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viernes, 16 de enero de 2015

K.O.

Relato sobre un combate de boxeo con el que pasé la primera ronda de Versus II

K.O.

¡¡GRAN COMBATE!!
KENNY TURNER vs. LEO VITALLI
Por el título mundial de los pesos pesados.
Sábado, 15 de diciembre a las 22:00
Madison Square Garden (N.Y.)

Así rezaba el cartel que anunciaba su combate. Su último combate Llevaba muchos años retirado, pero necesitaba el dinero para sacar adelante a su familia. Con aquella pelea ganaría lo suficiente para que sus hijos fueran a la universidad y se labraran un futuro. No era el primer deportista (ni el primer boxeador) que regresaba a la élite después de haberse retirado.
Leo Vitalli. Su nombre había sido sinónimo de triunfo en las décadas de los ochenta y los noventa, cuando todos los muchachos de la calle querían ser boxeadores debido al tirón que habían tenido las películas de Rocky y al éxito de Mike Tyson.

Echó un último vistazo al cartel y continuó caminando hacia el gimnasio. Allí era respetado, y todos querían su opinión y aprobación para iniciarse en el mundo pugilístico. Él solo les exigía dos requisitos para entrenarlos: que continuasen con sus estudios y que se mantuvieran alejados de los problemas.
—Buenos días, Leo —saludó el dueño del local—. ¿Estás nervioso por el combate?
—Hola, Billy. Todavía faltan tres semanas. Me queda mucho tiempo para ponerme nervioso —rió Leo.
Tras saludar a los usuarios del gimnasio, entró en el vestuario y se puso su ropa de entrenamiento.
Después de realizar el calentamiento, se fue hacia el saco y comenzó a golpearlo durante varios minutos. Acabado aquel ejercicio se subió al cuadrilátero a la espera de que algún otro subiera con él. Estuvieron cruzando golpes durante un buen rato, hasta que su contrincante se cansó y otro nuevo subió a sustituirle.
Leo dio por finalizado el entrenamiento de aquella mañana. Por la tarde saldría a correr para hacer algo de ejercicio aeróbico. Así había pasado los cinco últimos meses. Necesitaba ponerse en forma para medirse al actual campeón mundial de los pesos pesados. En otras circunstancias le habría parecido irónico, hasta gracioso, que se enfrentaran el vigente campeón con el que lo fue veinte años atrás.
¡Qué recuerdos! Le encantaba volver atrás en el tiempo y revivir aquellos momentos de gloria.

—¿Sigues empeñado en pelear? —le preguntó su mujer cuando comenzó a servir la comida. Aquella conversación la habían tenido docenas de veces; sin embargo, ella no se daba por vencida. Iba a poner todo de su parte para que él renunciara a aquel combate.
—Va a ser mi último combate —respondió.
—Eso mismo me dijiste hace años y, después de mucho tiempo fuera del mundo del boxeo, ahora quieres volver,
—Llevo muchos meses entrenando. Además, este combate nos reportará lo suficiente como para que los chicos vayan a la universidad.
—No nos hace falta ese dinero. Con lo que ganamos con nuestros trabajos podemos pagarle los estudios —argumentó Margaret.
—No es suficiente. Quiero que vayan a una buena universidad y tengan la oportunidad que nosotros no tuvimos. No me gustaría verlos dar palos de ciego por la vida porque sus padres no pudieron darles todo su apoyo.
—Lo que te pagan por el combate no es suficiente.
—No te preocupes por eso. Será suficiente. Y no vamos a hablar más del tema. Fuimos padres demasiado tarde y no tenemos otra elección.
Sus hijos entraron en la cocina. Acababan de regresar del instituto.
—Hola, papá. Hola, mamá —saludaron ambos antes de sentarse a la mesa para comer en familia.
—Papá, ¿estás preparado para la pelea? —preguntó su primogénito Steve.
—Estoy en ello. Entreno duro cada día para…
—En el instituto no se habla de otra cosa —interrumpió su otro hijo: James—. Todos mis amigos quieren entradas.
—Se acabó hablar del combate —ordenó su madre—. Además, los menores tenéis prohibida la entrada.
—Pero mamá…
—Ni mamá ni nada. No vais a ir a la pelea y no hay más que hablar.
La familia se mantuvo en silencio hasta el momento del postre. Steve le preguntó a su padre si podía acompañarle a correr aquella tarde. A menudo, su hijo mayor solía ir con él a correr o al gimnasio a ver como entrenaba a futuros boxeadores.
—Sí, claro. Luego podríamos ir a comprar algo para la cena y ver el partido juntos. ¿Te apuntas James?
—No puedo, papá. Mañana tengo un examen —respondió el muchacho—. Intentaré estudiarlo todo para poder ver el baloncesto con vosotros. ¡Vivan los Knicks!
Su hijo Steve tenía diecisiete años y estaba en el último curso del instituto. Le gustaba mucho jugar al baloncesto, y se le daba bien, pero no lo suficiente para conseguir una beca de deportes para la universidad. A su hermano James se le daba mucho mejor, pero aún así, Leo dudaba que fuera a ser becado. Todavía estaba en primero y era suplente del equipo del instituto. Le faltaba cuerpo y experiencia, pero los sustituía por entrega y entusiasmo.
Aquella noche, después de haberse dado una ducha, Leo se sentó en el sofá con sus dos hijos a ver el partido de baloncesto entre los New York Knicks y los Oklahoma City Thunder.

