20
de Octubre de 1993
Era
una fría y oscura noche de otoño. La luna comenzaba la fase creciente, pero se
encontraba oculta por densas nubes que cubrían todo el cielo.
La
familia Rose viajaba en su viejo Pinto azul de 1976 por la Interestatal 8.
William discutía con su esposa Alice a la vez que conducía. Su hijo Derrick, de
ocho años, viajaba en los asientos traseros jugando con la nueva GameBoy que le acababan de regalar sus
abuelos. Regresaban de visitar a los padres de Alice en la capital del estado.
Los
Rose vivían desde hacía diez años en las afueras de la segunda ciudad más
grande del estado, en un chalet de una zona residencial. Setenta kilómetros los
separaban de los abuelos del niño, a los que iban a visitar una vez al mes.
—No
sé a santo de qué le han tenido que comprar el videojuego al niño —protestaba
William a la vez que hacía aspavientos con ambas manos.
—Porque
fue su cumpleaños y no le habían regalado nada —explicaba la mujer—. Y coge el
volante con las dos manos que vamos a tener un disgusto.
Nuevamente
puso ambas manos sobre el volante, agarrándolo tan fuerte que los nudillos
perdieron su color y se tornaron blancos. La emisora de radio emitía una triste
canción country.
—Pero
ya tiene una consola en casa. Esto es lo que le faltaba para no hacer los
deberes: tener una que no haya que enchufar a la televisión. Además, estoy
harto de que tus padres le compren regalos que nosotros no nos podemos
permitir, solo para demostrar que si no te hubieras casado conmigo vivirías
mejor. Que mi sueldo apenas da para llegar a fin de mes y que ellos nadan en la
abundancia.
Un
coche se venía frente a ellos haciéndoles ráfagas con las luces. El Pinto azul
se había desviado de la trayectoria y había invadido el carril contrario.
William asió el volante y rectificó la trayectoria del vehículo para continuar
recto.
—Agarra
el volante de una vez, que vas a matarnos —le escupió su mujer.
La
discusión continuaba en los asientos delanteros mientras en la parte de atrás,
Derrick seguía jugando con el nuevo videojuego. Llevaba puestos los auriculares
y el volumen a tope, pero aún así, los gritos de sus padres discutiendo se
imponían por encima. Siempre discutían y a Derrick no le gustaba. Sabía que
aquel camino solo llevaba a un lugar: al divorcio.
Apenas
recordaba la última vez que sus padres habían hecho algo divertido juntos. La
última imagen de ambos riendo era de cuando habían viajado a Disneylandia por
su séptimo cumpleaños. Después de montar en muchas atracciones, habían comido
en el restaurante de Mickey y sus amigos y allí se habían hecho muchas fotos
con los personajes de Disney mientras comían. Él les había hecho una a sus
padres acompañados de Mickey. Los dos estaban sonriendo, felices y dándose un
beso ante la atenta mirada del ratón gigante.
—¡Deja
de dar manotazos en el salpicadero y agarra el volante! —ordenaba Alice a su
marido—. Y vete más despacio que nos vas a matar.
—¡No
os voy a matar porque no voy rápido! —se defendió William.
El
Pinto se acercaba a un cruce de carreteras a más velocidad de la indicada.
William no era consciente de ello debido al enfado que tenía con sus suegros y
con su mujer por defenderlos. El locutor de radio anunciaba que eran las nueve
en punto.
—¡WILLIAM,
FRENA! —gritó la mujer presa del pánico.
—¡FRENA,
PAPÁ! —gritó también el hijo desde el asiento trasero.
Los
gritos de ambos silenciaron los comentarios del locutor.
31
de Diciembre de 1993
William
se despertó tumbado en una cama de hospital, conectado a una serie de tubos de
goteo que no podía identificar. También estaba conectado a un respirador y a un
monitor que marcaba los latidos del corazón y los dibujaba en una línea que
subía y bajaba a cada pulso.
—Tranquilícese,
señor Rose —le dijo una voz femenina a sus espaldas.
Intentó
hablar pero el respirador automático le impedía articular palabra. ¿Qué había
pasado? Lo último que recordaba era que volvía con su mujer y con su hijo de
casa de sus suegros. Discutía con Alice a cuenta de una consola que los padres
de esta le habían regalado al chico.
