Y la dejé allí sola, llorando en aquel
cementerio en el que mi cuerpo descansaba.
Me dolía mucho hacer aquello, y sabía que a
ella le dolía más aún, pero no tenía alternativa. Mi espíritu se había
debilitado demasiado después de aquel encuentro. Si hubiera apurado un poco más
el tiempo, habría pasado del plano metafísico al plano inmaterial y ya no
podría ponerme en contacto con mi amada.
Desde que abandoné el mundo de los vivos veinte
años atrás, todas las semanas me ponía en contacto con la que fue mi mujer
durante cuarenta y ocho años y mi novia durante tres. Aquello nos hacía sentir
bien a los dos y no hacía daño a nadie.
La veía y la sentía tan joven como cuando nos
conocimos y ahora contaba ya con ochenta y siete años.
Durante todo aquel tiempo habíamos criado a
cuatro hijos, trece nietos, y ella, seis biznietos y una preciosa tataranieta
que había nacido unos días atrás. Pude ver a aquella princesita a través de su
mente en aquel último encuentro.
Realmente aquel no había sido el motivo del
encuentro, lo que quería que supiera era que, aunque llevaba dos décadas
esperándola, apenas me quedaban unos días en aquel plano en el cual podía
comunicarme con ella. Sin embargo, no tuve el valor de decírselo.
Por suerte, nuestros encuentros se volverían
eternos, porque su llegada a este mundo estaba prevista para las próximas
horas. Evidentemente, aquello tampoco se lo dije.
Un hermoso micro de amor a través de los años, y de la muerte.
ResponderEliminarEntrañable, Robe.
Estás como yo, publicando cada muerte de Obispo, ja.
Saludos.