Abrió la puerta de la casa de su hija como cada noche. Encendió la luz del
recibidor y se quitó los zapatos para calzarse las viejas pantuflas.
Había una pequeña luz en el salón, pero no se oía ningún ruido. Aquello
no le daba buena espina. Aunque Linda y Oswald estuviesen en la cocina
preparando la cena, él tendría que percibir algún sonido.
Un segundo antes de percatarse de lo extraño de la situación, el
silenciador de una Glock 9mm le
apuntaba al centro de la frente. La pistola la sujetaba la mano enguantada de
un encapuchado.
—Bienvenido, Richard. Ponte cómodo. Tu hija y tu nieto nos estaban
contando una divertida historia —le dijo una voz. A pesar de los años pasados,
reconoció aquella voz al instante. Después de cincuenta años viviendo en los Estados
Unidos había perdido el marcado acento alemán que la caracterizaba.
El encapuchado de la pistola le hizo pasar al salón de la casa poco
después de que se encendiese la luz. Seis hombres con la cara tapada y armados
retenían a su nieto Oswald atado y amordazado en una silla. El cuerpo de su
hija yacía en el suelo con síntomas de haber sido salvajemente torturada.
El mundo dejó de tener sentido para él. Ver a su hija muerta a mano de
aquellos hijos de puta había sido la gota que había colmado el vaso. Habría
soportado cualquier suplicio que le hubieran hecho pasar a él, pero que
hubieran tomado represalias con su hija y las fueran a tomar con su nieto era
algo que no iba a permitir.
Se intentó abalanzar sobre Wilhelm, el hombre que dirigía todo aquello y
el único que llevaba el rostro descubierto, pero una pistola sobre la nuca de
su nieto le hizo frenarse de golpe.
—Siéntate si no quieres ver a tu nieto de la misma forma que tu hija —le
ordenó la voz de Wilhelm. Como por arte de magia el acento alemán se
materializó de nuevo. Lleno de rabia obedeció.
Una vez sentado se percató de que el suelo del salón estaba lleno de
figuras y muñecos de Mickey Mouse rotos. Todos los de la casa, que no eran
pocos. Su hija, al igual que él hasta su jubilación, trabajaba para The Walt Disney Company y el icono de la
empresa estaba por toda la casa.
—Me ha costado romper todos esos putos ratones, pero por fin di con la
clave que descifra la ubicación del cuerpo de Walt Disney —le dijo Wilhelm a Richard—.
Debí figurarme que la esconderías en un lugar a la vista de todos, pero difícil
de descubrir. Mickey. Mic key,
micrófono y llave. Eres listo, pero yo lo soy más. ¿Pensabas que no descubriría
nunca el juego de palabras? Tengo que confesarte que me costó mucho tiempo,
pero una vez descifrado solo he tenido que dar con el ratón adecuado. Pensé que
era el del juguete de cuando tu nieto era pequeño, ese con un micrófono; pero
me equivoqué. Lo habías escondido en ese otro que el ratón imita a Elvis. Eres
un viejo zorro, pero yo soy más listo que tú.
Richard miraba alternativamente a su nieto, el estropicio de muñecos y al
causante de todo aquel daño.
—Ahora acompañarás a mis hombres hasta donde está congelado Disney, si no
quieres que mate a tu nieto y luego acabe contigo. Sé que hará falta el
reconocimiento de tu huella dactilar o de tu iris para acceder al lugar. Seguro
que también has tomado más precauciones y necesito que desactives todos esos
sistemas de defensa.
—Está bien —accedió.
—Abuelo, no. Sabes que cuando obtenga lo que quiere nos va a matar
—intervino por primera vez su nieto Oswald.
—Todo a va a salir bien —intentó tranquilizarle el anciano.
—Siento interrumpir esta emotiva charla, pero el tiempo apremia. Tengo
una venganza que cobrarme y ya he dejado pasar muchos años. Llevaos al abuelo y
vosotros quedaos con el nieto —le ordenó Wilhelm al que parecía ser su hombre
de confianza y a otro que se encontraba junto a él—. El resto, en marcha.
Dos de los encapuchados agarraron por los brazos a Richard y le obligaron
a salir de la casa.
—¡Eh!, sin empujar —se quejó el anciano—. Puedo caminar solo.
—Calla, viejo.
—Id en su coche, y que conduzca él. Seguro que algún sistema de seguridad
es el reconocimiento de su matrícula. Lleva más de cincuenta años con la misma
y eso tiene que tener algún sentido —mandó Wilhelm a los dos secuaces que irían
con Richard.
