K.O.
¡¡GRAN COMBATE!!
KENNY TURNER vs. LEO
VITALLI
Por el título mundial
de los pesos pesados.
Sábado, 15 de
diciembre a las 22:00
Así rezaba el
cartel que anunciaba su combate. Su último combate Llevaba muchos años
retirado, pero necesitaba el dinero para sacar adelante a su familia. Con aquella
pelea ganaría lo suficiente para que sus hijos fueran a la universidad y se
labraran un futuro. No era el primer deportista (ni el primer boxeador) que
regresaba a la élite después de haberse retirado.
Leo Vitalli.
Su nombre había sido sinónimo de triunfo en las décadas de los ochenta y los
noventa, cuando todos los muchachos de la calle querían ser boxeadores debido
al tirón que habían tenido las películas de Rocky
y al éxito de Mike Tyson.
Echó un último
vistazo al cartel y continuó caminando hacia el gimnasio. Allí era respetado, y
todos querían su opinión y aprobación para iniciarse en el mundo pugilístico.
Él solo les exigía dos requisitos para entrenarlos: que continuasen con sus
estudios y que se mantuvieran alejados de los problemas.
—Buenos días,
Leo —saludó el dueño del local—. ¿Estás nervioso por el combate?
—Hola, Billy.
Todavía faltan tres semanas. Me queda mucho tiempo para ponerme nervioso —rió
Leo.
Tras saludar a
los usuarios del gimnasio, entró en el vestuario y se puso su ropa de
entrenamiento.
Después de
realizar el calentamiento, se fue hacia el saco y comenzó a golpearlo durante
varios minutos. Acabado aquel ejercicio se subió al cuadrilátero a la espera de
que algún otro subiera con él. Estuvieron cruzando golpes durante un buen rato,
hasta que su contrincante se cansó y otro nuevo subió a sustituirle.
Leo dio por
finalizado el entrenamiento de aquella mañana. Por la tarde saldría a correr
para hacer algo de ejercicio aeróbico. Así había pasado los cinco últimos
meses. Necesitaba ponerse en forma para medirse al actual campeón mundial de
los pesos pesados. En otras circunstancias le habría parecido irónico, hasta
gracioso, que se enfrentaran el vigente campeón con el que lo fue veinte años
atrás.
¡Qué
recuerdos! Le encantaba volver atrás en el tiempo y revivir aquellos momentos
de gloria.
—¿Sigues
empeñado en pelear? —le preguntó su mujer cuando comenzó a servir la comida.
Aquella conversación la habían tenido docenas de veces; sin embargo, ella no se
daba por vencida. Iba a poner todo de su parte para que él renunciara a aquel
combate.
—Va a ser mi
último combate —respondió.
—Eso mismo me
dijiste hace años y, después de mucho tiempo fuera del mundo del boxeo, ahora
quieres volver,
—Llevo muchos
meses entrenando. Además, este combate nos reportará lo suficiente como para
que los chicos vayan a la universidad.
—No nos hace
falta ese dinero. Con lo que ganamos con nuestros trabajos podemos pagarle los
estudios —argumentó Margaret.
—No es suficiente.
Quiero que vayan a una buena universidad y tengan la oportunidad que nosotros
no tuvimos. No me gustaría verlos dar palos de ciego por la vida porque sus
padres no pudieron darles todo su apoyo.
—Lo que te
pagan por el combate no es suficiente.
—No te
preocupes por eso. Será suficiente. Y no vamos a hablar más del tema. Fuimos
padres demasiado tarde y no tenemos otra elección.
Sus hijos
entraron en la cocina. Acababan de regresar del instituto.
—Hola, papá.
Hola, mamá —saludaron ambos antes de sentarse a la mesa para comer en familia.
—Papá, ¿estás
preparado para la pelea? —preguntó su primogénito Steve.
—Estoy en
ello. Entreno duro cada día para…
—En el
instituto no se habla de otra cosa —interrumpió su otro hijo: James—. Todos mis
amigos quieren entradas.
—Se acabó
hablar del combate —ordenó su madre—. Además, los menores tenéis prohibida la
entrada.
—Pero mamá…
—Ni mamá ni
nada. No vais a ir a la pelea y no hay más que hablar.
La familia se
mantuvo en silencio hasta el momento del postre. Steve le preguntó a su padre
si podía acompañarle a correr aquella tarde. A menudo, su hijo mayor solía ir
con él a correr o al gimnasio a ver como entrenaba a futuros boxeadores.
—Sí, claro.
