Para la celebración del 4º aniversario de El Edén de los Novelistas Brutos, se iba a rendir homenaje a Stephen King escribiendo un relato basado en un fotograma de una de las películas basadas en sus novelas. Se podía utilizar el nombre de los personajes de la historia, pero esta debía ser totalmente diferente a la original. A mí me tocó esta imagen (la cual unos segundos después se vuelve escalofríante) de la película Misery basada en la novela homónima. Espero que disfrutéis el relato que hice.
Cuando se despertó y se dio cuenta de que estaba atado de pies y manos a
la cama se asustó. Al susto inicial le siguió el nerviosismo de encontrarse
atado en el catre de una habitación que no conocía.
Miró en derredor y vio que la puerta estaba a sus pies, y junto a ella un
antiguo mueble lleno de toallas y botellas con productos que parecían de
tocador. También había un viejo sillón y una lamparita de mesa. Al lado
contrario había una ventana por la que en aquel momento entraban unos débiles rayos
de sol. Bajo aquella ventana había un escritorio y una silla junto a él.
—¡SOCORRO! —gritó—. ¿Alguien puede oírme?
—Dejá de gritar, boludo. Estoy acá —respondió una voz a su espalda. Por
más que intentó ver a la propietaria de aquella voz no lo consiguió. No podía
girar tanto la cabeza y aquella persona quedaba fuera de su campo visual. La
mujer caminó unos pasos hasta ponerse a la altura de sus pies, por la parte
izquierda—. No te movás porque no vas a conseguir soltarte.
—¿Quién sos vos y por qué me tenés acá atado? —Con el estado de
nerviosismo que tenía, le habían entrado ganas de orinar y no sabía si podría
contenerse.
—Estás acá para pagar por tu error.
—¿Qué decís?, ¿qué he hecho yo? Mirá, no te conozco de nada. Creo que me
confundís con otro.
—No te confundo con nadie, Higuaín. —La mujer dejó ver el mango de un
gran mazo que hasta ese momento había estado ocultando. Lo asió con las dos
manos y lo levantó por encima de su cabeza con la misma pose que un jugador de
béisbol.
* *
*
No sabía cómo había llegado hasta allí y tampoco sabía quién era aquella
mujer. Y, ni por asomo, sabía qué era aquello por lo que tenía que pagar.
Lo último que recordaba era que estaba de vacaciones en su Argentina
natal. La temporada de fútbol había finalizado y antes de incorporarse de nuevo
a la rutina de su club, en otro país y hasta en otro hemisferio quería estar
con los suyos. En el vecino Chile se había celebrado la Copa América. Al finalizar el
evento regresó a su país.
El mes de julio tocaba a su fin y el invierno estaba siendo duro.
Aquella noche había salido con otros futbolistas, jugadores del equipo
nacional, jugadores menos conocidos y con su hermano. Cenaron en un buen
restaurante y después siguieron la celebración en una céntrica discoteca de la
capital.
En los próximos días sería el cumpleaños del arquero internacional
Mariano Andújar y este quería celebrarlo con varios compañeros y amigos. No
faltaban Agüero, Di María, Lavezzi, ni siquiera Messi. La mayoría de ellos
saldrían de Argentina al día siguiente para apurar sus vacaciones antes de
unirse a sus equipos.
A pesar de haber perdido la Copa
América ante el combinado chileno, todos habían visto con
buenos ojos la reunión para olvidar aquel mal momento e incluso limar las
asperezas que habían surgido entre algunos de los futbolistas tras la derrota.
A la cena acudieron casi todos los invitados acompañados de sus mujeres.
Hubo risas y cánticos en el restaurante, que había sido reservado para la
ocasión. Los camareros sirvieron platos de carne y ensaladas, escanciaron vino
y agua en las copas de los invitados como si de la última cena se tratase.
Finalmente, la tradicional torta de cumpleaños con sus respectivas velas hizo
aparición en el comedor. Todos los presentes cantaron la canción de cumpleaños
a su compañero y, poco después, dieron por finalizado el evento.
Muchos de los jugadores se retiraron a sus casas, pero hubo otros, como
el homenajeado, los hermanos Higuaín, Di María o Tévez que decidieron continuar
con la celebración en una discoteca del centro de la ciudad.
Las Quilmes entraban en el
reservado en grandes cantidades. Después, Higuaín pidió un trago de whisky
escocés.
Ese era el último recuerdo claro que tenía.
* *
*
Ella los vio entrar en el local que regentaba su marido, pero apenas los
conocía. Sabía que eran jugadores de fútbol pero no sabría identificarlos.
Aquel deporte siempre le había parecido una boludez. Veintidós tipos corriendo
como tarados tras una pelota. Goles, faltas, penales, saques de manos… Todo le
sonaba a chino. No le había prestado atención a un jugador de fútbol desde El Matador Kempes. Eso sí que era un
hombre: fuerte, galante, con esa melena leonina…
Había oído hablar de Messi, de un tal Agüero y, en los últimos días, no
oía otro nombre que el de Higuaín. Su marido decía que tenían que echarlo del
país, que le tenían que prohibir jugar al fútbol e incluso le había oído decir
que le tenían que romper los pies por haber hecho infelices a tantos millones
de argentinos.
—Ese, ese es. Concha su madre —escuchó decir entre dientes a su marido
mientras señalaba al grupo de deportistas.
—¿Quién es ese? —quiso saber ella.
—El hijo de la gran puta de Higuaín. Ese fue el que falló el penal ante
Chile. Llevale vos el trago, que si voy yo se lo meto por el orto.
Su marido siempre había cumplido todos sus deseos, así que ya era hora de
que ella le concediera su deseo.
