Siempre que vuelve a casa me pilla en la cocina, embadurnada de harina,
con las manos en la masa. Pero hoy va a ser diferente. Es una noche especial,
ya que celebramos nuestro décimo aniversario y la cena estará lista cuando él
llegara.
Como entrante, le he preparado unos riñones al jerez. Para prepararlos,
lo que hice fue, en primer lugar, limpiarlos bien por fuera, abrirlos y
limpiarlos por dentro. Después los dejé reposar con agua y vinagre en un bol
durante un cuarto de hora.
Entretanto, corté la cebolla en cuadraditos pequeños y la sofreí en una
sartén con ajo picado y aceite de oliva. Ese olorcillo del sofrito me abrió el
apetito, así que, para calmarlo, me comí un trozo de queso y me bebí una copa
de vino. Cuando pasaron los quince minutos, eché los riñones escurridos a la
sartén, le agregué mostaza y un generoso chorro de vino de jerez y lo dejé
cocer todo durante ocho minutos. Lo mantuve con el fuego al mínimo para que
siguieran calientes hasta la llegada de mi marido.
Aquella mañana había preparado el plato principal: carne guisada. Como
era un plato que llevaba más tiempo, lo preparé antes, y así solo tener que
calentarlo un poco mientras disfrutábamos los riñoncitos.
Me costó un poco, porque era la primera vez que la preparaba. Puse los
pimientos choriceros en remojo durante dos horas y después los limpié por
dentro. Salpimenté y enhariné la carne antes de poner a rehogar en aceite tres
dientes de ajo y las hojas de laurel. Añadí la carne y le eché la cebolla, que
previamente había cortado en tiras. Tras un par de minutos, le añadí un vaso de
vino. En lo que se evaporaba el alcohol, le eché el pimentón al guiso. Le puse
los pimientos y cubrí todo de agua para dejarlo cocer durante dos horas. Corté
la zanahoria en gruesas rodajas y se la añadí. Rectifiqué un poco la sal, y lo
dejé reposar hasta hace un rato que lo puse a calentar a fuego lento.
Para el postre tenía una tarta helada. Pero antes habrá un tercer plato, el
cual no podré preparar hasta el último momento, porque si se queda frío, no
sabrá igual. Mi marido se chupará los dedos o eso espero. Además, cumpliré el
deseo que siempre me repite una y otra vez y nunca lo hago, pero hoy es un día
especial.
Oigo las llaves entrar en la cerradura y girarla. Mi marido ha llegado.
Salgo inmediatamente de la cocina para recibirlo con un beso.
—Hola, cariño. ¡Feliz aniversario! —le digo con entusiasmo.
—¿Es nuestro aniversario? ¿Cuántos años llevo aguantándote? —me espetó.
—Diez.
—¿Y en diez putos años aún no has descubierto que lo que quiero al llegar
a casa es una cerveza, y no que vengas como un perro faldero a chuperretearme? Tráeme una cerveza, que
voy a ver las noticias. ¿Está lista la cena?
—Sí, amor —le respondo. Obediente, saco una cerveza del frigorífico y se
la llevo al salón. Allí está sentado, con los pies descalzos sobre un pequeño
escabel que tenemos. Le entrego la cerveza, recojo sus zapatos y le traigo las zapatillas
de estar en casa. Después le entrego un paquete—. Te he comprado un regalo.
Él lo coge y lo abre. Mira el llavero de plata. Lo mueve entre los dedos,
lee la inscripción que mandé grabar.
—Muy bonito. Ahora podrías traerme otra cerveza.
—Pero aún tienes esa por la mitad y la cena está lista, se va a enfriar.
—¡Cómeme la polla y tráeme la puta cerveza! —me dice a la vez que me
lanza el llavero, el cual me impacta en la espalda por girarme como acto
reflejo para protegerme. Mañana seguro que tendré un buen moratón .
Ya estoy acostumbrada a esos arranques de furia después de diez años que
hace que nos conocemos. Al principio todo era maravilloso y nada hacía pensar
que mi marido fuera un hombre violento. Al año de relación nos casamos y nos
fuimos a vivir juntos en un pequeño apartamento de las afueras. Al principio
todo era ilusión y planes de futuro, pero estos se truncaron cuando no podía
quedarme embarazada. Entonces fue cuando él empezó a beber con asiduidad y a
culparme de que no pudiéramos tener una familia.
Me hice pruebas y visité a varios médicos, y todos me dijeron que estaba
bien, que no tenía ningún tipo de problema de fertilidad. Que estaría bien que
mi marido se realizase pruebas para ver si era él quién tenía el problema o
simplemente era cuestión de tiempo. También me hablaron de la posibilidad de
utilizar técnicas de reproducción asistida.
Con una nueva ilusión, llegue a casa y le conté a mi marido lo que me
habían dicho los médicos; que él debería hacerse también pruebas y que en el
caso de que fuera él el que tuviera el problema de fertilidad, podríamos
recurrir a técnicas de laboratorio.