Luego podríamos ir a comprar algo para la cena y ver el partido juntos. ¿Te
apuntas James?
—No puedo,
papá. Mañana tengo un examen —respondió el muchacho—. Intentaré estudiarlo todo
para poder ver el baloncesto con vosotros. ¡Vivan los Knicks!
Su hijo Steve
tenía diecisiete años y estaba en el último curso del instituto. Le gustaba
mucho jugar al baloncesto, y se le daba bien, pero no lo suficiente para
conseguir una beca de deportes para la universidad. A su hermano James se le
daba mucho mejor, pero aún así, Leo dudaba que fuera a ser becado. Todavía estaba
en primero y era suplente del equipo del instituto. Le faltaba cuerpo y
experiencia, pero los sustituía por entrega y entusiasmo.
Aquella noche,
después de haberse dado una ducha, Leo se sentó en el sofá con sus dos hijos a
ver el partido de baloncesto entre los New
York Knicks y los Oklahoma City
Thunder.
Los días se
pasaron rápido entre los entrenamientos y la vida familiar. Apenas salía a
colación la pelea y siempre que se hablaba de ella era porque sus hijos le
transmitían mensajes de ánimo de sus compañeros de clase.
—Leo, te queda
un día para el combate. ¿Ya te has puesto nervioso? —bromeó el dueño del
gimnasio al verlo llegar la víspera de la gran pelea.
—¿Tú me ves
nervioso, Billy?
—Pues deberías
estarlo. Según las últimas noticias, las casas de apuestas no dan un dólar por
ti. Se paga 100 a
1 que llegues hasta el último asalto. 50 a 1 que caigas en el primero. 60 a 1 si te retiras antes del
quinto. Hasta hay gente que ha apostado que no te vas a presentar.
—Y eso, ¿a
cuánto se paga? —intentó seguir la broma Leo.
—10 a 1. Son
muchos los que piensan que no va a ir —respondió su amigo seriamente a la vez
que bajaba la cabeza—. Y quizá sea lo que tienes que hacer. Ya no eres un
chaval y Turner es una mole de músculos recubierta de piel negra.
—¡Deja de
decir tonterías! ¿No has visto cómo he estado entrenando? No voy a abandonar
antes de empezar.
—¡Te va a
matar!
—Tengo un buen
seguro de vida.
—No gastes
bromas con eso.
—No es ninguna
broma —explicó Leo—. Contraté hace años un seguro de vida por diez millones de
dólares. Por cubrirle las espaldas a Margaret y los chicos por si a mí me
pasaba algo.
—¿No estarás
pensando en dejar que te machaque hasta la muerte?
—No, no estoy
tan loco. Quiero conseguir el dinero para que mis hijos estudien, pero no a
costa de perderme ver como se hacen unos hombres de provecho. —Leo dejó su
petate con la ropa de entrenamiento en el suelo—. ¿A cuánto se paga mi
victoria?
—Los chicos te
tienen preparada una pequeña sorpresa para animarte. Te deben estar esperando.
—No has respondido
a mi pregunta.
—500 a 1. Casi
nadie ha apostado por tu victoria.
—Yo tampoco lo
haría —rió el boxeador. Después, recogió de nuevo su petate y fue al vestuario
a cambiarse. Cuando estuvo preparado, salió a la zona de entrenamiento.
Allí, todos sus
pupilos y compañeros de entrenamiento le habían hecho una pancarta enorme
dándole ánimos para el combate del día siguiente.
Aquel sábado
se hizo muy largo hasta que se fue acercando la hora del combate.
Leo llegó al
estadio acompañado de su mujer. Ella tenía reservado un asiento en primera
fila, junto a algunos de los amigos más íntimos de Leo. Sus dos hijos se tuvieron
que conformar con verlo por la televisión.
Pocos minutos
antes de las diez de la noche el Madison Square Garden se quedó totalmente a
oscuras para recibir a los dos contendientes. Un potente foco iluminó la salida
de los vestuarios para que la gente pudiera ver como saltaban al cuadrilátero
Turner y Vitalli.
Desde el
centro del escenario, con cada contendiente en su correspondiente rincón, el speaker comenzó con las presentaciones.
—En el rincón
de mi derecha, con un peso de 92 kilos, vestido con calzón negro y dorado, el
actual campeón del mundo de los pesos pesados… ¡¡Kenny Tornado Turner!! Y a mi izquierda, con 95 kilos de peso y calzón
verde, el antiguo campeón y actual aspirante… ¡¡Leo Vitalli!! —El público
rompió en aplausos hacia los dos luchadores—. El árbitro de la contienda será
el señor Douglass.