—Sí, jefe.
Wilhelm, acompañado de otros dos matones, montó en un lujoso Lincoln
Navigator que acababa de estacionarse frente a la casa de Linda. Richard fue
conducido a empujones hasta su coche, un viejo Ford Torino del año 75 que era
su mayor tesoro. Le obligaron a ponerse al volante mientras que uno de sus acompañantes ocupaba el asiento del
copiloto y el otro justo el que estaba detrás del conductor. Tenía una pistola
apuntándole constantemente a la nuca y otra al lado derecho de su cabeza. No
tenía escapatoria ni podía arriesgarse a hacer ningún movimiento en falso.
Emprendieron la marcha hacia los estudios centrales de Disney, donde,
según las indicaciones, se conservaba el cuerpo criogenizado del fundador de la
compañía.
El Torino alcanzó la velocidad de noventa kilómetros por hora en la
autopista que bordeaba la ciudad, y Richard decidió que era el momento de
actuar. Soltó su mano derecha del volante y la apoyó sobre la palanca de
cambios. Un gesto inocente que cualquier conductor realiza varias veces a lo
largo de un trayecto. Sin embargo, Richard tenía otras intenciones. Siguiendo
el refrán de “que tu mano derecha no vea lo que hace tu mano izquierda” hizo
que sus captores se fijaran en aquel gesto, quedando sin vigilancia la otra
mano, la izquierda. Entonces, con ella pulsó un botón que había junto al
volante. Unas pequeñas explosiones, como las de los airbags al activarse, se
escucharon en los reposacabezas de todos los asientos salvo en el del
conductor. De ellos salieron pinchos de acero de veinte centímetros de
longitud, que atravesaron la base de los cráneos de sus acompañantes, haciendo
que perdieran todas sus funciones motoras al instante. A los pocos segundos
murieron sin saber qué había pasado.
Richard cambió de sentido en cuanto pudo y se encaminó de nuevo al hogar
de su hija. Tenía que salvar a su nieto y disponía de poco tiempo. Llevaba
muchos años sin tener que entrar en acción, pero gracias a que continuaba con sus
entrenamientos de Defensor del Gran Secreto, podía ser capaz de desarrollar
todas sus cualidades de defensa y ataque.
Aparcó su coche dos calles por detrás de la casa y se acercó a un solar
abandonado. Allí, oculta dentro de grandes tuberías de hormigón había una
puerta que daba a un acceso secreto a casa de su hija. Siempre lo había tenido
para huir en caso de ser necesario, nunca lo consideró como una entrada
alternativa, pero ahora iba a darle ese uso. Aquel pasadizo llevaba hasta el
sótano. Entonces haría su aparición por sorpresa y liberaría a su nieto.
Silenciosamente salió del sótano y se acercó a la puerta del salón. Desde
allí podía ver a su nieto con los dos encapuchados que lo retenían. Uno de
ellos tenía en sus manos la jaula de una mascota de Oswald.
—Vaya, como no lo habíamos pensado antes. Esta familia tiene un ratón
como mascota, y mira qué casualidad que se llama Mickey. Seguro que este bicho
tiene algo que revelarnos —metió la mano en la jaula y sacó al roedor. Le
retorció el cuello ante el lagrimoso rostro de su dueño. Después arrojó la
jaula al suelo y la misma se deshizo en varias piezas. Entonces, el encapuchado
cogió una de ellas. Era extraña y no encajaba del todo dentro de la jaula de un
ratón—. Te lo dije. Aquí tenemos el secreto que tan bien han guardado los
Defensores.
Cuando levantó un pequeño cilindro con extrañas inscripciones, Richard
apareció en el salón lanzando un shuriken contra aquel hombre. El proyectil se
le clavó en el cuello haciéndole caer al suelo. Llevaba impregnado un potente
veneno capaz de tumbar a una res en cuestión de segundos.
Ante la sorpresa del otro captor, corrió hacia él y le hizo un tremendo
tajo con una pequeña cuchilla. La vida se le escapó rápidamente.
—¿Abuelo? —preguntó temeroso Oswald—. ¿Qué ha pasado? ¿Quiénes son estos
hombres y qué quieren?
—Es una historia muy larga —comenzó a explicarle al chico a la vez que lo
desataba—. Estas personas son Grimmers,
descendientes de los famosos hermanos Grimm, los creadores de los cuentos que
inspiraron los clásicos de Disney.
—¿Qué quieren de nosotros? ¿Qué tenemos que ver con ellos y Disney?
