Sabía que aquel chico lo haría sufrir, se lo había dicho tantas veces que
aquella frase había perdido su significado. Desde el día en que llegó a casa, nos
confesó su orientación sexual y nos dijo quién era su pareja, supe que iba a
pasarlo mal por su culpa.
Jesús llegó aquel día a casa llorando, como el día anterior y el otro. Su
madre acudió a consolarlo, pero tras la puerta solo recibió gritos y reproches.
Como las últimas veces. Bajó las escaleras y entró en la cocina para preparar
la cena.
—Hoy no va a cenar —dijo.
—Igual que las últimas noches.
—No sé qué le pasa a este chico, y me tiene preocupada.
—Serán cosas de críos. Hablaré con él.
Al día siguiente Jesús salió temprano y fue imposible hablar con él. Al
regresar de la universidad para la hora de la comida era otra persona. Por
aquella puerta entró un chico alegre y deseoso de vivir la vida, todo lo
contrario de las últimas noches.
Así pasaron muchos días y muchos meses. Jesús se había convertido en lo
que todo padre desea que sea su hijo: alegre, estudioso, buena persona y con
muy buenos amigos. Su madre sospechaba que aquel cambio de humor tenía que ver
con una chica, decía una y otra vez que se había enamorado, que se le notaba en
los ojos.
Entonces pasó. Jesús entró en el salón en el que yo estaba sentado en mi
sillón viendo un partido de baloncesto y su madre poniendo la mesa para la
cena. Sonreía, pero a la hora de hablar le temblaban la voz y las manos. Estaba
nervioso y no paraba de juguetear con un anillo que nunca habíamos visto antes.
Brillaba mucho, por lo que supuse que era nuevo.
—Mamá, papá, tengo que contaros algo. Sentaos, por favor.
—¿Estás bien, te pasa algo? —pregunto enseguida su madre. Ella se
alteraba rápidamente en cuanto intuía que a Jesús podría sucederle alguna cosa.
—No, tranquila, estoy bien. Siéntate. Lo que os quería decir es… es…
—Venga, dilo.
—Que estoy saliendo con alguien. —Por fin lo dijo, de manera rápida. Como
se dicen las cosas que pueden doler.
—¡Eso es maravilloso! —se alegró su madre—. Tienes que invitarla a venir
y presentárnosla. Queremos conocer a la chica con la que sales.
—Verás, mamá, no va a poder ser.
—¿Por qué? No tiene que ser ahora mismo, podemos esperar.
—Mamá, es que… es que… no hay ninguna chica. Estoy saliendo con alguien,
pero no es una chica. Es un chico. Se llama Gabriel.
En ese momento oí como el corazón de mi mujer se quebraba. El mío creo
que también, pero no podría asegurarlo. Los dos nos quedamos en silencio sin
saber que hacer ni que decir, fue como si nos quitaran una parte de nuestro
cerebro y nos pusieran otra. De un plumazo se volatilizaron todas las ideas de
boda con una preciosa muchacha vestida de blanco, que se quedase embarazada y
nos diera nietos. Lo que todos los padres piensan que algún día les darán sus
hijos se quedó en una ilusión.
Al principio nos costó asumirlo. Nadie desea que su hijo sea homosexual.
Su madre siempre pensó que tenía una enfermedad. Intentó una y otra vez
concertarle una cita con un psicólogo, después pasó a los curanderos y hasta a
los profesores africanos que curan
todo tipo de enfermedades solo con tocar al enfermo. Pero Jesús no tenía
ninguna enfermedad. Lo que le sucedía era que le gustaban los hombres, y frente
a eso no hay cura posible.
Pasado el tiempo, por fin nos presentó al chico con el que salía y,
decía, quería compartir el resto de su vida. En cuanto aquel muchacho entró en
casa, cuatro meses después de saber de su existencia, comprendí que mi hijo no
iba a ser feliz con él. No me pregunten cómo lo supe, supongo que fue intuición
de padre.
Mi familia estaba bien colocada socialmente. La empresa que fundó mi
padre dio generosas ganancias y la gestión que había hecho yo a lo largo de mi
vida las multiplicó.
Sin embargo, el muchacho que había elegido como pareja era la antítesis
de mi hijo. Criado en una familia socialmente desestructurada que vivía en una
caravana, no había acabado los estudios. Tampoco tenía un trabajo estable, si
no que cada poco cambiaba: hoy era repartidor de pizzas, mañana camarero y
pasado ayudaba en un taller mecánico.
Jesús se deshacía en regalos y le daba todos los caprichos que aquel
muchacho quería. Prácticamente era mi hijo quien lo mantenía. Nos contaba que
Gabriel lo había abandonado todo por él ya que su familia no toleraba su
homosexualidad y le había dado a elegir entre ellos y mi hijo, y lo había
elegido a él. Sin embargo, lo que mi mujer y yo veíamos era que la forma de
pagarle era con discusiones y control sobre Jesús. Si nuestro hijo se veía con
los amigos de la universidad, Gabriel tenía que ir, y si no lo hacía, aquello
acababa en una discusión que llevaba a Jesús a pasar algunos días sin querer
comer y encerrado en su cuarto sin parar de llorar.
