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lunes, 9 de febrero de 2015

Oswald

Abrió la puerta de la casa de su hija como cada noche. Encendió la luz del recibidor y se quitó los zapatos para calzarse las viejas pantuflas.
Había una pequeña luz en el salón, pero no se oía ningún ruido. Aquello no le daba buena espina. Aunque Linda y Oswald estuviesen en la cocina preparando la cena, él tendría que percibir algún sonido.
Un segundo antes de percatarse de lo extraño de la situación, el silenciador de una Glock 9mm le apuntaba al centro de la frente. La pistola la sujetaba la mano enguantada de un encapuchado.
—Bienvenido, Richard. Ponte cómodo. Tu hija y tu nieto nos estaban contando una divertida historia —le dijo una voz. A pesar de los años pasados, reconoció aquella voz al instante. Después de cincuenta años viviendo en los Estados Unidos había perdido el marcado acento alemán que la caracterizaba.
El encapuchado de la pistola le hizo pasar al salón de la casa poco después de que se encendiese la luz. Seis hombres con la cara tapada y armados retenían a su nieto Oswald atado y amordazado en una silla. El cuerpo de su hija yacía en el suelo con síntomas de haber sido salvajemente torturada.
El mundo dejó de tener sentido para él. Ver a su hija muerta a mano de aquellos hijos de puta había sido la gota que había colmado el vaso. Habría soportado cualquier suplicio que le hubieran hecho pasar a él, pero que hubieran tomado represalias con su hija y las fueran a tomar con su nieto era algo que no iba a permitir.
Se intentó abalanzar sobre Wilhelm, el hombre que dirigía todo aquello y el único que llevaba el rostro descubierto, pero una pistola sobre la nuca de su nieto le hizo frenarse de golpe.
—Siéntate si no quieres ver a tu nieto de la misma forma que tu hija —le ordenó la voz de Wilhelm. Como por arte de magia el acento alemán se materializó de nuevo. Lleno de rabia obedeció.
Una vez sentado se percató de que el suelo del salón estaba lleno de figuras y muñecos de Mickey Mouse rotos. Todos los de la casa, que no eran pocos. Su hija, al igual que él hasta su jubilación, trabajaba para The Walt Disney Company y el icono de la empresa estaba por toda la casa.
—Me ha costado romper todos esos putos ratones, pero por fin di con la clave que descifra la ubicación del cuerpo de Walt Disney —le dijo Wilhelm a Richard—. Debí figurarme que la esconderías en un lugar a la vista de todos, pero difícil de descubrir. Mickey. Mic key, micrófono y llave. Eres listo, pero yo lo soy más. ¿Pensabas que no descubriría nunca el juego de palabras? Tengo que confesarte que me costó mucho tiempo, pero una vez descifrado solo he tenido que dar con el ratón adecuado. Pensé que era el del juguete de cuando tu nieto era pequeño, ese con un micrófono; pero me equivoqué. Lo habías escondido en ese otro que el ratón imita a Elvis. Eres un viejo zorro, pero yo soy más listo que tú.
Richard miraba alternativamente a su nieto, el estropicio de muñecos y al causante de todo aquel daño.
—Ahora acompañarás a mis hombres hasta donde está congelado Disney, si no quieres que mate a tu nieto y luego acabe contigo. Sé que hará falta el reconocimiento de tu huella dactilar o de tu iris para acceder al lugar. Seguro que también has tomado más precauciones y necesito que desactives todos esos sistemas de defensa.
—Está bien —accedió.
—Abuelo, no. Sabes que cuando obtenga lo que quiere nos va a matar —intervino por primera vez su nieto Oswald.
—Todo a va a salir bien —intentó tranquilizarle el anciano.
—Siento interrumpir esta emotiva charla, pero el tiempo apremia. Tengo una venganza que cobrarme y ya he dejado pasar muchos años. Llevaos al abuelo y vosotros quedaos con el nieto —le ordenó Wilhelm al que parecía ser su hombre de confianza y a otro que se encontraba junto a él—. El resto, en marcha.
Dos de los encapuchados agarraron por los brazos a Richard y le obligaron a salir de la casa.
—¡Eh!, sin empujar —se quejó el anciano—. Puedo caminar solo.
—Calla, viejo.
—Id en su coche, y que conduzca él. Seguro que algún sistema de seguridad es el reconocimiento de su matrícula. Lleva más de cincuenta años con la misma y eso tiene que tener algún sentido —mandó Wilhelm a los dos secuaces que irían con Richard.
—Sí, jefe.
Wilhelm, acompañado de otros dos matones, montó en un lujoso Lincoln Navigator que acababa de estacionarse frente a la casa de Linda. Richard fue conducido a empujones hasta su coche, un viejo Ford Torino del año 75 que era su mayor tesoro. Le obligaron a ponerse al volante mientras que uno de sus acompañantes ocupaba el asiento del copiloto y el otro justo el que estaba detrás del conductor. Tenía una pistola apuntándole constantemente a la nuca y otra al lado derecho de su cabeza. No tenía escapatoria ni podía arriesgarse a hacer ningún movimiento en falso.
Emprendieron la marcha hacia los estudios centrales de Disney, donde, según las indicaciones, se conservaba el cuerpo criogenizado del fundador de la compañía.
El Torino alcanzó la velocidad de noventa kilómetros por hora en la autopista que bordeaba la ciudad, y Richard decidió que era el momento de actuar. Soltó su mano derecha del volante y la apoyó sobre la palanca de cambios. Un gesto inocente que cualquier conductor realiza varias veces a lo largo de un trayecto. Sin embargo, Richard tenía otras intenciones. Siguiendo el refrán de “que tu mano derecha no vea lo que hace tu mano izquierda” hizo que sus captores se fijaran en aquel gesto, quedando sin vigilancia la otra mano, la izquierda. Entonces, con ella pulsó un botón que había junto al volante. Unas pequeñas explosiones, como las de los airbags al activarse, se escucharon en los reposacabezas de todos los asientos salvo en el del conductor. De ellos salieron pinchos de acero de veinte centímetros de longitud, que atravesaron la base de los cráneos de sus acompañantes, haciendo que perdieran todas sus funciones motoras al instante. A los pocos segundos murieron sin saber qué había pasado.
Richard cambió de sentido en cuanto pudo y se encaminó de nuevo al hogar de su hija. Tenía que salvar a su nieto y disponía de poco tiempo. Llevaba muchos años sin tener que entrar en acción, pero gracias a que continuaba con sus entrenamientos de Defensor del Gran Secreto, podía ser capaz de desarrollar todas sus cualidades de defensa y ataque.