Entonces,
algo pasó: invadió el carril contrario y chocó frontalmente contra otro coche.
No, no fue aquello lo que ocurrió. Él había esquivado aquel coche y había
continuado discutiendo con Alice. Ella le había gritado algo y su hijo, desde
los asientos de atrás, le había gritado lo mismo. Solo una palabra que en aquel
momento escuchó en el interior de sus oídos como un estallido.
¡FRENA!
Escuchar
aquella palabra le sobresaltó e hizo que el pulso se le acelerara.
—Tranquilícese,
señor Rose —le repitió la voz—. Se encuentra usted en el hospital. Le voy a
inyectar un tranquilizante y a media mañana vendrá el doctor y le explicará
todo. —La mujer acopló una jeringa cargada de sedante a la vía que el paciente
tenía en el brazo derecho. Los ojos de William se fueron cerrando poco a poco y
los escasos pensamientos coherentes que tenía se fueron difuminando como una
cortina de humo, hasta que cayó en un profundo y relajante sueño.
Pasadas
varias horas, el doctor, un hombre con barba canosa y unas gafas metálicas que
apenas le cubrían los ojos, despertó a William.
—Señor
Rose, despierte, señor Rose. No intente hablar. Le hemos quitado el respirador,
pero no podrá hablar en unos días; tiene la garganta irritada debido al tubo y
le dolería mucho. Escúcheme atentamente. Sufrió un terrible accidente y una
ambulancia lo trajo en estado crítico. Chocó contra un camión que maniobraba
para incorporarse a la carretera por la que usted circulaba. Usted no pudo
frenar a tiempo y se produjo la colisión.
»Desde
entonces usted ha permanecido en la
UCI de este hospital. Sé que tiene muchas preguntas en la
cabeza, pero ahora tiene que descansar. Poco a poco iré contestando a todas y
cada una de ellas.
William
intentó moverse y decir algo pero le fue imposible. Sus músculos estaban
entumecidos y la garganta dolorida debido al respirador artificial. Quería
preguntar por su mujer y por su hijo. También quería preguntar por el tiempo
que había pasado ingresado. Pero lo que más le interesaba era saber cómo se
encontraba su familia.
—No,
señor Rose. Descanse. Cada cosa a su debido tiempo. Sé que está deseoso de
respuestas; yo también lo estaría, pero necesita estar en perfecto estado para
poder asimilarlas. Le dejaré algunos días para que la garganta y el cuerpo se
recuperen. Hasta entonces, no le de vueltas a la cabeza y, sobre todo,
descanse. Ahora será trasladado a una habitación de planta.
Algunos
días después, el doctor apareció de nuevo frente a su cama. Para aquel
entonces, William había recuperado casi con totalidad el habla y la movilidad
del cuerpo. Ayudado por una enfermera, había conseguido ponerse en pie y
caminar hasta el baño y regresar.
—Buenos
días, señor Rose. ¿Cómo se encuentra? Ya veo que puede caminar.
—Consigo
llegar hasta el baño y regresar, pero con ayuda. Doctor, ¿dónde están mi mujer
y mi hijo?, ¿por qué no han venido a verme?
—Siéntese.
Esto que le voy a contar es muy difícil. Tanto de explicar, como de entender.
Como ya le dije, usted tuvo un accidente.
—Sí,
eso ya lo sé. Choqué contra un camión que maniobraba según me han dicho las
enfermeras. Pero de mi mujer y mi hijo no he recibido noticias. Seguramente
hayan muerto en el accidente, pero nadie me lo ha confirmado ni desmentido.
—Señor
Rose, siento comunicárselo, pero, efectivamente, su esposa falleció en el
accidente. Sin embargo, de su hijo nada se sabe. El cuerpo no ha aparecido.
»Es
bastante probable que se golpeara en la cabeza y que quedara desorientado, se
bajara del coche y se perdiera por la zona. La policía y los demás servicios de
emergencia lo han buscado sin ningún resultado.
—¿Me
está diciendo que mi hijo sigue vivo?
