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viernes, 7 de octubre de 2016

Con las manos en la masa

Siempre que vuelve a casa me pilla en la cocina, embadurnada de harina, con las manos en la masa. Pero hoy va a ser diferente. Es una noche especial, ya que celebramos nuestro décimo aniversario y la cena estará lista cuando él llegara.
Como entrante, le he preparado unos riñones al jerez. Para prepararlos, lo que hice fue, en primer lugar, limpiarlos bien por fuera, abrirlos y limpiarlos por dentro. Después los dejé reposar con agua y vinagre en un bol durante un cuarto de hora.
Entretanto, corté la cebolla en cuadraditos pequeños y la sofreí en una sartén con ajo picado y aceite de oliva. Ese olorcillo del sofrito me abrió el apetito, así que, para calmarlo, me comí un trozo de queso y me bebí una copa de vino. Cuando pasaron los quince minutos, eché los riñones escurridos a la sartén, le agregué mostaza y un generoso chorro de vino de jerez y lo dejé cocer todo durante ocho minutos. Lo mantuve con el fuego al mínimo para que siguieran calientes hasta la llegada de mi marido.
Aquella mañana había preparado el plato principal: carne guisada. Como era un plato que llevaba más tiempo, lo preparé antes, y así solo tener que calentarlo un poco mientras disfrutábamos los riñoncitos.
Me costó un poco, porque era la primera vez que la preparaba. Puse los pimientos choriceros en remojo durante dos horas y después los limpié por dentro. Salpimenté y enhariné la carne antes de poner a rehogar en aceite tres dientes de ajo y las hojas de laurel. Añadí la carne y le eché la cebolla, que previamente había cortado en tiras. Tras un par de minutos, le añadí un vaso de vino. En lo que se evaporaba el alcohol, le eché el pimentón al guiso. Le puse los pimientos y cubrí todo de agua para dejarlo cocer durante dos horas. Corté la zanahoria en gruesas rodajas y se la añadí. Rectifiqué un poco la sal, y lo dejé reposar hasta hace un rato que lo puse a calentar a fuego lento.
Para el postre tenía una tarta helada. Pero antes habrá un tercer plato, el cual no podré preparar hasta el último momento, porque si se queda frío, no sabrá igual. Mi marido se chupará los dedos o eso espero. Además, cumpliré el deseo que siempre me repite una y otra vez y nunca lo hago, pero hoy es un día especial.

Oigo las llaves entrar en la cerradura y girarla. Mi marido ha llegado. Salgo inmediatamente de la cocina para recibirlo con un beso.
—Hola, cariño. ¡Feliz aniversario! —le digo con entusiasmo.
—¿Es nuestro aniversario? ¿Cuántos años llevo aguantándote? —me espetó.
—Diez.
—¿Y en diez putos años aún no has descubierto que lo que quiero al llegar a casa es una cerveza, y no que vengas como un perro faldero a chuperretearme? Tráeme una cerveza, que voy a ver las noticias. ¿Está lista la cena?
—Sí, amor —le respondo. Obediente, saco una cerveza del frigorífico y se la llevo al salón. Allí está sentado, con los pies descalzos sobre un pequeño escabel que tenemos. Le entrego la cerveza, recojo sus zapatos y le traigo las zapatillas de estar en casa. Después le entrego un paquete—. Te he comprado un regalo.
Él lo coge y lo abre. Mira el llavero de plata. Lo mueve entre los dedos, lee la inscripción que mandé grabar.
—Muy bonito. Ahora podrías traerme otra cerveza.
—Pero aún tienes esa por la mitad y la cena está lista, se va a enfriar.
—¡Cómeme la polla y tráeme la puta cerveza! —me dice a la vez que me lanza el llavero, el cual me impacta en la espalda por girarme como acto reflejo para protegerme. Mañana seguro que tendré un buen moratón .
Ya estoy acostumbrada a esos arranques de furia después de diez años que hace que nos conocemos. Al principio todo era maravilloso y nada hacía pensar que mi marido fuera un hombre violento. Al año de relación nos casamos y nos fuimos a vivir juntos en un pequeño apartamento de las afueras. Al principio todo era ilusión y planes de futuro, pero estos se truncaron cuando no podía quedarme embarazada. Entonces fue cuando él empezó a beber con asiduidad y a culparme de que no pudiéramos tener una familia.
Me hice pruebas y visité a varios médicos, y todos me dijeron que estaba bien, que no tenía ningún tipo de problema de fertilidad. Que estaría bien que mi marido se realizase pruebas para ver si era él quién tenía el problema o simplemente era cuestión de tiempo. También me hablaron de la posibilidad de utilizar técnicas de reproducción asistida.
Con una nueva ilusión, llegue a casa y le conté a mi marido lo que me habían dicho los médicos; que él debería hacerse también pruebas y que en el caso de que fuera él el que tuviera el problema de fertilidad, podríamos recurrir a técnicas de laboratorio.
Entonces sucedió. Con la velocidad de un rayo, me lanzó una bofetada que me rompió el labio y me hizo caer al suelo.
—¡No vuelvas a insinuar que soy yo quién tiene problemas para tener hijos! —me dijo antes de escupirme—. Yo soy muy macho y puedo tener hijos. La culpa es tuya, así que asume tus responsabilidades.
Esa fue la primera y última vez que le hablé del tema. Ese día asumí que jamás iba a ser madre.
Él trabajaba de mecánico en un taller ocho horas al día. Aunque tenía tiempo para venir a casa a comer, hace mucho que decidió quedarse a comer en algún bar del polígono en el que está el taller. Y, aunque nunca lo he dicho en voz alta, lo agradezco. Es una liberación para mí. Después del trabajo, siempre va a tomarse algunas cervezas con sus compañeros antes de venir a casa. Al llegar, le gustaba que la cena estuviera lista, aunque antes siempre se sentaba en el sillón a beber una cerveza, o dos.
Yo trabajaba en una tienda de moda durante dos años después de casarnos; sin embargo, lo dejé por petición de mi marido. Cuando todavía iba a casa a la hora de la comida, quería que esta estuviera lista cuando él llegara. A mí aquello me costaba trabajo, ya que salía a la misma hora que él y apenas me daba tiempo a tenerlo todo preparado a su llegada. Todos los días había algún reproche: la comida estaba muy caliente, salada, sosa, fría, no sabía igual que la que hacía su madre… Tuve que faltar numerosas tardes al trabajo por tener que recoger sus destrozos para que cuando volviera a la noche la casa estuviera en perfectas condiciones.
Una y otra vez me decía que tenía que dejar de trabajar para ocuparme de la casa como una buena esposa. Y así lo hice. Pedí mi baja voluntaria del trabajo y me dediqué a las labores del hogar. A pesar de ello, las cosas nunca estaban a su gusto. Si la comida estaba a tiempo, me gritaba porque había polvo en el mueble, si no era por el polvo era porque no tenía una camisa planchada o por una fotografía mal colocada.
Primero hubo gritos, después empujones, golpes y lanzamiento de objetos. He soportado todo eso durante años; en silencio, por la vergüenza y por el rechazo social. También por miedo a las represalias que pudiera tomar contra mí. Realmente, ese ha sido el principal motivo de mi silencio.