Aparcó su coche dos calles por detrás de la casa y se acercó a un solar abandonado. Allí, oculta dentro de grandes tuberías de hormigón había una puerta que daba a un acceso secreto a casa de su hija. Siempre lo había tenido para huir en caso de ser necesario, nunca lo consideró como una entrada alternativa, pero ahora iba a darle ese uso. Aquel pasadizo llevaba hasta el sótano. Entonces haría su aparición por sorpresa y liberaría a su nieto.
Silenciosamente salió del sótano y se acercó a la puerta del salón. Desde allí podía ver a su nieto con los dos encapuchados que lo retenían. Uno de ellos tenía en sus manos la jaula de una mascota de Oswald.
—Vaya, como no lo habíamos pensado antes. Esta familia tiene un ratón como mascota, y mira qué casualidad que se llama Mickey. Seguro que este bicho tiene algo que revelarnos —metió la mano en la jaula y sacó al roedor. Le retorció el cuello ante el lagrimoso rostro de su dueño. Después arrojó la jaula al suelo y la misma se deshizo en varias piezas. Entonces, el encapuchado cogió una de ellas. Era extraña y no encajaba del todo dentro de la jaula de un ratón—. Te lo dije. Aquí tenemos el secreto que tan bien han guardado los Defensores.
Cuando levantó un pequeño cilindro con extrañas inscripciones, Richard apareció en el salón lanzando un shuriken contra aquel hombre. El proyectil se le clavó en el cuello haciéndole caer al suelo. Llevaba impregnado un potente veneno capaz de tumbar a una res en cuestión de segundos.
Ante la sorpresa del otro captor, corrió hacia él y le hizo un tremendo tajo con una pequeña cuchilla. La vida se le escapó rápidamente.
—¿Abuelo? —preguntó temeroso Oswald—. ¿Qué ha pasado? ¿Quiénes son estos hombres y qué quieren?
—Es una historia muy larga —comenzó a explicarle al chico a la vez que lo desataba—. Estas personas son Grimmers, descendientes de los famosos hermanos Grimm, los creadores de los cuentos que inspiraron los clásicos de Disney.
—¿Qué quieren de nosotros? ¿Qué tenemos que ver con ellos y Disney?
—Como sabes los hermanos Grimm fueron dos, Jacob y Wilhelm. Ambos formaron familias y tuvieron descendencia; pues un descendiente de Jacob le vendió a Walt Disney los derechos de los cuentos para hacer películas. Por lo visto, a los descendientes de Wilhelm aquello no les sentó bien, ya que se considera que él fue el auténtico creador de las historias, por lo que los descendientes de Jacob no tendrían legitimidad para venderlos. Consideran que Disney adquirió los derechos de forma fraudulenta.
—¿Y qué tiene que ver todo eso con nosotros? —quiso saber el chico.
—Soy el Guardián del Gran Secreto. Sé dónde está el cuerpo congelado de Walt Disney, y ahora sé que debo transmitírtelo a ti.
—Eso es un mito. Todo el mundo lo sabe.
—Esa es la mejor forma de guardar el secreto, hacer creer a todo el mundo que es mentira. Walt Disney está criogenizado. Yo mismo fui testigo del proceso. Fui elegido entre los trabajadores de The Walt Disney Company para guardar el secreto del lugar de su conservación. Tienes que saber cuál es ese lugar. Se encuentra dentro de la estatua del propio Walt Disney que hay en Disneyland.
—¿A la vista de todo el mundo?
—Sí. Es el mejor escondite: todos los ven pero nadie sospecha que se encuentra allí. La estatua esta permanente refrigerada por dentro para mantener el cuerpo en el estado de congelación.
—¿Por qué han roto todos los muñecos de Mickey? —preguntó Oswald.
—Porque creían que uno de ellos guardaba los datos de acceso a los estudios y que en ellos estaría el cuerpo de Disney.
—Pero mi ratón tenía algo en su jaula que, según el encapuchado, llevaba a Disney. ¿No era muy evidente ocultar algo en un muñeco de Mickey o en la jaula de un ratón que también se llama Mickey? Es el estandarte de Disney y el primer dibujo animado que creó.
—En lo primero aciertas, en lo segundo no. La primera creación de Disney fue Oswald, el conejo afortunado.
—¿Oswald? ¿Cómo mi conejo? ¿Cómo yo?
—Eso es. Tú te llamas Oswald por el personaje, al igual que tu mascota. Realmente es tu conejo Oswald quién guarda el secreto de la localización de Disney. Combinando esta pieza —dijo el anciano alzando el cilindro— con otra similar que hay en la jaula del conejo nos revela la forma de acceder al cuerpo de Disney. Esta pieza por ella misma no vale de nada.
—Y lo que encontró ese hombre en la figura de Mickey vestido de Elvis, ¿qué era?
—Falsas informaciones por si algo como esto pasaba. En cuanto alguien que no fuera yo entrase en ese sitio, las puertas se cerrarían automáticamente y no tendrían forma de salir, muriendo de hambre y sed. Nadie podría oírlo pedir ayuda ya que la habitación está insonorizada y en un sótano a treinta metros bajo tierra. Ahora no debemos perder más tiempo. Toma —le dijo el viejo entregándole una tarjeta de visita—. Ve a esa dirección y dile a quién te atienda que el Maestro está en peligro. Sabrán lo que significa y te prepararan como es debido para ser Guardián del Gran Secreto.
—¿Por qué es tan importante que no lleguen hasta Disney? ¿Qué es lo que buscan?
—Buscan descongelarlo y que le devuelva los derechos de los cuentos, así como los beneficios obtenidos por su explotación. Al no estar muerto, ningún descendiente puede devolver esos derechos y tiene que ser el propio Disney el que firme el documento. Eso supondría miles de millones de dólares y la quiebra de la empresa, tener que cerrar los parques de atracciones y muchas cosas más.
—¿Y a quién le importa eso? Son parques de atracciones, nada más.
—Es algo más. Es donde reside la fantasía y la ilusión de millones de personas en todo el mundo. Imagina un mundo sin Disney… —Y le dejó unos instantes para pensar—. No puedes, ¿verdad? Pues tenemos que mantener a Walt Disney en su estado hasta que todo esto haya pasado y que no haya nadie que amenace las ilusiones de los niños. Ahora ve a esa dirección. Espero que todo acabe pronto, pero si no, vas a necesitar un duro entrenamiento.
Abuelo y nieto se acercaron al cadáver de Linda y le dieron un suave beso de despedida. Después, Richard cubrió su cuerpo con una manta.
Cuando el muchacho, con los pensamientos más confusos que en toda su vida, abandonó la casa, Richard acudió al sótano. Allí, en una habitación secreta para el resto de su familia, recuperó su ropa de asalto y varias armas. Había llegado el momento de la lucha final, y quería salir victorioso para que su nieto no tuviera que soportar la carga que él había llevado sobre sus hombros todos aquellos años.