Los días se pasaron rápido entre los entrenamientos y la vida familiar. Apenas salía a colación la pelea y siempre que se hablaba de ella era porque sus hijos le transmitían mensajes de ánimo de sus compañeros de clase.
—Leo, te queda un día para el combate. ¿Ya te has puesto nervioso? —bromeó el dueño del gimnasio al verlo llegar la víspera de la gran pelea.
—¿Tú me ves nervioso, Billy?
—Pues deberías estarlo. Según las últimas noticias, las casas de apuestas no dan un dólar por ti. Se paga 100 a 1 que llegues hasta el último asalto. 50 a 1 que caigas en el primero. 60 a 1 si te retiras antes del quinto. Hasta hay gente que ha apostado que no te vas a presentar.
—Y eso, ¿a cuánto se paga? —intentó seguir la broma Leo.
—10 a 1. Son muchos los que piensan que no va a ir —respondió su amigo seriamente a la vez que bajaba la cabeza—. Y quizá sea lo que tienes que hacer. Ya no eres un chaval y Turner es una mole de músculos recubierta de piel negra.
—¡Deja de decir tonterías! ¿No has visto cómo he estado entrenando? No voy a abandonar antes de empezar.
—¡Te va a matar!
—Tengo un buen seguro de vida.
—No gastes bromas con eso.
—No es ninguna broma —explicó Leo—. Contraté hace años un seguro de vida por diez millones de dólares. Por cubrirle las espaldas a Margaret y los chicos por si a mí me pasaba algo.
—¿No estarás pensando en dejar que te machaque hasta la muerte?
—No, no estoy tan loco. Quiero conseguir el dinero para que mis hijos estudien, pero no a costa de perderme ver como se hacen unos hombres de provecho. —Leo dejó su petate con la ropa de entrenamiento en el suelo—. ¿A cuánto se paga mi victoria?
—Los chicos te tienen preparada una pequeña sorpresa para animarte. Te deben estar esperando.
—No has respondido a mi pregunta.
—500 a 1. Casi nadie ha apostado por tu victoria.
—Yo tampoco lo haría —rió el boxeador. Después, recogió de nuevo su petate y fue al vestuario a cambiarse. Cuando estuvo preparado, salió a la zona de entrenamiento.
Allí, todos sus pupilos y compañeros de entrenamiento le habían hecho una pancarta enorme dándole ánimos para el combate del día siguiente.

