Noche de Hallowen. La noche en la que la barrera en el mundo de los vivos y los muertos se debilita y los espíritus pueden cruzarla a su antojo. La única noche del año en la que pasar miedo es el objetivo y no es motivo de vergüenza.
Llevaba esperando aquella noche durante semanas. Tenía pensado mi disfraz desde casi el año anterior y al empezar el curso escolar empecé a diseñarlo y fabricarlo. Aquel año no quería un disfraz comprado y no quería que mi madre me ayudara a hacerlo. En pocos días conseguí todo el material que necesitaba y las herramientas para hacerlo. Iba a causar sensación. Nadie iba a coincidir con mi disfraz. Todo el mundo llevaría disfraces clásicos de Frankenstein, Drácula, el Hombre Lobo y de brujas o disfraces más mordernos de zombi, Freddy Krueger, Jason y demás. Sin embargo, mi disfraz iba más allá de todo eso. Durante las dos últimas semanas, todas las noches me dediqué a confeccionar mi disfraz. Durante dos horas diarias me dediqué a coser, soldar, cortar y pintar materiales como un loco, hasta que dos días antes de la gran noche lo tuve todo listo.
A las ocho había quedado con mis amigos para ir a pedir caramelos por las casa del barrio. Nuestros padres no querían que nos alejáramos mucho del núcleo en el que vivíamos. Sin embargo, nosotros teníamos otros planes. A las afueras, en la colina, había una gran mansión encantada en la que decían que vivía una bruja que estaba casada con un demonio y cuya mascota era un lagarto gigante que tenía encerrado en el sótano. Según las leyendas, la bruja llevaba viviendo allí desde antes que se fundara el pueblo en el año 1684. Se alimentaba de las almas de las personas que entraban en su casa; desde aquel momento aquellas personas pasaban a convertirse en esclavos de la bruja, hasta que ya no le servían y se los daba al demonio para que los comiera.
Para demostrar que ya no éramos unos niños íbamos a entrar en aquella casa. Nadie había visto nunca a la bruja; pero todos conocíamos a alguien que un amigo del vecino de su primo la había visto una vez, cuando le robó el alma a un amigo que se había atrevido a entrar en el jardín de la casa.
– ¿De qué vas disfrazado?– me preguntaron mis amigos al verme.
– De Dwimmerlaik– contesté.
– ¿De quién?– siguió mi amigo Josh.
– Del Rey Brujo, el Señor de los Nazgul– respondí indignado por la incultura de mis dos amigos. Josh iba disfrazado de zombi y Carl del Joker de Batman.
– Pues vaya pinta. Eso es más para una reunión de frikis que para Hallowen.
– Como los vuestros. Venga, démonos prisa o nos dará tiempo a llegar y regresar antes de que nuestros padres se empiecen a preocupar.
– ¿Vas a cargar con esa espada toda la noche?– quiso saber Carl.
– Claro, es parte del disfraz
Comenzamos a caminar rumbo a las afueras del pueblo para ir a la casa de la bruja. En un principio habíamos pesando ir en bicicleta, pero luego desechamos la idea porque con los disfraces podríamos tener un accidente.
No era la típica noche de Hallowen que se ve en las películas. Había una llena enorme que iluminaba perfectamente el camino por el que teníamos que ir. No teníamos que cruzar oscuros bosques ni tampoco pasar junto al cementerio ni atravesarlo ni nada de eso. Teníamos que seguir un camino ascendente y malamente asfaltado, pero esa era la mayor complicación.
Tardamos lo que yo consideré una eternidad en llegar. Por el día el camino parecía más corto y no teníamos que ir preocupados por tropezar o meter el pie en algún bache del asfalto. A nuestra espalda se podía ver el pueblo, iluminado por la luna y las farolas. En ocasiones llegaban hasta nuestros oídos ruidos de gritos seguidos de risas.
La majestuosa casa se encontraba frente a nosotros. No había ni timbre ni buzón; tampoco ningún número de la casa ni nombre del propietario.
– Eso es porque vive una bruja de verdad y no quiere ser descubierta– nos dijo Carl.
– No digas tonterías. Eso es porque no vive nadie– le interrumpió Josh–. Mira, no hay luz en ninguna de las ventanas, no se oye ruido y la puerta del jardín está cerraaa…
La frase de Josh se quedó en suspenso cuando se apoyó sobre la puerta de entrada al jardín para dar validez a su afirmación que se encontraba cerrada y ésta se abrió de repente dejando a mi amigo apoyado sobre la nada. Josh tuvo que dar un paso hacia delante para no caer. Carl y yo nos quedamos estupefactos. Nuestro amigo estaba en el interior del jardín. Como un acto reflejo miramos hacia la puerta de la casa. Continuaba cerrada. Desviamos la vista hacia las ventanas, primero a las del piso inferior y luego a las del superior, para volver otra vez a mirar a las ventanas inferiores y a la puerta. Todo seguía igual que unos minutos atrás. ¿Por qué hacíamos aquello si ya éramos mayores para creer en brujas?