A veces, en mitad de la noche, oíamos sonar el móvil de nuestro hijo,
después, él bajaba al salón y desde allí llamaba a Gabriel, para demostrarle
que estaba en casa y que no había salido con otras personas. Lo escuchábamos
discutir sin levantar la voz. La mayoría de las veces acababa cediendo, pero en
las que no era así, se volvía a su habitación llorando y así se tiraba hasta
que caía rendido. Al día siguiente, todo volvía a la normalidad. Hasta el
siguiente ataque de celos de Gabriel.
Por las mañanas Jesús acudía a la universidad y las tardes las dedicaba,
en su mayor parte, a estudiar para sacar el curso. Los fines de semana, como
cualquier chico de su edad, salía a divertirse y a pasear con Gabriel. Iban a
cine, a musicales, cenaban en los mejores restaurantes y acudían a fiestas.
Todo ello costeado por mi hijo.
El ritmo de vida que Gabriel le hacía llevar era muy elevado, por encima
de sus posibilidades. Cuando quise hablar con él del tema, me contestó con
evasivas y algún improperio, así que cambié de estrategia: me dediqué a
investigar a Gabriel para hacérselo ver.
Cada mañana, cuando Jesús salía de casa, yo lo seguía. Descubrí que iba
hasta un edificio de apartamentos donde vivía Gabriel. No lo podía demostrar,
pero estaba seguro de que era mi hijo el que lo pagaba. Cuando abandonaba el
lugar para ir a clase, yo continuaba espiando A media mañana, algunos jóvenes
llegaban y momentos después salían acompañados de Gabriel. Lejos de ir a
trabajar o a buscar trabajo, se dedicaban a sentarse en los bancos del parque a
beber cervezas y fumar marihuana. En algunas ocasiones los seguí hasta casas de
empeños y de compraventa de objetos para vender cosas, seguramente robadas. Y
así fueron pasando los días.
Intenté explicarle a Jesús a qué se dedicaba Gabriel, pero lejos de
creerme me llamaba mentiroso y me acusaba de querer separarle de su novio y
hacerle infeliz.
Poco a poco la vida de mi hijo fue cambiando por completo. Empezó a
faltar a alguna clase los viernes, después también las de la primera hora del
lunes, más tarde las últimas de los jueves y finalmente no iba a casi ninguna.
Sus notas bajaron tanto que las asignaturas que llevaba aprobadas con buenas
calificaciones acabó suspendiéndolas por no presentarse o por dejar los
exámenes casi en blanco.
En casa también cambió su comportamiento: llegaba tarde, incluso los días
de diario, se quedaba en la cama hasta el mediodía y nos perdió todo el respeto
a su madre y a mí. Muchos días venía bebido e incluso con síntomas de haber
fumado marihuana u otra cosa peor. Recibía llamadas a mitad de la noche y salía
de casa para volver de madrugada. En algunas ocasiones llorando y maldiciendo a
Gabriel. Apenas comía y se pasaba las horas muy alterado e inquieto. El
carácter bueno y afable de Jesús se había tornado en huraño e iracundo. Vasos
rotos, portarretratos destrozados y puertas rotas a puñetazos eran las
respuestas que obteníamos cuando no hacíamos lo que él nos pedía.
Su físico también cambió. Perdió mucho peso en muy poco tiempo. Los ojos
se le hundieron y le aparecieron debajo unas ojeras tan marcadas que parecían
tatuajes. Los huesos de las articulaciones, sobre todo de los codos, comenzaron
a marcarse en su cuerpo. Sus pómulos salieron a la superficie como puntas de
icebergs en el mar.
No supimos (o no quisimos) identificar los síntomas con la enfermedad que
mi hijo padecía: estaba enganchado a las drogas. Ya era tarde cuando lo
hicimos. Jesús dependía de las drogas. Mi mujer y yo decidimos cortarle el
suministro de dinero, pensando que así podríamos paliar el problema, pero lejos
de aquello, todo fue a peor, empezó a robarnos joyas para venderlas y comprar
drogas. Cuando ya no le quedaba nada que quitarnos, comenzó a pincharse delante
de nosotros para hacernos sentir culpables. Su madre no dejaba de repetirle una
y otra vez que qué era lo que habíamos hecho mal.
Quisimos que recibiera ayuda para dejar las drogas, pero siempre
recibíamos negativas. Se lo pedimos, se lo rogamos y hasta se lo suplicamos
llorando, pero todo fue en balde. Sus respuestas negativas eran en forma de
gritos, golpes en las puertas, objetos rotos y fugas de casa que duraban varios
días. Cuando regresaba lo solía hacer llorando y con agresividad hacia nosotros
si le queríamos ayudar. En una ocasión acudimos a un abogado para ver si era
posible que lo incapacitaran y poder internarlo en un centro de forma forzosa.