En su coche llegó hasta el rascacielos en cuya azotea tenía su cuartel general Wilhelm Grimm IV. Actual líder de los Grimmers, que llevaban ochenta años detrás de recuperar lo que creían que les pertenecía legítimamente. Dejó su coche y se adentró en la oscuridad de la noche.
Al llegar a la entrada del edificio se encontró que allí había dos guardias armados. Los Grimmers lo estaban esperando, no cabía duda. Seguramente ya sabían que los encapuchados habían caído sin conseguir su objetivo. Sacó su ballesta con visor infrarrojo y disparó sobre el primer guardia. El virote se le clavó en el cuello matándolo al instante. Su compañero, empuñó su rifle y buscó en la oscuridad al intruso. Un minuto después yacía en el suelo con el cuello roto.
Sigiloso como un felino, Richard avanzaba por los pasillos del edificio pegado a la pared, desconocedor que Wilhem Grimm ya sabía de su presencia. Los detectores de movimiento habían activado las cámaras de seguridad e iban revelando su posición a cada paso.
Decidió no coger los ascensores, porque así era más vulnerable. Subiría por las escaleras.
En el segundo piso le recibieron con una ráfaga de M-16. Afortunadamente, pudo retroceder a tiempo y volver a ocultarse en el pasillo. Saco una mascarilla y un bote de gas lacrimógeno y lo lanzó en las escaleras. Esperó unos minutos a que la nube de humo se formara y le permitiera avanzar sin ser detectado. Las toses de sus adversarios le avisaron de sus posiciones y así pudo librarse de ellos.
No iba a permitir que lo volvieran a sorprender. Era muy probable que lo estuvieran vigilando a través de cámaras, y él sabía como evitarlo. En su reloj activó la función de inhibidor de señales, así desactivaría todas las cámaras y no verían por dónde iba.
A pesar de mantenerse en forma, ya no era tan joven como quería pensar y al llegar al octavo piso estaba exhausto. La combinación de las escaleras con la tensión y alguna pelea había hecho mella en él. Aún le quedan trece plantas y muchos enemigos de los que deshacerse y el ascensor empezaba a ser una opción más que válida.