Entonces sucedió. Con la velocidad de un rayo, me lanzó una bofetada que
me rompió el labio y me hizo caer al suelo.
—¡No vuelvas a insinuar que soy yo quién tiene problemas para tener
hijos! —me dijo antes de escupirme—. Yo soy muy macho y puedo tener hijos. La
culpa es tuya, así que asume tus responsabilidades.
Esa fue la primera y última vez que le hablé del tema. Ese día asumí que
jamás iba a ser madre.
Él trabajaba de mecánico en un taller ocho horas al día. Aunque tenía
tiempo para venir a casa a comer, hace mucho que decidió quedarse a comer en
algún bar del polígono en el que está el taller. Y, aunque nunca lo he dicho en
voz alta, lo agradezco. Es una liberación para mí. Después del trabajo, siempre
va a tomarse algunas cervezas con sus compañeros antes de venir a casa. Al
llegar, le gustaba que la cena estuviera lista, aunque antes siempre se sentaba
en el sillón a beber una cerveza, o dos.
Yo trabajaba en una tienda de moda durante dos años después de casarnos;
sin embargo, lo dejé por petición de
mi marido. Cuando todavía iba a casa a la hora de la comida, quería que esta
estuviera lista cuando él llegara. A mí aquello me costaba trabajo, ya que
salía a la misma hora que él y apenas me daba tiempo a tenerlo todo preparado a
su llegada. Todos los días había algún reproche: la comida estaba muy caliente,
salada, sosa, fría, no sabía igual que la que hacía su madre… Tuve que faltar
numerosas tardes al trabajo por tener que recoger sus destrozos para que cuando
volviera a la noche la casa estuviera en perfectas condiciones.
Una y otra vez me decía que tenía que dejar de trabajar para ocuparme de
la casa como una buena esposa. Y así lo hice. Pedí mi baja voluntaria del
trabajo y me dediqué a las labores del hogar. A pesar de ello, las cosas nunca
estaban a su gusto. Si la comida estaba a tiempo, me gritaba porque había polvo
en el mueble, si no era por el polvo era porque no tenía una camisa planchada o
por una fotografía mal colocada.
Primero hubo gritos, después empujones, golpes y lanzamiento de objetos.
He soportado todo eso durante años; en silencio, por la vergüenza y por el
rechazo social. También por miedo a las represalias que pudiera tomar contra
mí. Realmente, ese ha sido el principal motivo de mi silencio.
Le llevo una nueva cerveza y se la dejo en la mesa. Sé que cuando acabe
la primera (y eso será en pocos segundos) se levantará y se sentará a cenar, y
quiere tomarse allí la otra cerveza. Vuelvo a la cocina y cojo dos platos, dos
vasos y dos juegos de cubiertos. Las servilletas ya están en su sitio. Me
siento paciente a esperar que él haga lo mismo.
Por fin se sienta y le sirvo el entrante de la cazuela de barro en la que
he mantenido los riñones calientes. Coge un trozo de pan y comienza a comer con
avidez, como si hiciera semanas que no hubiese comido. Coge la barra de pan y
se parte un generoso trozo para mojar en la salsa. En cuanto acaba, le sirvo la
carne guisada, de la que también empieza a dar cuenta. Me quedo a su lado para
verle comer.
—Esto está buenísimo —me dice. Es el primer halago que recibo desde… Hace
tanto tiempo que ni lo recuerdo—. ¿Dónde has comprado la comida? Porque esto no
tiene nada que ver con la mierda que venden en la carnicería esa en la que
compras.
—Te hice caso. No recuerdas que el otro día te pregunté que qué carne
quería para cenar hoy, y tu respuesta fue «de mi puta madre». Pues eso es lo
que te estás comiendo: a tu puta madre. La maté y la he guisado para ti.
Sin darle tiempo a reaccionar, le inyecto un sedante que llevo escondido
en mi bolsillo.
Han pasado tres horas desde que lo dormí y empieza a recuperar la
consciencia. A pesar de ello, la anestesia que le he suministrado después
impide que sienta dolor. Le tengo atado a la silla de pies y manos. También le
tengo la boca tapada con cinta de embalar, la cual le retiro para que deguste
el último plato. Aunque al principio se resiste, finalmente, consigo que me
meta en la boca el pedazo de carne que le he cortado y tengo pinchado en el
tenedor. Lo mastica y lo mastica con lentitud. Yo también hago lo mismo, me
meto un trozo de carne y lo mastico. Después repito hasta acabarme mi ración.
Él sigue con el primer trozo en la boca. Supongo que los sedantes le impiden
comer con normalidad.
—Y por fin he cumplido tu sueño —le dijo. Él me mira con cara de
incertidumbre—. Te acabo de comer la polla.
Mira hacia la entrepierna y se encuentra con que está desnudo de cintura
para abajo, con el miembro amputado y desangrándose por la herida que hay donde
antes tenía su inútil pene.
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