Josh adelantó el otro pie y se introdujo totalmente en el jardín. Nos miró y puso cara de decirnos “¿A qué esperáis, cobardes?, no veis que no pasa nada”. Carl y yo nos miramos el uno al otro y sin decirnos nada ambos decidimos que no íbamos a ser unos cobardes y ambos dimos un paso al frente hasta que atravesamos la verja del jardín. Seguía sin suceder nada.
Nunca me había fijado en el interior del jardín. No daba la apariencia de esta abandonado, al contrario estaba perfectamente cuidado y una multitud de flores se escondía tras los setos que acompañaban a la valla en el cierre de la finca. El camino que conducía a la casa también estaba despejado. Algo inusual en una casa abandonada que solía estar lleno de ramas y hojas entre otras cosas.
Estábamos llegando a la puerta. Habíamos conseguido entrar en el jardín, que ya era más de lo que había conseguido nadie conocido. Carl sacó su teléfono y nos hizo una fotografía para demostrar que habíamos accedido al jardín. Pero lo de entrar en la casa era harina de otro costal. Ya no por el miedo ni nada de eso, si no porque no teníamos modo de acceder. La puerta estaba cerrada y las ventanas tenían todas contraventanas que impedían acceder a ellas. La entrada al sótano estaría también cerrada.
Josh se acercó en primer lugar a la entrada del sótano y, efectivamente, una gruesa cadena con un gran candado sellaba la puerta. De regreso al camino de la entrada Carl fue probando con las contraventanas por si alguna se encontraba abierta. Pero no fue así.
– No puedo ver el pueblo– dijo Josh cuando estábamos llegando hasta la puerta principal. Los tres miramos en la dirección en la que se tenía que encontrar el pueblo. No se veía nada. Miré al cielo y la luna había desaparecido. Con cuidado, para que no le sucediera lo mismo que con la puerta del jardín, Josh empujó suavemente la puerta principal que no se movió de su sitio.
– Chicos, vayámonos. Esto no me gusta nada– les dije a mis amigos.
– Ahora que hemos llegado hasta aquí no nos podemos ir– se quejó Carl.
– Pero no vamos a poder entrar en la casa. Las puertas están cerradas– argumenté a mis amigos para que aceptaran la idea de irnos. Sabía que era algo irracional, pero empezaba a sentir miedo.
– Está bien– respondió Josh de mala gana mientras se encaminaba hacia la salida de la finca. Carl y yo lo seguimos.
Cuando llegamos a la puerta del jardín Josh tiró de ella para abrirla e irnos. La puerta, esta vez, no se movió. Repitió la operación y el resultado también se repitió.
– Déjame a mí. Estas dándole para el lado contrario– dijo Carl haciendo a un lado a Josh y empujando la puerta. Tampoco se movió.
– Quiero salir de aquí, chicos, por favor, dejad las bromas y vámonos– les pedí. Mi valentía se había ido disipando según iba pasando el tiempo que nos encontrábamos allí dentro.
– Yo no estoy gastando ninguna broma.
– Ni yo.
Me acerqué a la puerta del jardín y le día adelante y atrás para abrirla pero tampoco obtuve resultado.
ÑIEEEECK… ¡BLAM!
Una puerta sin engrasar había sido cerrada en la casa… o abierta. Nos giramos y la puerta principal se encontraba abierta de par en par. Una intensa luz salía por el umbral proyectando una extraña sombra en el porche. De repente, la sombra se movió hacia el interior de la casa.
Los tres nos miramos y sin decir nada y, contra nuestra voluntad, nos encaminamos hacia aquella puerta. Ninguno queríamos ir hacia allí, pero sin saber porqué, estábamos caminando hacia aquella casa.
Una vez en el porche, y antes de entrar en la casa, miré hacia el interior. Las paredes eran oscuras. Noté un frío estremecedor cuando atravesamos el umbral. Carl sacó su teléfono móvil para plasmar aquello; se juntó a nosotros y nos hizo una foto. Cuando la imagen apareció en la pantalla, en lugar de nuestros rostros, había un halo blanco, como si la fotografía se hubiera velado. Algo imposible en las imágenes digitales pero muy común con las fotografías que hacían mis padres y mis abuelos antes de la aparición de las cámaras digitales.
Continuamos internándonos en la casa hasta que llegamos a un gran salón con chimenea y una alfombra hecha con la piel de un oso pardo. Encima de la chimenea descansaba la cabeza de un alce.