—Como sabes los hermanos Grimm fueron dos, Jacob y Wilhelm. Ambos
formaron familias y tuvieron descendencia; pues un descendiente de Jacob le
vendió a Walt Disney los derechos de los cuentos para hacer películas. Por lo
visto, a los descendientes de Wilhelm aquello no les sentó bien, ya que se
considera que él fue el auténtico creador de las historias, por lo que los
descendientes de Jacob no tendrían legitimidad para venderlos. Consideran que
Disney adquirió los derechos de forma fraudulenta.
—¿Y qué tiene que ver todo eso con nosotros? —quiso saber el chico.
—Soy el Guardián del Gran Secreto. Sé dónde está el cuerpo congelado de
Walt Disney, y ahora sé que debo transmitírtelo a ti.
—Eso es un mito. Todo el mundo lo sabe.
—Esa es la mejor forma de guardar el secreto, hacer creer a todo el mundo
que es mentira. Walt Disney está criogenizado. Yo mismo fui testigo del
proceso. Fui elegido entre los trabajadores de The Walt Disney Company para guardar el secreto del lugar de su
conservación. Tienes que saber cuál es ese lugar. Se encuentra dentro de la
estatua del propio Walt Disney que hay en Disneyland.
—¿A la vista de todo el mundo?
—Sí. Es el mejor escondite: todos los ven pero nadie sospecha que se
encuentra allí. La estatua esta permanente refrigerada por dentro para mantener
el cuerpo en el estado de congelación.
—¿Por qué han roto todos los muñecos de Mickey? —preguntó Oswald.
—Porque creían que uno de ellos guardaba los datos de acceso a los
estudios y que en ellos estaría el cuerpo de Disney.
—Pero mi ratón tenía algo en su jaula que, según el encapuchado, llevaba
a Disney. ¿No era muy evidente ocultar algo en un muñeco de Mickey o en la
jaula de un ratón que también se llama Mickey? Es el estandarte de Disney y el
primer dibujo animado que creó.
—En lo primero aciertas, en lo segundo no. La primera creación de Disney
fue Oswald, el conejo afortunado.
—¿Oswald? ¿Cómo mi conejo? ¿Cómo yo?
—Eso es. Tú te llamas Oswald por el personaje, al igual que tu mascota.
Realmente es tu conejo Oswald quién guarda el secreto de la localización de
Disney. Combinando esta pieza —dijo el anciano alzando el cilindro— con otra
similar que hay en la jaula del conejo nos revela la forma de acceder al cuerpo
de Disney. Esta pieza por ella misma no vale de nada.
—Y lo que encontró ese hombre en la figura de Mickey vestido de Elvis,
¿qué era?
—Falsas informaciones por si algo como esto pasaba. En cuanto alguien que
no fuera yo entrase en ese sitio, las puertas se cerrarían automáticamente y no
tendrían forma de salir, muriendo de hambre y sed. Nadie podría oírlo pedir
ayuda ya que la habitación está insonorizada y en un sótano a treinta metros
bajo tierra. Ahora no debemos perder más tiempo. Toma —le dijo el viejo
entregándole una tarjeta de visita—. Ve a esa dirección y dile a quién te
atienda que el Maestro está en peligro. Sabrán lo que significa y te prepararan
como es debido para ser Guardián del Gran Secreto.
—¿Por qué es tan importante que no lleguen hasta Disney? ¿Qué es lo que
buscan?
—Buscan descongelarlo y que le devuelva los derechos de los cuentos, así
como los beneficios obtenidos por su explotación. Al no estar muerto, ningún
descendiente puede devolver esos derechos y tiene que ser el propio Disney el
que firme el documento. Eso supondría miles de millones de dólares y la quiebra
de la empresa, tener que cerrar los parques de atracciones y muchas cosas más.
—¿Y a quién le importa eso? Son parques de atracciones, nada más.
—Es algo más. Es donde reside la fantasía y la ilusión de millones de
personas en todo el mundo. Imagina un mundo sin Disney… —Y le dejó unos
instantes para pensar—. No puedes, ¿verdad? Pues tenemos que mantener a Walt
Disney en su estado hasta que todo esto haya pasado y que no haya nadie que
amenace las ilusiones de los niños. Ahora ve a esa dirección. Espero que todo
acabe pronto, pero si no, vas a necesitar un duro entrenamiento.
Abuelo y nieto se acercaron al cadáver de Linda y le dieron un suave beso
de despedida. Después, Richard cubrió su cuerpo con una manta.