Aquel sábado se hizo muy largo hasta que se fue acercando la hora del combate.
Leo llegó al estadio acompañado de su mujer. Ella tenía reservado un asiento en primera fila, junto a algunos de los amigos más íntimos de Leo. Sus dos hijos se tuvieron que conformar con verlo por la televisión.
Pocos minutos antes de las diez de la noche el Madison Square Garden se quedó totalmente a oscuras para recibir a los dos contendientes. Un potente foco iluminó la salida de los vestuarios para que la gente pudiera ver como saltaban al cuadrilátero Turner y Vitalli.
Desde el centro del escenario, con cada contendiente en su correspondiente rincón, el speaker comenzó con las presentaciones.
—En el rincón de mi derecha, con un peso de 92 kilos, vestido con calzón negro y dorado, el actual campeón del mundo de los pesos pesados… ¡¡Kenny Tornado Turner!! Y a mi izquierda, con 95 kilos de peso y calzón verde, el antiguo campeón y actual aspirante… ¡¡Leo Vitalli!! —El público rompió en aplausos hacia los dos luchadores—. El árbitro de la contienda será el señor Douglass.
El speaker se retiró de la lona y el árbitro hizo que los dos luchadores se acercaran al centro. Ambos obedecieron la orden.
—Quiero un combate limpio. Nada de golpes bajos ni en la nuca. Chocad esos guates y suerte.
La campana sonó y los dos púgiles comenzaron a intercambiar golpes. Durante los cuatro primeros asaltos la velocidad del combate no fue en aumento, pero en el quinto asalto todo cambió. Leo lanzaba crouchs y directos hacia su rival, pero este, más joven y ágil, los detenía o esquivaba en su mayoría. Los golpes que lanzaba Turner era muy fuertes y Vitalli los encajaba peor que cuando fue campeón. Ambos querían la victoria y el cinturón que los reconocía como campeones.
Llegaron al décimo asalto con las fuerzas desequilibradas. Vitalli tenía un ojo casi cerrado debido a los golpes y una ceja abierta que tuvieron que curarle en el descanso.
—Segundos fuera —anunciaron. Los ayudantes de los boxeadores comenzaron a retirarse. Turner se puso en pie y su banqueta fue retirada. Cuando Vitalli se puso en pie, se tambaleó y tuvo que apoyarse en las cuerdas para no caer—. Al rincón —le ordenó el arbitró a Turner. Después se acercó a Leo para interesarse por su estado.
—Estoy bien —respondió el aludido.
—Vamos a tirar la toalla —dijo el entrenador de Leo.
—¡No! —gritó este—. Es mi último combate y quiero acabarlo.
Se irguió de nuevo y se acercó al centro del cuadrilátero. Chocó sus guantes con los de Turner y continuaron el combate.
Turner lanzó un gancho de izquierda seguido de un directo de derecha a la cara de Vitalli que impactó de lleno haciéndole caer a la lona. Cuando el árbitro había llegado a la cuenta de cinco, recuperó su posición de guardia. Se lanzó al ataque y la velocidad de sus puños se incrementó de nuevo. Turner apenas podía detener el aluvión de golpes que se le venía encima. Su rival era mucho más fuerte y resistente de lo que había estimado para la edad que tenía.
Vitalli seguía lanzando directos de derecha hacia su oponente a la espera de un pequeño descuido. Una señal que indicara que tenía que dar el golpe de gracia que le llevara a ganar aquel combate.
Entonces llegó. Vitalli miró a los ojos de su rival y la vio. Turner lanzó otro de sus temidos directos. Leo lo bloqueó con su guante izquierdo y le devolvió el golpe con el derecho. Había visto como Turner bajaba la guardia cada vez que le lanzaba su directo. Vitalli lo había descubierto y aprovechó para golpear.
Aquel puñetazo vino seguido de otros muchos y acabaron con un golpe de derecha en la mandíbula del campeón mundial. El pesado cuerpo del boxeador cayó a plomo sobre la lona. El estadio enmudeció.
—Al rincón —le ordenó el árbitro a Vitalli—. Uno, dos, …—comenzó la cuenta— …nueve y diez. ¡K.O.!
El estadio estalló en vítores y aplausos para el nuevo campeón de los pesos pesados. Margaret subió casi de un salto al cuadrilátero a abrazar y besar a su marido. Había tenido tanto miedo de que le pasara algo que las lágrimas de alegría le rodaban por las mejillas.