De pronto la chimenea se encendió sola como por arte de magia. Los ojos del alce despidieron un brillo rojizo a causa del fuego. De las fauces del oso que hacía de alfombra salió un rugido, o al menos eso nos pareció en aquel momento. Realmente, de donde había venido aquel rugido había sido de un extraño animal que parecía un reptil y se arrastraba desde la alfombra de oso hacia un sofá mugriento que había en el salón y en el que no habíamos reparado antes.
Josh, Carl y yo nos quedamos mirando aquel extraño animal sin darnos cuenta que una mujer había entrado en el salón. Iba vestida con un vestido oscuro y largo. Su cabello era largo y también negro como el azabache. Su mirada… Su mirada era extraña. Sus pupilas despidieron un brillo rojizo en el que pudimos vernos reflejados. La mujer levantó una de sus manos hacia nosotros y los tres echamos a correr.
Yo me metí por una puerta seguido por Josh y Carl. O eso creía, puesto que al llegar a la siguiente puerta, me encontré solo. Mis amigos habían desaparecido. Las luces de la habitación se volvieron negras; no es que se apagaran, si no que se volvió una luz negra que nunca había visto. La mujer volvió a aparecer frente a mí. Sin duda alguna era la bruja de la que todo el mundo hablaba. Era real. No era un cuento para asustar a los niños como todos creíamos. Me quedé atónito y no sabía que hacer. La mujer comenzó a acercarse a mí y el miedo me invadió, si es que era posible sentir más miedo del que ya tenía. Estaba seguro que iba a morir. No tenía escapatoria
Entonces me acordé que llevaba en mis manos la espada que me había hecho para el disfraz del Rey Brujo. Era una espada hecha por mí mismo. Era de hierro y con una mano de pintura especial que le daba sensación de estar oxidada. La agarré con fuerza con las dos manos a la altura del pecho esperando a que aquella mujer se acercara a mí. Un nuevo gruñido llegó desde el salón. ¿Habría sido del oso o del reptil?
La mujer dio un nuevo paso hacia mi posición. Entonces no me lo pensé más, cerré los ojos y estiré mis brazos hasta que la espada se clavó en su vientre. Cuando volví a abrirlos mi amigo Carl se encontraba frente a mí con mi espada clavada en es estómago y sangrando abundantemente por la boca. Sin dar crédito a lo que veían mis ojos parpadeé un par de veces con la esperanza de que aquella imagen desapareciera de mi vista, pero eso no ocurrió.
Josh entró corriendo en la sala en la que me encontraba.
– ¡Asesino! Has matado a mi amigo– gritó a la vez que corría hacia mí con una larga estaca en las manos.
– Yo… no…– cerré nuevamente los ojos esperando a recibir el golpe que Josh quería darme.
Pero aquel golpe nunca llegó. Un ruido de madera contra madera se escuchó en la sala cuando la estaca que llevaba Josh se le cayó de sus manos sin vida. Sin ser consciente de ellos, había vuelto a levantar la espada y, al igual que a Carl, había atravesado a Josh.
Solté aquella maldita espada y salí corriendo de la casa. Al llegar a la puerta del jardín, ésta se abrió sin el más mínimo esfuerzo. Corrí y corrí a todo lo que daban mis piernas, sin pararme a mirar atrás, hasta que llegué frente a mi casa. En el porche mis padres me estaban esperando. Lo había sabido desde un primer momento. Se nos iba a hacer tarde y nuestros padres se iban a preocupar y saldrían a buscarnos. Me iba a caer un castigo de los grandes. Sin embargo, a Carl y a Josh nunca los iban a poder castigar por mi culpa.
– ¿De dónde vienes?– me preguntó mi padre inquisitivo avanzando un par de pasos.
– Yo… la casa… Josh y Carl…– entonces rompí a llorar.
Mi madre se acercó a mí y me abrazó.
– ¿Qué ha pasado?
– La casa.
– ¿Qué casa?
– Josh y Carl, los he matado en la casa de las afueras. La bruja me ha hechizado y yo los he matado.
– ¿Qué clase de broma es esta, hijo?– me interrogó mi padre con aire enfadado.
Había algo que no llegaba a comprender. Acababa de confesar que había matado a mis dos amigos y mi padre creía que le estaba gastando una broma.
– No es ninguna broma. La casa de la bruja. La de las afueras. Vamos allí y encontraréis a Josh y a Carl muertos.
– Hijo, Carl y Josh están en casa con sus padres. Han pasado a pedir caramelos y los hemos invitado a pasar y tomar algo– en aquel momento mis amigos hicieron su aparición en el umbral de la puerta de mi casa con sus disfraces de zombi y Joker.
– Pero la casa…
– Hijo. No hay ninguna casa en las afueras.
Entonces miré hacia la colina en la que se levantaba la casa en la que había estado aquella noche. En la que había matado a mis dos amigos. Encima de aquella colina no había nada. Volví a mirar a mis amigos y sus ojos brillaron con un tono rojizo.
Octubre 2012
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