Cuando el muchacho, con los pensamientos más confusos que en toda su
vida, abandonó la casa, Richard acudió al sótano. Allí, en una habitación
secreta para el resto de su familia, recuperó su ropa de asalto y varias armas.
Había llegado el momento de la lucha final, y quería salir victorioso para que
su nieto no tuviera que soportar la carga que él había llevado sobre sus
hombros todos aquellos años.
En su coche llegó hasta el rascacielos en cuya azotea tenía su cuartel
general Wilhelm Grimm IV. Actual líder de los Grimmers, que llevaban ochenta años detrás de recuperar lo que
creían que les pertenecía legítimamente. Dejó su coche y se adentró en la
oscuridad de la noche.
Al llegar a la entrada del edificio se encontró que allí había dos
guardias armados. Los Grimmers lo
estaban esperando, no cabía duda. Seguramente ya sabían que los encapuchados
habían caído sin conseguir su objetivo. Sacó su ballesta con visor infrarrojo y
disparó sobre el primer guardia. El virote se le clavó en el cuello matándolo
al instante. Su compañero, empuñó su rifle y buscó en la oscuridad al intruso.
Un minuto después yacía en el suelo con el cuello roto.
Sigiloso como un felino, Richard avanzaba por los pasillos del edificio
pegado a la pared, desconocedor que Wilhem Grimm ya sabía de su presencia. Los
detectores de movimiento habían activado las cámaras de seguridad e iban
revelando su posición a cada paso.
Decidió no coger los ascensores, porque así era más vulnerable. Subiría por
las escaleras.
En el segundo piso le recibieron con una ráfaga de M-16. Afortunadamente,
pudo retroceder a tiempo y volver a ocultarse en el pasillo. Saco una
mascarilla y un bote de gas lacrimógeno y lo lanzó en las escaleras. Esperó
unos minutos a que la nube de humo se formara y le permitiera avanzar sin ser
detectado. Las toses de sus adversarios le avisaron de sus posiciones y así
pudo librarse de ellos.
No iba a permitir que lo volvieran a sorprender. Era muy probable que lo
estuvieran vigilando a través de cámaras, y él sabía como evitarlo. En su reloj
activó la función de inhibidor de señales, así desactivaría todas las cámaras y
no verían por dónde iba.
A pesar de mantenerse en forma, ya no era tan joven como quería pensar y
al llegar al octavo piso estaba exhausto. La combinación de las escaleras con
la tensión y alguna pelea había hecho mella en él. Aún le quedan trece plantas
y muchos enemigos de los que deshacerse y el ascensor empezaba a ser una opción
más que válida.
—El motor de los ascensores se ha puesto en marcha —indicó el jefe de
seguridad a Wilhelm Grimm
—Estupendo. Ahora sí que está acorralado. Detén los ascensores y acabad
con él.
—Enseguida.
El jefe de seguridad envió a un equipo de cuatro hombre a la puerta de
los ascensores de la undécima planta. El ascensor se detuvo y antes de abrirse
las puertas abrieron fuego a discreción con sus fusiles de asalto. Cuando cesó
el tableteo de las armas y las puertas se abrieron, un cuerpo sin vida cayó al
suelo. Pero no era el de Richard, sino el de uno de los guardias de los pisos
inferiores.
—¡En el techo! —gritó uno de los guardias. Todos abrieron fuego sobre la
parte superior de la cabina del ascensor hasta que hubo más espacio vació que
techo. Las chispas de las lámparas destrozadas saltaban sin control—. ¡Alto el
fuego!
Nuevamente silencio. Un instante después, ocho disparos de una pistola
acabaron con la vida de los cuatro mercenarios. Richard había puesto en
movimiento los ascensores, haciéndolos bajar hasta la planta baja y después
haciéndolos subir de nuevo (ventajas de los ascensores modernos que poseen
memoria), mientras él subía por las escaleras lo más rápido que podía. No llegó
a la par que los elevadores, pero si a tiempo para acabar con los cuatro
guardias.
Ocho plantas más y llegaría a su destino. Disparos y más disparos lo
fueron saludando a cada planta que ascendía, pero gracias a sus dotes consiguió
salir indemne de todos los ataque recibidos.
A las puertas del despacho de Wilhem lo esperaba el jefe de seguridad. Vestía
un traje elegante de color blanco. Al ver a Richard, el hombre se quitó la
chaqueta y la dejó doblada a un lado con la esperanza de recuperarla en breve.