—El motor de los ascensores se ha puesto en marcha —indicó el jefe de seguridad a Wilhelm Grimm
—Estupendo. Ahora sí que está acorralado. Detén los ascensores y acabad con él.
—Enseguida.
El jefe de seguridad envió a un equipo de cuatro hombre a la puerta de los ascensores de la undécima planta. El ascensor se detuvo y antes de abrirse las puertas abrieron fuego a discreción con sus fusiles de asalto. Cuando cesó el tableteo de las armas y las puertas se abrieron, un cuerpo sin vida cayó al suelo. Pero no era el de Richard, sino el de uno de los guardias de los pisos inferiores.
—¡En el techo! —gritó uno de los guardias. Todos abrieron fuego sobre la parte superior de la cabina del ascensor hasta que hubo más espacio vació que techo. Las chispas de las lámparas destrozadas saltaban sin control—. ¡Alto el fuego!
Nuevamente silencio. Un instante después, ocho disparos de una pistola acabaron con la vida de los cuatro mercenarios. Richard había puesto en movimiento los ascensores, haciéndolos bajar hasta la planta baja y después haciéndolos subir de nuevo (ventajas de los ascensores modernos que poseen memoria), mientras él subía por las escaleras lo más rápido que podía. No llegó a la par que los elevadores, pero si a tiempo para acabar con los cuatro guardias.
Ocho plantas más y llegaría a su destino. Disparos y más disparos lo fueron saludando a cada planta que ascendía, pero gracias a sus dotes consiguió salir indemne de todos los ataque recibidos.
A las puertas del despacho de Wilhem lo esperaba el jefe de seguridad. Vestía un traje elegante de color blanco. Al ver a Richard, el hombre se quitó la chaqueta y la dejó doblada a un lado con la esperanza de recuperarla en breve.
Se lanzó contra el Guardián del Gran Secreto; este, que esperaba el ataque, se apartó unos centímetros para esquivar el golpe. Después lanzó una patada a la rodilla de su adversario haciéndole doblar la pierna. Richard encadenó otro par de golpes en la cara de su oponente, pero apenas le hizo mover la cabeza un poco.
Cuando recuperó la posición erguida, abrazó con fuerza al intruso derribándolo. Los dos rodaron por la alfombra que decoraba aquel pasillo. Forcejeos, golpes y arañazos fueron intercambiados por los dos rivales. Finalmente, el jefe de seguridad de Wilhem agarró a Richard por el cuello y comenzó a estrangularlo. El aire empezaba a faltar y la sangre que debía regar su cerebro había encontrado una obstrucción que no podía sortear. La vista se le nublaba y notaba que estaba perdiendo el sentido.
En un acto desesperado sacó la cuchilla que ocultaba en su cinturón y lanzó un golpe hacia su atacante. Tuvo la fortuna de que la afilada hoja abrió un gran tajo en el cuello del que iba a ser su verdugo. La presión sobre la garganta de Richard se fue aflojando, y el traje, que había sido blanco, tardó pocos segundos en tornarse rojo.
Wilhelm esperaba con una pistola la entrada de Richard.
—Bienvenido. Has llegado muy lejos, pero aquí se acaba tu viaje —le dijo al verlo entrar.
—Adelante, dispara. No temo a la muerte; y si me matas jamás conocerás el paradero de Disney.
—Te equivocas, sé donde se encuentra. A la vista de todo el mundo pero oculto de la gente. La propia estatua que hay en Disneyland es su escondite.
El semblante de Richard cambió de inmediato.
—¿Cómo…? —No pudo acabar la frase. La aparición en la escena de una tercera persona le hizo quedarse sin habla.
—Hola, abuelo —le saludó Oswald.
—Richard, te presento a mi nieto Jacob Grimm. Ha sido duro ver como tú y tu hija lo criabais, pero necesitaba meter a un infiltrado en lo más profundo de tu familia. Jacob nació hace veinte años, al día siguiente que Oswald. En el hospital cambiamos a los dos niños y asunto arreglado. Pasados los años me puse en contacto con él y le mantuve al corriente de todo lo que pasaba… ¡Qué gran invento las telecomunicaciones! Gracias a Internet podíamos estar en contacto sin que ni tú ni tu hija os dierais cuenta. —Wilhelm comenzó a reír a carcajadas hasta que le sobrevino un ataque de tos. Cuando se recuperó, continuó con su relato—. ¿Cómo crees que supimos cuándo era el momento oportuno para asaltar tu casa? ¿Cómo pudimos evitar las trampas y las alarmas que tenías preparadas? Sabía que tarde o temprano le revelarías el secreto al chico y entonces yo también lo conocería.
—Maldito traidor. Te he tratado como a mi propio nieto, ¿y así me lo pagas? —balbuceó Richard al borde de las lágrimas.
—Mickey —interrumpió Wilhelm—. Mic key. Micrófono y llave. Cuando te lo dije no esperaba que lo entendieras, y estaba en lo cierto. Tu casa estaba llena de micrófonos ocultos en todos los muñecos del maldito ratón, hablaras dónde hablaras, yo escucharía todo. Ahora, despídete.
Wilhelm apuntó de nuevo a Richard. Un disparo sonó en la sala. La pistola de Wilhelm cayó al suelo, seguida del cuerpo de su dueño. Jacob Grimm empuñaba un revolver humeante. Había acabado con la vida de su abuelo. Richard no daba crédito a lo que acababa de suceder.
—No permitiré que un desalmado como él se apodere de la mitad de la fortuna de Disney ni que acabe con los sueños de miles de personas —le dijo a Richard.
—Oswald. Jacob, yo… yo… Me alegro que pienses así.
El muchacho encañonó a Richard y disparó tres veces sobre él.
—No permitiré que se apodere de la mitad de la fortuna de Disney, cuando puedo hacerlo yo mismo. Oswald fue el que comenzó el Imperio de Disney y Oswald será el que lo finalice. —sentenció. Richard ya no pudo oír aquellas palabras.
Encendió un mechero y acercó la llama a las cortinas del gran ventanal que se abría a la ciudad. Todo aquel edificio ardería hasta los cimientos y nadie sabría que había sucedido allí realmente. Pasado algún tiempo, acudiría a descongelar a Disney y le exigiría lo que era suyo. Ahora nadie podía impedir que se convirtiera en un hombre muy poderoso.