Un mes después del combate, Vitalli y Turner volvieron a encontrarse. Pero esa vez no fue en un estadio plagado de personas que coreaban sus nombres. Estaban en un callejón del Bronx y no había nadie más con ellos.
—Gracias —comenzó Leo—. No sé cómo puedo pagártelo.
—Te debía una. Han pasado más de veinte años, pero no he olvidado lo que hiciste por mi abuela y por mí. ¿Has ganado suficiente?
—Con lo que me han pagado por el título y los patrocinadores podré enviar a mis hijos a una buena universidad. No es la mejor, pero se tendrán que arreglar.
Entonces Turner sacó un sobre y se lo entregó a Vitalli.
—Leo, con esto tendrás suficiente para esa universidad. No te conformes con mediocridades. Tú mismo me lo dijiste una vez.
—¿De dónde has sacado todo este dinero?
—Apostando a caballo ganador —rió Turner—. Sabiendo que iba a perder, decidí hacer una apuesta por ti a nombre de la hermana de mi abuela, y he ganado un montón de dinero. Más que si hubiera revalidado mi título. Por eso quiero ayudar a tus hijos con esto.
—Gracias, una y mil veces.
—Ya te he dicho que te debía una. Pensé que jamás serías capaz de ver cómo bajaba la guardia para que pudiera golpearme. Y eso que estaba avisado.
—Si he de serte sincero me costó. No me habías dicho que ibas a bajar la guardia. Solo sabía que en el décimo asalto ibas a darme facilidades, pero no sabía cómo. —Vitalli golpeó amistosamente el brazo de Turner—. Es más, hubo algún de un momento en el que pensé que no aguantaría hasta el décimo.
—Pero lo hiciste y ahora eres el campeón.
—Hasta mañana, que anunciaré mi retirada definitiva y te entregaré de nuevo lo que es tuyo.
—Espero, por nuestro bien, que jamás se sepa lo que de verdad pasó en este combate —deseó Turner.
—Ese secreto irá con nosotros a la tumba.

Veinte años antes, el nombre de Leo Vitalli era sinónimo de ganador, pero no por ello había dejado que la fama se le subiera a la cabeza. Como solía hacer desde la muerte de su padre, cada mes iba a donar sangre a un hospital de la ciudad. Cada vez iba a uno diferente y entraba y salía por la salida trasera. Lejos de las miradas de la gente. Le gustaba ayudar a los demás y aquella era una forma de hacerlo anónimamente.
Al salir se encontró con un muchacho de color que estaba siendo agredido en la parte trasera del hospital por otro chico, también de color, mayor que él. El de menor edad sacó una navaja del bolsillo e intentó pinchar a su agresor.
—Te voy a matar —amenazaba el joven al chico mayor—.Devuélveme mi dinero.
Vitalli se acercó a ellos para separarlos.
—¡Eh, chico! —llamó—. No hagas ninguna tontería. Dame esa navaja. No vayas a meterte en problemas.
Consiguió que tirase su arma al suelo. Se le veía muy asustado e incapaz de usar la navaja contra nadie. Comenzó a llorar y el agresor aprovechó para huir del lugar.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Leo.
—Ese chico me había prometido ayudarme y, al final, me ha engañado y me ha robado todo el dinero. Le voy a matar. Total, ya no tengo nada que perder.
—¿Por qué necesitas ayuda? Quizá yo pueda echarte una mano.
—Mi abuela está en el hospital muriéndose, y cuando lo haga, a mí ya no me quedará nada en el mundo por lo que vivir.
—Vaya, lo siento. ¿Qué le pasa a tu abuela?
—Tiene una enfermedad que necesita de unas pastillas muy caras para poder curarse y no tenemos dinero. Yo intento pedir algo para ver si reúno lo suficiente. Ese chico me dijo que él tenía unos billetes escondidos en un ladrillo, aquí en esta calle, pero me engañó.
—¿Y tus padres?
—Murieron cuando yo apenas era un bebe en un accidente de coche.
—No te preocupes. Tu abuela tendrá esas pastillas, pero prométeme que serás un buen chico y no harás nunca ninguna tontería que pueda arruinarte la vida. Y sobre todo, no le des ningún disgusto a tu abuela.
—Lo prometo.
—Ahora llévame a hablar con ella y con los médicos y yo pagaré ese tratamiento.
—Muchas gracias, señor…
—Vitalli. Leo Vitalli. —Al muchacho le sonaba aquel nombre, pero no fue hasta pasados varios años que lo identificó con el campeón mundial de los pesos pesados.
—¿Cómo puedo agradecérselo?
—Algún día tú me podrás devolver el favor. Pelea duro por tus sueños y no conformes con mediocridades.

Amanda Turner recibió el tratamiento para su enfermedad de manos de Leo Vitalli. Kenny Turner creció con aquel recuerdo y prometió devolverle el favor. Inspirándose en Leo, se entrenó día tras día para ser campeón del mundo de los pesos pesados.
Cuando se enteró por la prensa que aquel hombre tenía problemas económicos, decidió ponerse en contacto con él y ofrecerle un combate por el título. Leo en un principio rechazó la propuesta, hasta que Turner le explicó quién era y que quería devolverle aquel favor que hacía tantos años que le debía.


En breve el relato para la segunda ronda

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