El speaker se retiró de la lona y el
árbitro hizo que los dos luchadores se acercaran al centro. Ambos obedecieron
la orden.
—Quiero un
combate limpio. Nada de golpes bajos ni en la nuca. Chocad esos guates y
suerte.
La campana
sonó y los dos púgiles comenzaron a intercambiar golpes. Durante los cuatro
primeros asaltos la velocidad del combate no fue en aumento, pero en el quinto
asalto todo cambió. Leo lanzaba crouchs
y directos hacia su rival, pero este, más joven y ágil, los detenía o esquivaba
en su mayoría. Los golpes que lanzaba Turner era muy fuertes y Vitalli los
encajaba peor que cuando fue campeón. Ambos querían la victoria y el cinturón
que los reconocía como campeones.
Llegaron al
décimo asalto con las fuerzas desequilibradas. Vitalli tenía un ojo casi
cerrado debido a los golpes y una ceja abierta que tuvieron que curarle en el
descanso.
—Segundos
fuera —anunciaron. Los ayudantes de los boxeadores comenzaron a retirarse.
Turner se puso en pie y su banqueta fue retirada. Cuando Vitalli se puso en
pie, se tambaleó y tuvo que apoyarse en las cuerdas para no caer—. Al rincón
—le ordenó el arbitró a Turner. Después se acercó a Leo para interesarse por su
estado.
—Estoy bien
—respondió el aludido.
—Vamos a tirar
la toalla —dijo el entrenador de Leo.
—¡No! —gritó
este—. Es mi último combate y quiero acabarlo.
Se irguió de
nuevo y se acercó al centro del cuadrilátero. Chocó sus guantes con los de
Turner y continuaron el combate.
Turner lanzó
un gancho de izquierda seguido de un directo de derecha a la cara de Vitalli
que impactó de lleno haciéndole caer a la lona. Cuando el árbitro había llegado
a la cuenta de cinco, recuperó su posición de guardia. Se lanzó al ataque y la
velocidad de sus puños se incrementó de nuevo. Turner apenas podía detener el
aluvión de golpes que se le venía encima. Su rival era mucho más fuerte y
resistente de lo que había estimado para la edad que tenía.
Vitalli seguía
lanzando directos de derecha hacia su oponente a la espera de un pequeño
descuido. Una señal que indicara que tenía que dar el golpe de gracia que le
llevara a ganar aquel combate.
Entonces
llegó. Vitalli miró a los ojos de su rival y la vio. Turner lanzó otro de sus
temidos directos. Leo lo bloqueó con su guante izquierdo y le devolvió el golpe
con el derecho. Había visto como Turner bajaba la guardia cada vez que le
lanzaba su directo. Vitalli lo había descubierto y aprovechó para golpear.
Aquel puñetazo
vino seguido de otros muchos y acabaron con un golpe de derecha en la mandíbula
del campeón mundial. El pesado cuerpo del boxeador cayó a plomo sobre la lona.
El estadio enmudeció.
—Al rincón —le
ordenó el árbitro a Vitalli—. Uno, dos, …—comenzó la cuenta— …nueve y diez.
¡K.O.!
El estadio
estalló en vítores y aplausos para el nuevo campeón de los pesos pesados.
Margaret subió casi de un salto al cuadrilátero a abrazar y besar a su marido.
Había tenido tanto miedo de que le pasara algo que las lágrimas de alegría le
rodaban por las mejillas.
Un mes después
del combate, Vitalli y Turner volvieron a encontrarse. Pero esa vez no fue en
un estadio plagado de personas que coreaban sus nombres. Estaban en un callejón
del Bronx y no había nadie más con ellos.
—Gracias
—comenzó Leo—. No sé cómo puedo pagártelo.
—Te debía una.
Han pasado más de veinte años, pero no he olvidado lo que hiciste por mi abuela
y por mí. ¿Has ganado suficiente?
—Con lo que me
han pagado por el título y los patrocinadores podré enviar a mis hijos a una
buena universidad. No es la mejor, pero se tendrán que arreglar.
Entonces
Turner sacó un sobre y se lo entregó a Vitalli.
—Leo, con esto
tendrás suficiente para esa universidad. No te conformes con mediocridades. Tú
mismo me lo dijiste una vez.
—¿De dónde has
sacado todo este dinero?