viernes, 16 de enero de 2015

K.O.

Relato sobre un combate de boxeo con el que pasé la primera ronda de Versus II

K.O.

¡¡GRAN COMBATE!!
KENNY TURNER vs. LEO VITALLI
Por el título mundial de los pesos pesados.
Sábado, 15 de diciembre a las 22:00
Madison Square Garden (N.Y.)

Así rezaba el cartel que anunciaba su combate. Su último combate Llevaba muchos años retirado, pero necesitaba el dinero para sacar adelante a su familia. Con aquella pelea ganaría lo suficiente para que sus hijos fueran a la universidad y se labraran un futuro. No era el primer deportista (ni el primer boxeador) que regresaba a la élite después de haberse retirado.
Leo Vitalli. Su nombre había sido sinónimo de triunfo en las décadas de los ochenta y los noventa, cuando todos los muchachos de la calle querían ser boxeadores debido al tirón que habían tenido las películas de Rocky y al éxito de Mike Tyson.

Echó un último vistazo al cartel y continuó caminando hacia el gimnasio. Allí era respetado, y todos querían su opinión y aprobación para iniciarse en el mundo pugilístico. Él solo les exigía dos requisitos para entrenarlos: que continuasen con sus estudios y que se mantuvieran alejados de los problemas.
—Buenos días, Leo —saludó el dueño del local—. ¿Estás nervioso por el combate?
—Hola, Billy. Todavía faltan tres semanas. Me queda mucho tiempo para ponerme nervioso —rió Leo.
Tras saludar a los usuarios del gimnasio, entró en el vestuario y se puso su ropa de entrenamiento.
Después de realizar el calentamiento, se fue hacia el saco y comenzó a golpearlo durante varios minutos. Acabado aquel ejercicio se subió al cuadrilátero a la espera de que algún otro subiera con él. Estuvieron cruzando golpes durante un buen rato, hasta que su contrincante se cansó y otro nuevo subió a sustituirle.
Leo dio por finalizado el entrenamiento de aquella mañana. Por la tarde saldría a correr para hacer algo de ejercicio aeróbico. Así había pasado los cinco últimos meses. Necesitaba ponerse en forma para medirse al actual campeón mundial de los pesos pesados. En otras circunstancias le habría parecido irónico, hasta gracioso, que se enfrentaran el vigente campeón con el que lo fue veinte años atrás.
¡Qué recuerdos! Le encantaba volver atrás en el tiempo y revivir aquellos momentos de gloria.

