richard se fue aflojando, y el traje, que había sido blanco, tardó
pocos segundos en tornarse rojo.
Wilhelm esperaba con una pistola la entrada de Richard.
—Bienvenido. Has llegado muy lejos, pero aquí se acaba tu viaje —le dijo
al verlo entrar.
—Adelante, dispara. No temo a la muerte; y si me matas jamás conocerás el
paradero de Disney.
—Te equivocas, sé donde se encuentra. A la vista de todo el mundo pero
oculto de la gente. La propia estatua que hay en Disneyland es su escondite.
El semblante de Richard cambió de inmediato.
—¿Cómo…? —No pudo acabar la frase. La aparición en la escena de una
tercera persona le hizo quedarse sin habla.
—Hola, abuelo —le saludó
Oswald.
—Richard, te presento a mi
nieto Jacob Grimm. Ha sido duro ver como tú y tu hija lo criabais, pero
necesitaba meter a un infiltrado en lo más profundo de tu familia. Jacob nació
hace veinte años, al día siguiente que Oswald. En el hospital cambiamos a los
dos niños y asunto arreglado. Pasados los años me puse en contacto con él y le
mantuve al corriente de todo lo que pasaba… ¡Qué gran invento las
telecomunicaciones! Gracias a Internet podíamos estar en contacto sin que ni tú
ni tu hija os dierais cuenta. —Wilhelm comenzó a reír a carcajadas hasta que le
sobrevino un ataque de tos. Cuando se recuperó, continuó con su relato—. ¿Cómo
crees que supimos cuándo era el momento oportuno para asaltar tu casa? ¿Cómo
pudimos evitar las trampas y las alarmas que tenías preparadas? Sabía que tarde
o temprano le revelarías el secreto al chico y entonces yo también lo
conocería.
—Maldito traidor. Te he tratado como a mi propio nieto, ¿y así me lo
pagas? —balbuceó Richard al borde de las lágrimas.
—Mickey —interrumpió Wilhelm—. Mic key. Micrófono y llave. Cuando te lo dije no esperaba
que lo entendieras, y estaba en lo cierto. Tu casa estaba llena de micrófonos
ocultos en todos los muñecos del maldito ratón, hablaras dónde hablaras, yo
escucharía todo. Ahora, despídete.
Wilhelm apuntó de nuevo a Richard. Un disparo sonó en la sala. La pistola
de Wilhelm cayó al suelo, seguida del cuerpo de su dueño. Jacob Grimm empuñaba
un revolver humeante. Había acabado con la vida de su abuelo. Richard no daba
crédito a lo que acababa de suceder.
—No permitiré que un desalmado como él se apodere de la mitad de la
fortuna de Disney ni que acabe con los sueños de miles de personas —le dijo a Richard.
—Oswald. Jacob, yo… yo… Me alegro que pienses así.
El muchacho encañonó a Richard y disparó tres veces sobre él.
—No permitiré que se apodere de la mitad de la fortuna de Disney, cuando
puedo hacerlo yo mismo. Oswald fue el que comenzó el Imperio de Disney y Oswald
será el que lo finalice. —sentenció. Richard ya no pudo oír aquellas palabras.
Encendió un mechero y acercó la llama a las cortinas del gran ventanal
que se abría a la ciudad. Todo aquel edificio ardería hasta los cimientos y
nadie sabría que había sucedido allí realmente. Pasado algún tiempo, acudiría a
descongelar a Disney y le exigiría lo que era suyo. Ahora nadie podía impedir
que se convirtiera en un hombre muy poderoso.
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