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martes, 3 de enero de 2017

Aitor

Aitor es el nombre de mi amigo de la infancia, mi primer amigo.
Nos habíamos conocido en el pueblo, durante las vacaciones de verano del año 83 u 84. Éramos tan pequeños que ni lo recuerdo, solo sé que durante los siguientes diez años deseaba que llegara el mes de agosto para volver a reencontrarnos y disfrutar del descanso estival juntos.
Durante todos aquellos años compartimos multitud de cosas y nos pasábamos la vida uno en casa del otro. Mis padres se convirtieron en los suyos y los suyos en los míos. Compartimos todos los veranos de nuestra niñez y del inicio de nuestra adolescencia.
Recuerdo que el uno al otro nos descubrimos la lectura; bueno, realmente fue su hermano mayor el que nos descubrió la lectura a ambos con los tebeos de Mortadelo y Filemón. Nuestras tardes comenzaban en su patio o en el mío leyendo cada uno los tebeos del otro. Cada vez que me acababa uno, antes de empezar el verano, pensaba: “este seguro que le encanta a Aitor”. Cuando alcanzamos los catorce años, yo seguí con mis tebeos, sin embargo, él había cambiado la lectura, había madurado y ya leía libros de adultos como Frankenstein o Cementerio de animales. Aquel verano me di cuenta de que tenía que evolucionar yo también en mis lecturas, que ya no era un niño y debía comenzar a leer cosas acordes a mi edad (aunque nunca he dejado de leer tebeos de Mortadelo). Al empezar el instituto, el primer libro que cayó en mi poder fue uno de Sherlock Holmes, y desde aquel día cientos de libros han pasado por mis manos. Por ese hecho, jamás dejaré de agradecer a mi amigo que me inculcara el gusto por la lectura.
En los años de la niñez, mucho antes de aquello de los libros, nos dedicábamos a ir hasta el campo de fútbol a darle patadas a un balón, creyendo que sabíamos jugar y que llegaríamos a ser profesionales de aquel deporte. También íbamos hasta el río a coger ranas, las hinchábamos y las lanzábamos al río para ver como flotaban. A mi edad adulta sé que aquello era una crueldad, sin embargo, con diez años lo veíamos como un experimento sin maldad.
Al principio del verano del 91, nos construimos un tirachinas con un globo y la boquilla de una botella de plástico (en el pueblo a aquello le llamaban tirahuevos o capalobos) y todas las tardes, cuando bajaba el sol y comenzaba a atardecer, nos íbamos hasta el basurero, recogíamos todas las botellas y botes de cristal que había y los poníamos en fila para practicar nuestra puntería. Lo mejor era cuando conseguíamos un bote lleno de tomate y al irse rompiendo soltaban la salsa aparentando ser sangre.
Nuestros juegos eran inocentes y no le hacíamos daño a nadie (al menos intencionadamente). Buscábamos aventuras y emociones fuertes. Otro verano nos dio por irnos a la parte trasera de la iglesia del pueblo y escalar por las rocas que allí hay. Cada vez nos buscábamos rocas más altas y más difíciles de escalar, hasta que finalmente conseguimos trepar por todas las grandes piedras del lugar.
Aquello era muy divertido: escalar, ayudarnos el uno al otro, encontrar otros caminos por los que llegar a la cima (de apenas unos metros de altura) y después descender para empezar de nuevo. Era divertido, pero llegó un momento en el que buscábamos más emoción y la encontramos un día en un campo segado de trigo. El cereal había sido recolectado y con los restos habían creado alpacas y las habían almacenado formando una gran torre. Con la valentía de dos muchachos de doce años, nos encaramamos a los bloques hasta la parte más alta y saltamos al vacío sobre un montón de paja. Nos arriesgábamos a rompernos una pierna o un brazo, pero cuando eres adolescente te crees inmortal.
También fuimos descubriendo el mundo a nivel personal y emocional. Recién empezada la adolescencia, en el pueblo apareció una chica nueva que se unió a nuestro grupo, el cual formábamos Aitor, su hermana, otras dos vecinas y yo. Desde el primer día en que la vi, aquella niña con trenza me gustó. No sé cómo explicarlo, pero sabía que a mi amigo también le gustaba. Ni yo le dije nada a él, ni él me lo dijo a mí, pero ambos conocíamos cuales eran los sentimientos del otro. Siendo realistas, ¿qué posibilidades tenía un chico como yo, moreno, con gafas y bastante parado contra un chico divertido de ojos azules, con el pelo rubio y rizado? Ninguna. Físicamente, me recordaba a los querubines de blanca piel y pelo ensortijado de los dibujos medievales.
Cual fue mi sorpresa, cuando a punto de acabarse el verano, aquella niña de la trenza se acercó una noche a mí, me dijo que yo le gustaba y me dio un beso. Cuando se lo dije a mi amigo, noté que algo en él se venía abajo, pero lo aceptó con la mayor dignidad y aplomo que he visto nunca, y apenas contábamos con doce años. Nunca se lo dije, pero, pasados algunos, años, tuve un pequeño romance con la chica de la trenza.