—¿Sigues empeñado en pelear? —le preguntó su mujer cuando comenzó a servir la comida. Aquella conversación la habían tenido docenas de veces; sin embargo, ella no se daba por vencida. Iba a poner todo de su parte para que él renunciara a aquel combate.
—Va a ser mi último combate —respondió.
—Eso mismo me dijiste hace años y, después de mucho tiempo fuera del mundo del boxeo, ahora quieres volver,
—Llevo muchos meses entrenando. Además, este combate nos reportará lo suficiente como para que los chicos vayan a la universidad.
—No nos hace falta ese dinero. Con lo que ganamos con nuestros trabajos podemos pagarle los estudios —argumentó Margaret.
—No es suficiente. Quiero que vayan a una buena universidad y tengan la oportunidad que nosotros no tuvimos. No me gustaría verlos dar palos de ciego por la vida porque sus padres no pudieron darles todo su apoyo.
—Lo que te pagan por el combate no es suficiente.
—No te preocupes por eso. Será suficiente. Y no vamos a hablar más del tema. Fuimos padres demasiado tarde y no tenemos otra elección.
Sus hijos entraron en la cocina. Acababan de regresar del instituto.
—Hola, papá. Hola, mamá —saludaron ambos antes de sentarse a la mesa para comer en familia.
—Papá, ¿estás preparado para la pelea? —preguntó su primogénito Steve.
—Estoy en ello. Entreno duro cada día para…
—En el instituto no se habla de otra cosa —interrumpió su otro hijo: James—. Todos mis amigos quieren entradas.
—Se acabó hablar del combate —ordenó su madre—. Además, los menores tenéis prohibida la entrada.
—Pero mamá…
—Ni mamá ni nada. No vais a ir a la pelea y no hay más que hablar.
La familia se mantuvo en silencio hasta el momento del postre. Steve le preguntó a su padre si podía acompañarle a correr aquella tarde. A menudo, su hijo mayor solía ir con él a correr o al gimnasio a ver como entrenaba a futuros boxeadores.
—Sí, claro. Luego podríamos ir a comprar algo para la cena y ver el partido juntos. ¿Te apuntas James?
—No puedo, papá. Mañana tengo un examen —respondió el muchacho—. Intentaré estudiarlo todo para poder ver el baloncesto con vosotros. ¡Vivan los Knicks!
Su hijo Steve tenía diecisiete años y estaba en el último curso del instituto. Le gustaba mucho jugar al baloncesto, y se le daba bien, pero no lo suficiente para conseguir una beca de deportes para la universidad. A su hermano James se le daba mucho mejor, pero aún así, Leo dudaba que fuera a ser becado. Todavía estaba en primero y era suplente del equipo del instituto. Le faltaba cuerpo y experiencia, pero los sustituía por entrega y entusiasmo.
Aquella noche, después de haberse dado una ducha, Leo se sentó en el sofá con sus dos hijos a ver el partido de baloncesto entre los New York Knicks y los Oklahoma City Thunder.

Los días se pasaron rápido entre los entrenamientos y la vida familiar. Apenas salía a colación la pelea y siempre que se hablaba de ella era porque sus hijos le transmitían mensajes de ánimo de sus compañeros de clase.
—Leo, te queda un día para el combate. ¿Ya te has puesto nervioso? —bromeó el dueño del gimnasio al verlo llegar la víspera de la gran pelea.
—¿Tú me ves nervioso, Billy?
—Pues deberías estarlo. Según las últimas noticias, las casas de apuestas no dan un dólar por ti. Se paga 100 a 1 que llegues hasta el último asalto. 50 a 1 que caigas en el primero. 60 a 1 si te retiras antes del quinto. Hasta hay gente que ha apostado que no te vas a presentar.
—Y eso, ¿a cuánto se paga? —intentó seguir la broma Leo.
—10 a 1. Son muchos los que piensan que no va a ir —respondió su amigo seriamente a la vez que bajaba la cabeza—. Y quizá sea lo que tienes que hacer. Ya no eres un chaval y Turner es una mole de músculos recubierta de piel negra.
—¡Deja de decir tonterías! ¿No has visto cómo he estado entrenando? No voy a abandonar antes de empezar.
—¡Te va a matar!
—Tengo un buen seguro de vida.
—No gastes bromas con eso.
—No es ninguna broma —explicó Leo—. Contraté hace años un seguro de vida por diez millones de dólares. Por cubrirle las espaldas a Margaret y los chicos por si a mí me pasaba algo.
—¿No estarás pensando en dejar que te machaque hasta la muerte?
—No, no estoy tan loco. Quiero conseguir el dinero para que mis hijos estudien, pero no a costa de perderme ver como se hacen unos hombres de provecho. —Leo dejó su petate con la ropa de entrenamiento en el suelo—. ¿A cuánto se paga mi victoria?
—Los chicos te tienen preparada una pequeña sorpresa para animarte. Te deben estar esperando.
—No has respondido a mi pregunta.
—500 a 1. Casi nadie ha apostado por tu victoria.
—Yo tampoco lo haría —rió el boxeador. Después, recogió de nuevo su petate y fue al vestuario a cambiarse. Cuando estuvo preparado, salió a la zona de entrenamiento.
Allí, todos sus pupilos y compañeros de entrenamiento le habían hecho una pancarta enorme dándole ánimos para el combate del día siguiente.