—Es
posible, aunque no es muy probable. El choque contra el camión fue muy
violento, y la peor parte se la llevó el lado en el que iban su esposa y su
hijo. Y, aunque Derrick hubiera resistido al impacto, las heridas y el hecho de
que la ciudad más cercana se encuentre a más de quince kilómetros del lugar del
accidente, hacen poco viable que haya sobrevivido.
29
de Enero de 1994
William
había vuelto al que una vez había sido su hogar. Aquel hogar en el que había
sido feliz con su esposa y su hijo. Aquel hogar que nunca volvería a ser el
mismo. Desde el mismo momento que en el que había traspasado el umbral de la
puerta, la tristeza había entrado junto a él. El lugar se encontraba vacío y
por mucho que abriera puertas y ventanas la luz no entraba allí. La casa se
había tornado lóbrega y la pena habitaba en cada esquina y en cada habitación.
A
cada paso que daba, la imagen de su mujer y de su hijo se aparecía ante sus
ojos. En algunas ocasiones riendo, en otras llorando y, en la mayoría de las
ocasiones, observándole, con la mirada perdida y sin expresión alguna.
Durante
días paseó por la casa sin ningún rumbo fijo. Visitó todas y cada una de las
habitaciones, y en todas y cada una de ellas lloró. El único rincón de toda la
casa en el que no fue capaz de entrar en los primeros meses, fue en el garaje.
Sabía que allí no iba a encontrar el coche, ya que la grúa lo había llevado al
desguace. Había quedado totalmente inservible.
Retomar
la rutina de su vida no había sido una tarea fácil. Sus suegros no le
perdonaban que Alice y Derrick hubieran muerto por su culpa y no solo no le
hablaban, si no que le habían puesto una demanda y tenía que acudir a un juicio
para demostrar que el accidente había sido tal, y no lo había hecho intencionadamente
para quedarse con la fortuna de su hija.
Recuperar
su vida laboral tampoco fue sencillo. Su puesto de trabajo había sido ocupado
por otra persona, ya que él se encontraba hospitalizado. Aquello era algo muy
común. Cuando un empleado se quedaba de baja, el puesto era cubierto hasta que
regresara. Aunque en algunas ocasiones la persona sustituta era mejor que la
sustituida y esta última perdía el empleo. En otras ocasiones ambos eran igual
de válidos y los dos se quedaban en la empresa. Y en las menos ocasiones, el
puesto no necesitaba ser cubierto y el trabajo se repartía entre el resto de
compañeros.
William
había sido administrativo de la hacienda pública desde que finalizó sus
estudios en la universidad. Tenía su puesto adjudicado, pero con el accidente
lo habían sustituido y, aunque no perdió la condición de trabajador, sí que
perdió el puesto, que fue ocupado por un becario. A él le encomendaron tareas
más de archivo y almacenaje que de administración. Así estuvo durante mucho
tiempo, hasta que algunos años después, se jubiló la que había sido su
compañera de despacho. Entonces ocupó su lugar.
20
de Octubre de 2013
Han
pasado veinte años desde que los Rose tuvieran el terrible accidente que cambió
la vida de William.
Desde
aquel maldito día no había vuelto a ser el mismo. Aunque intentaba aparentar
cordura cuando estaba con gente, cuando se encontraba solo lloraba, gritaba y
vagaba por las habitaciones de la casa. Falto de hambre y perdido de sueño
deambulaba cada noche por el interior de su casa y también por el jardín de la
misma. Se iba y se venía desde la cocina hasta el salón, desde el baño hasta
las habitaciones, desde el desván hasta el jardín y por este llegaba hasta la
entrada del garaje; pero nunca, nunca era capaz de abrir la puerta y entrar en
él. Tal era el pánico que le daba aquel rincón, que había mandado condenar la
puerta abatible y tapiar la pequeña puerta de comunicación con la casa.
Una
vez a la semana se trasladaba hasta el cementerio a rezar frente a la tumba de
Alice y de Derrick. Aunque el cuerpo no había sido encontrado, pasados los años
declararon al muchacho como fallecido porque su desaparición había ocurrido en
circunstancias violentas. Una nueva lápida se colocó junto a la de su esposa y
él le rezaba como si el cuerpo del chico estuviera bajo ella.