Se lanzó contra el Guardián del Gran Secreto; este, que esperaba el
ataque, se apartó unos centímetros para esquivar el golpe. Después lanzó una
patada a la rodilla de su adversario haciéndole doblar la pierna. Richard
encadenó otro par de golpes en la cara de su oponente, pero apenas le hizo
mover la cabeza un poco.
Cuando recuperó la posición erguida, abrazó con fuerza al intruso
derribándolo. Los dos rodaron por la alfombra que decoraba aquel pasillo.
Forcejeos, golpes y arañazos fueron intercambiados por los dos rivales.
Finalmente, el jefe de seguridad de Wilhem agarró a Richard por el cuello y
comenzó a estrangularlo. El aire empezaba a faltar y la sangre que debía regar
su cerebro había encontrado una obstrucción que no podía sortear. La vista se
le nublaba y notaba que estaba perdiendo el sentido.
En un acto desesperado sacó la cuchilla que ocultaba en su cinturón y
lanzó un golpe hacia su atacante. Tuvo la fortuna de que la afilada hoja abrió
un gran tajo en el cuello del que iba a ser su verdugo. La presión sobre la
garganta de Richard se fue aflojando, y el traje, que había sido blanco, tardó
pocos segundos en tornarse rojo.
Wilhelm esperaba con una pistola la entrada de Richard.
—Bienvenido. Has llegado muy lejos, pero aquí se acaba tu viaje —le dijo
al verlo entrar.
—Adelante, dispara. No temo a la muerte; y si me matas jamás conocerás el
paradero de Disney.
—Te equivocas, sé donde se encuentra. A la vista de todo el mundo pero
oculto de la gente. La propia estatua que hay en Disneyland es su escondite.
El semblante de Richard cambió de inmediato.
—¿Cómo…? —No pudo acabar la frase. La aparición en la escena de una
tercera persona le hizo quedarse sin habla.
—Hola, abuelo —le saludó
Oswald.
—Richard, te presento a mi
nieto Jacob Grimm. Ha sido duro ver como tú y tu hija lo criabais, pero
necesitaba meter a un infiltrado en lo más profundo de tu familia. Jacob nació
hace veinte años, al día siguiente que Oswald. En el hospital cambiamos a los
dos niños y asunto arreglado. Pasados los años me puse en contacto con él y le
mantuve al corriente de todo lo que pasaba… ¡Qué gran invento las
telecomunicaciones! Gracias a Internet podíamos estar en contacto sin que ni tú
ni tu hija os dierais cuenta. —Wilhelm comenzó a reír a carcajadas hasta que le
sobrevino un ataque de tos. Cuando se recuperó, continuó con su relato—. ¿Cómo
crees que supimos cuándo era el momento oportuno para asaltar tu casa? ¿Cómo
pudimos evitar las trampas y las alarmas que tenías preparadas? Sabía que tarde
o temprano le revelarías el secreto al chico y entonces yo también lo
conocería.
—Maldito traidor. Te he tratado como a mi propio nieto, ¿y así me lo
pagas? —balbuceó Richard al borde de las lágrimas.
—Mickey —interrumpió Wilhelm—. Mic key. Micrófono y llave. Cuando te lo dije no esperaba
que lo entendieras, y estaba en lo cierto. Tu casa estaba llena de micrófonos
ocultos en todos los muñecos del maldito ratón, hablaras dónde hablaras, yo
escucharía todo. Ahora, despídete.
Wilhelm apuntó de nuevo a Richard. Un disparo sonó en la sala. La pistola
de Wilhelm cayó al suelo, seguida del cuerpo de su dueño. Jacob Grimm empuñaba
un revolver humeante. Había acabado con la vida de su abuelo. Richard no daba
crédito a lo que acababa de suceder.
—No permitiré que un desalmado como él se apodere de la mitad de la
fortuna de Disney ni que acabe con los sueños de miles de personas —le dijo a Richard.
—Oswald. Jacob, yo… yo… Me alegro que pienses así.
El muchacho encañonó a Richard y disparó tres veces sobre él.
—No permitiré que se apodere de la mitad de la fortuna de Disney, cuando
puedo hacerlo yo mismo. Oswald fue el que comenzó el Imperio de Disney y Oswald
será el que lo finalice. —sentenció. Richard ya no pudo oír aquellas palabras.
Encendió un mechero y acercó la llama a las cortinas del gran ventanal
que se abría a la ciudad. Todo aquel edificio ardería hasta los cimientos y
nadie sabría que había sucedido allí realmente. Pasado algún tiempo, acudiría a
descongelar a Disney y le exigiría lo que era suyo. Ahora nadie podía impedir
que se convirtiera en un hombre muy poderoso.