Al año siguiente, mi amigo Aitor se fue con su familia a pasar todo el mes de vacaciones a un apartamento que tenían en la playa y no nos vimos. Paradójicamente, aquel verano de 1993 fue el primero de los mejores de mi vida. Y en ninguno de ellos estuvo él. Así fue como nos perdimos la pista y no supe de Aitor durante diez años. Vi alguna vez a sus padres y me hablaban de él. Mis padre se lo encontraron una vez, les preguntó por mí y les dijo que tenía muchas ganas de verme. Entonces, fue cuando busqué su teléfono en una vieja agenda de papel a la que le faltaban la mitad de las hojas y, milagrosamente, lo encontré. Hablamos dos o tres veces y quedamos.
Teníamos ya veintidós años y llevábamos más de diez sin vernos, pero enseguida nos reconocimos el uno al otro y nos fundimos en un fraternal abrazo. Nos pusimos al día sobre nuestra vida y me alegré mucho de saber que él estaba estudiando una ingeniería y que era de los primeros de su clase (siempre me pareció la persona más lista que conocía). Hablamos, fuimos al cine, tomamos algo y nos intercambiamos los correos electrónicos y la (falsa) promesa de volver a vernos. Mantuvimos durante un tiempo el contacto mediante Messenger y nos enviábamos algún correo. Con la llegada de las redes sociales, fue cuando más contacto volvimos a tener.
Nos hablábamos por Facebook y me contó que él estaba viviendo con su novia, yo le conté que me había casado y que iba a ser papá. Él me dijo que tenía sobrinos, pero que hijos todavía no.

Otros diez años después de vernos por última vez, en el 2012, recibí una llamada de mi padre diciéndome que Aitor había sido ingresado en el hospital y le habían detectado un cáncer en el sistema digestivo. Enseguida le escribí por Facebook (la única manera que tenía de contactar con él) y me contó un poco. Algunas semanas después me llegó la noticia de que ya había sido dado de alta y de nuevo le escribí para decirle que me alegraba mucho. Me respondió diciéndome que le quedaba una larga recuperación y un tratamiento de seis meses y que esperaba que no fuese muy duro.
Antes de pasar esos seis meses, un amigo común me dijo que lo habían tenido que ingresar de nuevo para poder alimentarlo por una sonda. Me contestó que lo de la sonda iba por buen camino, que había llegado a quedarse en treinta y cinco kilos, pero que ya pesaba cuarenta y uno e iba en aumento.
Eso estaba bien, que fuera evolucionando. A un chico de treinta y tres años no puede pasarle nada, y menos a mi amigo. Pero me equivocaba, la inmortalidad que nos creíamos tener a los doce años, se estaba riendo de él dos décadas después.
Mis últimos mensajes fueron los siguientes:

15/01/2014
Aitor, ¿cómo vas? Me dijo mi padre que tenías que alimentarte otra vez por sonda.
Espero que pronto te la quiten y mucho animo. No sabía si estabas en casa o en el hospital y si tenías modo de conectarte. Le pregunté por ti a tu hermana y me dijo que sí puedes conectarte. Pues lo dicho, mucho ánimo y un abrazo.
17/02/2014
Me dijo mi padre el otro día que estabas mejor. Me alegro mucho que sigas evolucionando. Un abrazo y sigue con tu recuperación

No obtuve respuesta a ninguno de ellos. Justo dos meses después, mi padre me llamaba para decirme que había fallecido y que al día siguiente lo enterraban en el pueblo por expreso deseo suyo.
No tuve el valor para visitarlo en el hospital, pero si tuve la suficiente vergüenza para ir a presentar mis respetos a su familia y acompañarlos en el trágico momento del entierro.
Cuando la madre se bajó del coche fúnebre con la urna de sus cenizas en la mano, se abrazó a mí y me dijo “Aquí traigo a tu amigo” y lloré abrazado a ella y al marido hasta que no me quedaron lágrimas. Cuando acabaron de sellar la losa del nicho y sus familiares más allegados se retiraron, me acerqué a llorar en solitario su pérdida. Antes de irme, me aproximé a sus padres y hermanos para despedirme de ellos y reiterarles mi pésame. Entonces su madre me dijo: —Se acordaba mucho de ti, sobre todo al final. Me decía todos los días “Mamá, me acuerdo mucho de cuando era pequeño, y de los que más me acuerdo es de Roberto y de Jéssica (la niña de la trenza)”—. En ese momento creo que se me rompió el corazón. Me di cuenta de que no había estado a la altura de nuestra amistad.



Ahora ese niño de ojos azules, pelo rizado y rubio viene todas las noches para preguntarme por qué no fui a visitarlo al hospital cuando su vida se apagaba. Y no soy capaz de explicarle que no tuve valor.

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