Desde
aquel maldito día, William no había vuelto a conducir un coche y tardó casi dos
años en montar en uno. A todos los sitios se desplazaba a pie, en bicicleta o
en autobús.
El
día en el que se cumplían veinte años del fallecimiento de su mujer y de su
hijo, William acudió al trabajo como de costumbre; sin ser consciente del día
en el que se hallaba. Cumplió con sus ocho horas de labor, con las
correspondientes al descanso para comer y desayunar. De regreso a casa, paró en
un autoservicio para comprar algo de fruta y leche. También compró un bote de
judías con carne.
Entró
en la casa cuando el sol ya se había ocultado. Encendió la luz de la cocina y
dejó sobre la encimera la comida que había comprado. Abrió la nevera y sacó una
lata de cerveza. Se acercó al salón y encendió la televisión antes de sentarse
en el sofá.
Cuando
se encontraba sentado, reparó en que la puerta que daba al garaje estaba en el
lugar que había estado siempre. ¿Acaso se estaba volviendo loco? Hacía casi veinte
años que la había mandado tapiar. Desde que había tenido el accidente en el que
habían muerto su mujer y su hijo. Debía de estar soñando.
Sin
saber muy bien por qué, salió al jardín y caminó por el pequeño sendero que
conducía hasta la entrada principal del garaje. Agarró la manija de la puerta y
esta cedió con facilidad permitiéndole el paso a aquel recinto que no había
pisado desde hacía dos décadas.
Misteriosamente,
en el interior se hallaba el Pinto azul de 1976 que tantas veces había
conducido hasta aquella fatídica noche. La pintura brillaba como nueva y los
cristales estaban tan limpios que podía verse reflejado en ellos como si fueran
espejos.
Inconscientemente,
se sentó tras el volante y giró la llave que se encontraba en el contacto. El
motor enseguida rugió y el tubo de escape escupió una bocanada de humo negro.
Sin que nadie la abriera, la puerta se alzó sobre los goznes superiores y dejó
paso al Pinto. Entonces notó una presencia, como si no se encontrara solo en el
vehículo. Pero allí nadie más había.
William
pisó el acelerador y el coche cogió velocidad hasta llegar a los sesenta
kilómetros por hora. Salió de la ciudad y se incorporó a la Interestatal 8. En
dirección a casa de sus fallecidos suegros. La sensación de que no iba solo
cada vez era más grande.
Papá, frena.
Le
susurró una voz infantil que venía de más allá de los asientos traseros. Giró
la cabeza pero no encontró a nadie.
Papá, frena.
Nuevamente
aquel susurro. Habría jurado que se trataba de la voz de su hijo, pero aquello
era imposible
Papá, frena.
La
tercera vez lo había asustado. No se había dado cuenta pero se estaba acercando
a la intersección en la que había tenido el accidente veinte años atrás. La
radio del viejo coche se encendió sola en el momento en el que sonaba una triste
y vieja canción country. Hacía veinte años que no la escuchaba. La luna, en
fase creciente se encontraba oculta tras las nubes que poblaban el cielo
aquella fría noche de otoño.
La
canción se había acabado y el cruce de carreteras se encontraba más cerca.
Papá, frena.
Otra
vez aquella voz fantasmal. El locutor de radio anunció que eran las nueve en
punto.
¡¡PAPÁ, FRENA!!
Pisó
el freno con todas sus fuerzas y el Pinto se detuvo con un chirriar de
neumáticos. Un instante después, del camino que se cruzaba a la derecha, salía
un enorme tráiler a toda velocidad, para posteriormente perderse por el camino
que estaba a la izquierda.
Gracias, papá. Ahora puedo descansar en
paz.
Giró
inmediatamente la cabeza con la esperanza de ver a su hijo en el asiento trasero,
pero allí no había nadie. Lo que sí vio fue como se abrió la puerta trasera y
unos segundos después se volvía a cerrar. El propio William abrió la puerta y
se bajó del coche. Caminó unos pasos hacia el lateral de la carretera y miró
más allá, hacia la arboleda. Después se sentó en el borde del asfalto.
A la mañana siguiente, un operario de mantenimiento de