Le llevo una nueva cerveza y se la dejo en la mesa. Sé que cuando acabe la primera (y eso será en pocos segundos) se levantará y se sentará a cenar, y quiere tomarse allí la otra cerveza. Vuelvo a la cocina y cojo dos platos, dos vasos y dos juegos de cubiertos. Las servilletas ya están en su sitio. Me siento paciente a esperar que él haga lo mismo.
Por fin se sienta y le sirvo el entrante de la cazuela de barro en la que he mantenido los riñones calientes. Coge un trozo de pan y comienza a comer con avidez, como si hiciera semanas que no hubiese comido. Coge la barra de pan y se parte un generoso trozo para mojar en la salsa. En cuanto acaba, le sirvo la carne guisada, de la que también empieza a dar cuenta. Me quedo a su lado para verle comer.
—Esto está buenísimo —me dice. Es el primer halago que recibo desde… Hace tanto tiempo que ni lo recuerdo—. ¿Dónde has comprado la comida? Porque esto no tiene nada que ver con la mierda que venden en la carnicería esa en la que compras.
—Te hice caso. No recuerdas que el otro día te pregunté que qué carne quería para cenar hoy, y tu respuesta fue «de mi puta madre». Pues eso es lo que te estás comiendo: a tu puta madre. La maté y la he guisado para ti.
Sin darle tiempo a reaccionar, le inyecto un sedante que llevo escondido en mi bolsillo.
Han pasado tres horas desde que lo dormí y empieza a recuperar la consciencia. A pesar de ello, la anestesia que le he suministrado después impide que sienta dolor. Le tengo atado a la silla de pies y manos. También le tengo la boca tapada con cinta de embalar, la cual le retiro para que deguste el último plato. Aunque al principio se resiste, finalmente, consigo que me meta en la boca el pedazo de carne que le he cortado y tengo pinchado en el tenedor. Lo mastica y lo mastica con lentitud. Yo también hago lo mismo, me meto un trozo de carne y lo mastico. Después repito hasta acabarme mi ración. Él sigue con el primer trozo en la boca. Supongo que los sedantes le impiden comer con normalidad.
—Y por fin he cumplido tu sueño —le dijo. Él me mira con cara de incertidumbre—. Te acabo de comer la polla.

Mira hacia la entrepierna y se encuentra con que está desnudo de cintura para abajo, con el miembro amputado y desangrándose por la herida que hay donde antes tenía su inútil pene.

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