—Apostando a
caballo ganador —rió Turner—. Sabiendo que iba a perder, decidí hacer una
apuesta por ti a nombre de la hermana de mi abuela, y he ganado un montón de
dinero. Más que si hubiera revalidado mi título. Por eso quiero ayudar a tus
hijos con esto.
—Gracias, una
y mil veces.
—Ya te he
dicho que te debía una. Pensé que jamás serías capaz de ver cómo bajaba la
guardia para que pudiera golpearme. Y eso que estaba avisado.
—Si he de
serte sincero me costó. No me habías dicho que ibas a bajar la guardia. Solo
sabía que en el décimo asalto ibas a darme facilidades, pero no sabía cómo.
—Vitalli golpeó amistosamente el brazo de Turner—. Es más, hubo algún de un
momento en el que pensé que no aguantaría hasta el décimo.
—Pero lo
hiciste y ahora eres el campeón.
—Hasta mañana,
que anunciaré mi retirada definitiva y te entregaré de nuevo lo que es tuyo.
—Espero, por
nuestro bien, que jamás se sepa lo que de verdad pasó en este combate —deseó
Turner.
—Ese secreto
irá con nosotros a la tumba.
Veinte años
antes, el nombre de Leo Vitalli era sinónimo de ganador, pero no por ello había
dejado que la fama se le subiera a la cabeza. Como solía hacer desde la muerte
de su padre, cada mes iba a donar sangre a un hospital de la ciudad. Cada vez
iba a uno diferente y entraba y salía por la salida trasera. Lejos de las
miradas de la gente. Le gustaba ayudar a los demás y aquella era una forma de
hacerlo anónimamente.
Al salir se
encontró con un muchacho de color que estaba siendo agredido en la parte
trasera del hospital por otro chico, también de color, mayor que él. El de
menor edad sacó una navaja del bolsillo e intentó pinchar a su agresor.
—Te voy a
matar —amenazaba el joven al chico mayor—.Devuélveme mi dinero.
Vitalli se
acercó a ellos para separarlos.
—¡Eh, chico!
—llamó—. No hagas ninguna tontería. Dame esa navaja. No vayas a meterte en
problemas.
Consiguió que
tirase su arma al suelo. Se le veía muy asustado e incapaz de usar la navaja
contra nadie. Comenzó a llorar y el agresor aprovechó para huir del lugar.
—¿Qué ha
pasado? —quiso saber Leo.
—Ese chico me
había prometido ayudarme y, al final, me ha engañado y me ha robado todo el
dinero. Le voy a matar. Total, ya no tengo nada que perder.
—¿Por qué
necesitas ayuda? Quizá yo pueda echarte una mano.
—Mi abuela
está en el hospital muriéndose, y cuando lo haga, a mí ya no me quedará nada en
el mundo por lo que vivir.
—Vaya, lo
siento. ¿Qué le pasa a tu abuela?
—Tiene una
enfermedad que necesita de unas pastillas muy caras para poder curarse y no
tenemos dinero. Yo intento pedir algo para ver si reúno lo suficiente. Ese
chico me dijo que él tenía unos billetes escondidos en un ladrillo, aquí en
esta calle, pero me engañó.
—¿Y tus padres?
—Murieron
cuando yo apenas era un bebe en un accidente de coche.
—No te
preocupes. Tu abuela tendrá esas pastillas, pero prométeme que serás un buen
chico y no harás nunca ninguna tontería que pueda arruinarte la vida. Y sobre
todo, no le des ningún disgusto a tu abuela.
—Lo prometo.
—Ahora llévame
a hablar con ella y con los médicos y yo pagaré ese tratamiento.
—Muchas
gracias, señor…
—Vitalli. Leo
Vitalli. —Al muchacho le sonaba aquel nombre, pero no fue hasta pasados varios
años que lo identificó con el campeón mundial de los pesos pesados.
—¿Cómo puedo
agradecérselo?
—Algún día tú
me podrás devolver el favor. Pelea duro por tus sueños y no conformes con
mediocridades.
Amanda Turner
recibió el tratamiento para su enfermedad de manos de Leo Vitalli. Kenny Turner
creció con aquel recuerdo y prometió devolverle el favor. Inspirándose en Leo,
se entrenó día tras día para ser campeón del mundo de los pesos pesados.
Cuando se
enteró por la prensa que aquel hombre tenía problemas económicos, decidió ponerse
en contacto con él y ofrecerle un combate por el título. Leo en un principio
rechazó la propuesta, hasta que Turner le explicó quién era y que quería
devolverle aquel favor que hacía tantos años que le debía.
En breve el relato para la segunda ronda
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