La mujer cogió la bandeja con la copa y algunas Quilmes y se las llevó a los futbolistas. Sin embargo, antes cogió
unas píldoras tranquilizantes que le habían recetado meses antes y la vertió en
el vaso de Higuaín. Dejó el servicio sobre la mesa y se retiró. Ya solo quedaba
esperar a que el alcohol y las pastillas hicieran su trabajo.
—Mirá como se ríe el pelotudo —dijo con asco su marido cuando ella
regresó a su lado.
—No te enojes. Voy a ir a recoger un poco y después me iré a casa.
—Marchá, marchá. Puedo recoger yo y los chicos me ayudarán a cerrar —le
dijo el hombre.
* *
*
Los jugadores abandonaron el local y pidieron taxis para regresar a sus
casas. No era prudente manejar embriagados. Escondida tras los cubos de basura,
aquella mujer lo oía todo. Todos salvo dos se habían retirado ya. Un nuevo taxi
apareció. Los futbolistas lo detuvieron.
—Cogé vos este, yo caminaré un poco para despejarme —dijo uno de los dos
hombres.
—Gracias, Higuaín —le dijo antes de despedirse con la mano.
Higuaín comenzó a caminar calle arriba. Cuando llevaba dos cuadras
comenzó a marearse. Se sentía extraño. Había bebido demasiado para conducir,
pero no tanto como para estar mareado.
Se apoyó contra una farola y se fue dejando caer hasta llegar al piso.
Momentos después, la mujer lo recogió y lo introdujo en los asientos traseros
de su carro. Había manejado lentamente detrás de él hasta que los
tranquilizantes hicieron su trabajo. Se sentó tras el volante y salió de allí
en dirección a su casa de campo.
Cuando hubo salido de la ciudad, detuvo el auto y entró en los asientos
traseros. Ató los pies y las manos de Higuaín y volvió al asiento delantero. Al
llegar, estacionó el coche frente a la entrada delantera. Sacó a su víctima y
la introdujo en la casa a rastras. Pesaba mucho, pero ella era fuerte y
corpulenta.
Tenía que actuar rápido, ya que los efectos de la droga debían estar
acabándose. Lo llevó hasta la habitación de invitados y allí lo ató de pies y
manos a la forja de la cama.
* *
*
Agarró el mazo con las dos manos y lo levantó por encima de su cabeza
como un jugador de béisbol.
—Ahora vas a pagar el daño que le has hecho a millones de argentinos
—continuó la mujer.
—Pero… yo no… ¡¡¡¡¡¡AAAAAAHHHHHH!!!!!! ¡MIERDA, LA
PUTA QUE TE PARIÓ!
La mujer había descargado un fuerte golpe sobre el pie izquierdo del
jugador de fútbol. Se escuchó un fuerte ruido al romperse los huesos que
articulaban el tobillo de Higuaín. Los tendones se alongaron hasta el máximo
antes de romperse. El pie quedó inclinado hacia el interior en una posición
antinatural. Los esfínteres se le relajaron y perdió todo control sobre ellos y
se orinó encima. Mientras el hombre se retorcía de dolor y gritaba como un
cochino en la matanza, ella rodeaba la cama. Llegó hasta el otro lado y se
colocó junto al pie derecho. Levantó de nuevo el mazo.
—¡¡¡NO, NO, NO!!! ¡NO LO HAGÁS, POR FAVOR! —pedía el hombre que estaba
postrado en la cama.
Sin embargo, sus ruegos no fueron escuchados. El mazo cayó nuevamente,
esta vez sobre su pie derecho. El segundo grito del hombre fue mucho más
desgarrador que el primero. El pie derecho hizo el mismo movimiento que el
izquierdo y quedó en una posición similar.
—Ahora ya no podés jugar al fútbol de nuevo. Te lo merecés —le dijo la
mujer.
—¡Ni siquiera podré volver a caminar, zorra de mierda!
La mujer levantó nuevamente el mazo con el objetivo de descargarlo sobre
la rodilla del hombre. Sin embargo, no cumplió su objetivo. Su marido entró en
la habitación en aquel instante y sujetó la herramienta antes de que su mujer
la utilizara para lesionar a aquel hombre que gemía y se retorcía de dolor lo
que sus ataduras le permitían.
—¡¿Pero te volviste tarada?! ¿Me podés explicar que pasa acá? ¿Y quién es
este hombre? —exigió saber el marido.
—¿Cómo que quién es? Es Higuaín, el que marró el penal ante Chile. Como
vos deseaste, ya no podrá volver a pelotear nunca. He cumplido el sueño de
muchos argentinos.
—¡Este tipo no es Higuaín! —exclamó señalando hacia el futbolista, que
estaba comenzando a perder el conocimiento por el dolor.
—¿Cómo que no? Si escuché como otro de los jugadores lo llamaba.
—Ayuda… por favor, ayudame. Esta mujer me rompió los pies —se quejó el
futbolista.
—¿Quién sos vos? —preguntó el hombre.
—Federico, me llamo Federico —dijo entre agonía.
La mujer se inclinó sobre la cama y agarró al hombre por las solapas y
comenzó a zarandearlo.
—¿Y por qué aquel amigo tuyo te llamó Higuaín? —exigió saber.
—Por que así me llamo. Federico Fernando Higuaín.
El marido miraba de hito en hito a su mujer y al hombre que yacía tendido
en la cama de invitados.
—¿Y fuisteis vos el que falló el penal de Chile? Contestá —. La mujer
comenzaba a impacientarse.
—¡¡¡No!!! Fue… Gon… Gonzalo… —Antes
de perder el conocimiento, agragó—: Mi… hermano… Gonzalo.
Un silencio opresivo resonó en la habitación. Y solo lo cortó, diez
segundo después, el alarido atroz que salió de las entrañas de la mujer.
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