Aquel sábado se hizo muy largo hasta que se fue acercando la hora del combate.
Leo llegó al estadio acompañado de su mujer. Ella tenía reservado un asiento en primera fila, junto a algunos de los amigos más íntimos de Leo. Sus dos hijos se tuvieron que conformar con verlo por la televisión.
Pocos minutos antes de las diez de la noche el Madison Square Garden se quedó totalmente a oscuras para recibir a los dos contendientes. Un potente foco iluminó la salida de los vestuarios para que la gente pudiera ver como saltaban al cuadrilátero Turner y Vitalli.
Desde el centro del escenario, con cada contendiente en su correspondiente rincón, el speaker comenzó con las presentaciones.
—En el rincón de mi derecha, con un peso de 92 kilos, vestido con calzón negro y dorado, el actual campeón del mundo de los pesos pesados… ¡¡Kenny Tornado Turner!! Y a mi izquierda, con 95 kilos de peso y calzón verde, el antiguo campeón y actual aspirante… ¡¡Leo Vitalli!! —El público rompió en aplausos hacia los dos luchadores—. El árbitro de la contienda será el señor Douglass.
El speaker se retiró de la lona y el árbitro hizo que los dos luchadores se acercaran al centro. Ambos obedecieron la orden.
—Quiero un combate limpio. Nada de golpes bajos ni en la nuca. Chocad esos guates y suerte.
La campana sonó y los dos púgiles comenzaron a intercambiar golpes. Durante los cuatro primeros asaltos la velocidad del combate no fue en aumento, pero en el quinto asalto todo cambió. Leo lanzaba crouchs y directos hacia su rival, pero este, más joven y ágil, los detenía o esquivaba en su mayoría. Los golpes que lanzaba Turner era muy fuertes y Vitalli los encajaba peor que cuando fue campeón. Ambos querían la victoria y el cinturón que los reconocía como campeones.
Llegaron al décimo asalto con las fuerzas desequilibradas. Vitalli tenía un ojo casi cerrado debido a los golpes y una ceja abierta que tuvieron que curarle en el descanso.
—Segundos fuera —anunciaron. Los ayudantes de los boxeadores comenzaron a retirarse. Turner se puso en pie y su banqueta fue retirada. Cuando Vitalli se puso en pie, se tambaleó y tuvo que apoyarse en las cuerdas para no caer—. Al rincón —le ordenó el arbitró a Turner. Después se acercó a Leo para interesarse por su estado.
—Estoy bien —respondió el aludido.
—Vamos a tirar la toalla —dijo el entrenador de Leo.
—¡No! —gritó este—. Es mi último combate y quiero acabarlo.
Se irguió de nuevo y se acercó al centro del cuadrilátero. Chocó sus guantes con los de Turner y continuaron el combate.
Turner lanzó un gancho de izquierda seguido de un directo de derecha a la cara de Vitalli que impactó de lleno haciéndole caer a la lona. Cuando el árbitro había llegado a la cuenta de cinco, recuperó su posición de guardia. Se lanzó al ataque y la velocidad de sus puños se incrementó de nuevo. Turner apenas podía detener el aluvión de golpes que se le venía encima. Su rival era mucho más fuerte y resistente de lo que había estimado para la edad que tenía.
Vitalli seguía lanzando directos de derecha hacia su oponente a la espera de un pequeño descuido. Una señal que indicara que tenía que dar el golpe de gracia que le llevara a ganar aquel combate.
Entonces llegó. Vitalli miró a los ojos de su rival y la vio. Turner lanzó otro de sus temidos directos. Leo lo bloqueó con su guante izquierdo y le devolvió el golpe con el derecho. Había visto como Turner bajaba la guardia cada vez que le lanzaba su directo. Vitalli lo había descubierto y aprovechó para golpear.
Aquel puñetazo vino seguido de otros muchos y acabaron con un golpe de derecha en la mandíbula del campeón mundial. El pesado cuerpo del boxeador cayó a plomo sobre la lona. El estadio enmudeció.
—Al rincón —le ordenó el árbitro a Vitalli—. Uno, dos, …—comenzó la cuenta— …nueve y diez. ¡K.O.!
El estadio estalló en vítores y aplausos para el nuevo campeón de los pesos pesados. Margaret subió casi de un salto al cuadrilátero a abrazar y besar a su marido. Había tenido tanto miedo de que le pasara algo que las lágrimas de alegría le rodaban por las mejillas.