Sin embargo, nos dijeron que no podíamos hacer eso, que si se internaba en un
centro de desintoxicación tenía que ser de forma voluntaria; así que desechamos
la idea.
Hace un mes, con lágrimas en los ojos, nos dijo que necesitaba ayuda. Nos
rogó llorando que lo ayudásemos. No sabíamos por qué ahora nos pedía esa ayuda
que tantas veces le ofrecimos y él denegó.
—Gabriel… Gabriel… Gabriel… —balbuceaba una y otra vez sin responder a
nuestras preguntas. Temblaba de pies a cabeza. No sabíamos si de nerviosismo,
por necesidad de drogas o por una mezcla de ambas—. Se ha ido —dijo por fin—,
Gabriel se ha ido. Teníais razón. Se ha aprovechado de mí.
Tras consolarle y dejar que llorase en los brazos de su madre, cenamos y
se acostó. No durmió nada en toda la noche, lo estuvimos oyendo llorar desde el
ocaso hasta el alba. Al día siguiente no salió del cuarto ni tan siquiera para
comer. A la noche, conseguí entrar a hablar con él. Estaba temblando, me dijo
que llevaba un día entero sin tomar drogas y que comenzaba a tener el mono. Le prometí que le ayudaría si él
quería. Me pidió que le consiguiese algo de heroína. Le dije que no, que eso se
había acabado porque la droga no le ayudaría. Aquella noche, como otras muchas
que le siguieron, dormí en el cuarto de Jesús, tumbado en una alfombra a los
pies de su cama.
Al día siguiente, le preparé el desayuno y se lo llevé a su cuarto. Me
senté con él hasta que se lo acabó y después esperé allí hasta que empezó a
hablar. Me contó que se arrepentía de no habernos hecho caso. Que desde el
primer momento, Gabriel se había aprovechado de él. Le había sacado cada
céntimo que tenía. Le había convencido para que le diera el pin de su tarjeta y
poco a poco le había ido sacando todo el dinero de la cuenta sin que él se
enterara. Cuando lo hubo conseguido, desapareció del apartamento sin dejar
rastro. Cuando fue a buscarlo a dónde le había dicho que vivía con su familia,
se encontró con un solar. No había rastro de Gabriel.
Durante los meses que fueron pareja, mi hijo había sido un juguete de
aquel mal nacido. Había sido víctima de su ira, de sus celos y de sus excesos.
Jesús trató de apartarlo del mundo de las drogas y la delincuencia en el que
vivía, pero no había tenido éxito. Todo había sido al contrario. Comenzó
probando un cigarrillo de marihuana, ante las burlas de Gabriel y algunos
amigos de este. Después vino más marihuana y mucho alcohol. De ahí, pasó a
tomar algunos tranquilizantes y sin saber cómo. Gabriel le había introducido de
cabeza en la heroína. Le había dicho que con aquello alcanzaría cotas de paz y
de placer sexual y físico que no había sentido en la vida. Empezaron fumándola
para acabar inyectándosela. La última vez que vio a Gabriel, le había dejado
una jeringuilla con heroína preparada para pinchársela.
—Voy a darme una ducha y enseguida vuelvo contigo, mi amor. Mientras
tanto, tienes esto para pasar el rato —le dijo.
Cuando Jesús se pinchó, comenzó a perder el conocimiento y cayó
desmayado. Lo siguiente que recuerda es verse solo en el apartamento, sin
Gabriel, sin sus cosas y sin la mayoría de objetos que él le había comprado
para la casa. Sin nada. Entonces comprendió que sus padres siempre tuvieron
razón y que aquel hombre no lo quería realmente, si no que quería aprovecharse
de él. Cuando acudió al cajero para sacar dinero y pagarse un taxi de vuelta a
casa, descubrió que tenía la cuenta bancaria a cero. Gabriel le había robado
todo.
En ese momento, cuando me contaba todo eso, se rompió y comenzó a llorar
y me suplicó que lo perdonásemos y lo ayudásemos a salir de ese infierno.
Con el alma rota, las lágrimas bañando mi rostro y la ropa de mi hijo y
cubriéndolo de besos, le juré por lo más sagrado que íbamos a ayudarlo.
Su madre y yo acabamos de dejarlo en un centro de desintoxicación. Cuando
nos hemos despedido, nos ha prometimos que se curaría y volvería a ser aquel
chico alegre que había sido antes. Al darnos la espalda y caminar por aquel
pasillo, no vi a un chico de veintidós años, si no a un niño pequeño, asustado,
que reúne el valor suficiente para enfrentarse a su peor miedo.
Muy bueno!!! Felicitaciones
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