Un mes después del combate, Vitalli y Turner volvieron a encontrarse. Pero esa vez no fue en un estadio plagado de personas que coreaban sus nombres. Estaban en un callejón del Bronx y no había nadie más con ellos.
—Gracias —comenzó Leo—. No sé cómo puedo pagártelo.
—Te debía una. Han pasado más de veinte años, pero no he olvidado lo que hiciste por mi abuela y por mí. ¿Has ganado suficiente?
—Con lo que me han pagado por el título y los patrocinadores podré enviar a mis hijos a una buena universidad. No es la mejor, pero se tendrán que arreglar.
Entonces Turner sacó un sobre y se lo entregó a Vitalli.
—Leo, con esto tendrás suficiente para esa universidad. No te conformes con mediocridades. Tú mismo me lo dijiste una vez.
—¿De dónde has sacado todo este dinero?
—Apostando a caballo ganador —rió Turner—. Sabiendo que iba a perder, decidí hacer una apuesta por ti a nombre de la hermana de mi abuela, y he ganado un montón de dinero. Más que si hubiera revalidado mi título. Por eso quiero ayudar a tus hijos con esto.
—Gracias, una y mil veces.
—Ya te he dicho que te debía una. Pensé que jamás serías capaz de ver cómo bajaba la guardia para que pudiera golpearme. Y eso que estaba avisado.
—Si he de serte sincero me costó. No me habías dicho que ibas a bajar la guardia. Solo sabía que en el décimo asalto ibas a darme facilidades, pero no sabía cómo. —Vitalli golpeó amistosamente el brazo de Turner—. Es más, hubo algún de un momento en el que pensé que no aguantaría hasta el décimo.
—Pero lo hiciste y ahora eres el campeón.
—Hasta mañana, que anunciaré mi retirada definitiva y te entregaré de nuevo lo que es tuyo.
—Espero, por nuestro bien, que jamás se sepa lo que de verdad pasó en este combate —deseó Turner.
—Ese secreto irá con nosotros a la tumba.

Veinte años antes, el nombre de Leo Vitalli era sinónimo de ganador, pero no por ello había dejado que la fama se le subiera a la cabeza. Como solía hacer desde la muerte de su padre, cada mes iba a donar sangre a un hospital de la ciudad. Cada vez iba a uno diferente y entraba y salía por la salida trasera. Lejos de las miradas de la gente. Le gustaba ayudar a los demás y aquella era una forma de hacerlo anónimamente.
Al salir se encontró con un muchacho de color que estaba siendo agredido en la parte trasera del hospital por otro chico, también de color, mayor que él. El de menor edad sacó una navaja del bolsillo e intentó pinchar a su agresor.
—Te voy a matar —amenazaba el joven al chico mayor—.Devuélveme mi dinero.
Vitalli se acercó a ellos para separarlos.
—¡Eh, chico! —llamó—. No hagas ninguna tontería. Dame esa navaja. No vayas a meterte en problemas.
Consiguió que tirase su arma al suelo. Se le veía muy asustado e incapaz de usar la navaja contra nadie. Comenzó a llorar y el agresor aprovechó para huir del lugar.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Leo.
—Ese chico me había prometido ayudarme y, al final, me ha engañado y me ha robado todo el dinero. Le voy a matar. Total, ya no tengo nada que perder.
—¿Por qué necesitas ayuda? Quizá yo pueda echarte una mano.
—Mi abuela está en el hospital muriéndose, y cuando lo haga, a mí ya no me quedará nada en el mundo por lo que vivir.
—Vaya, lo siento. ¿Qué le pasa a tu abuela?
—Tiene una enfermedad que necesita de unas pastillas muy caras para poder curarse y no tenemos dinero. Yo intento pedir algo para ver si reúno lo suficiente. Ese chico me dijo que él tenía unos billetes escondidos en un ladrillo, aquí en esta calle, pero me engañó.
—¿Y tus padres?
—Murieron cuando yo apenas era un bebe en un accidente de coche.
—No te preocupes. Tu abuela tendrá esas pastillas, pero prométeme que serás un buen chico y no harás nunca ninguna tontería que pueda arruinarte la vida. Y sobre todo, no le des ningún disgusto a tu abuela.
—Lo prometo.
—Ahora llévame a hablar con ella y con los médicos y yo pagaré ese tratamiento.
—Muchas gracias, señor…
—Vitalli. Leo Vitalli. —Al muchacho le sonaba aquel nombre, pero no fue hasta pasados varios años que lo identificó con el campeón mundial de los pesos pesados.
—¿Cómo puedo agradecérselo?
—Algún día tú me podrás devolver el favor. Pelea duro por tus sueños y no conformes con mediocridades.

Amanda Turner recibió el tratamiento para su enfermedad de manos de Leo Vitalli. Kenny Turner creció con aquel recuerdo y prometió devolverle el favor. Inspirándose en Leo, se entrenó día tras día para ser campeón del mundo de los pesos pesados.
Cuando se enteró por la prensa que aquel hombre tenía problemas económicos, decidió ponerse en contacto con él y ofrecerle un combate por el título. Leo en un principio rechazó la propuesta, hasta que Turner le explicó quién era y que quería devolverle aquel favor que hacía tantos años que le debía.


En breve el relato para la segunda ronda

martes, 30 de diciembre de 2014

Estoy aquí

Diploma subcampeón Versus II (2014)
Mírame,
estoy aquí,
no es que haya vuelto,
es que nunca me fui.

Aunque he estado ausente una temporada no quiere decir que haya abandonado mis trabajos literarios. Desde septiembre he estado trabajando para el concurso organizado por El Edén de los Novelistas Brutos, Versus en su segunda edición, en el que he quedado en segundo lugar.
Poco a poco y espaciados en el tiempo iré publicando los relatos que me han hecho alcanzar el galardón de segundo clasificado. Hasta entonces, feliz año 2015 a todos los seguidores del blog y muchas gracias por vuestras lecturas.
Robe Ferrer