Apagó la luz del pasillo y entró en la habitación principal. Accionó el
interruptor de la luz pero la bombilla no se encendió. Apretó varias veces el
pulsador sin resultado. Salió nuevamente al pasillo para encender aquella luz
y, justo al traspasar el umbral de la puerta, la bombilla del techo de la
habitación de encendió. Eric dio media vuelta y entró en el cuarto. Sobre la
cama reposaba el ramo marchito que había recogido minutos antes del pasillo del
edificio. Sin embargo, aquella cama no era su cama. Aquella cama tenía un
cabecero de hierro que había ido perdiendo la pintura y oxidándose y la colcha
que cubría el colchón tenía un color mugriento sobre el blanco original y
presentaba varios agujeros en toda su longitud. Su cama era un canapé de madera
abatible con un colchón de látex cubierto por un edredón nórdico. Miró la
mesita de noche para comprobar si había habido cambios en la misma. El mueble
se encontraba en perfecto estado con la lámpara y el teléfono sobre ella.
Entonces miró la pared que se encontraba a los pies de la cama. Más
concretamente al cuadro que allí se encontraba presidiendo la pared, para darle
las buenas noches cuando se acostaba y los buenos días cuando despertaba.
Al igual que los otros dos, este cuadro también había cambiado. La gran
catedral de estilo barroco había dado paso a lo que parecía ser la plaza de un
pueblo desconocido para él. En la imagen se podía ver una vieja marquesina de
metal con los cristales, que protegían a sus usuarios del viento, hechos
añicos. Un poco a la derecha de la parada de autobús, había una cabina de
teléfono cuyo auricular colgaba del cable y su armazón metálico se encontraba
oxidado por las inclemencias del tiempo. Justo detrás de aquellos dos objetos
se podía ver la fachada de un edificio con una pequeña escalinata que acababa
en una gran puerta de metal que también se encontraba oxidada. Sobre dicha
puerta, había una inscripción en un idioma que no conocía “Ayuntamiento de Huerga de Vidriales”; por lo poco que sabía de
idiomas, podría tratarse de español, francés, portugués o italiano, aunque no
descartaba que se tratase de cualquier otro idioma. Por encima de la citada
inscripción, un reloj parado marcaba las siete y cinco minutos. La hora del fin
del mundo. En el primer plano de la imagen se veía un viejo cartel descolorido
que colgaba de un oxidado soporte. El cartel anunciaba una marca de cerveza
desconocida para él: “Mahou”. La
publicidad figuraba en letras blancas sobre fondo rojo y sobre ellas dos jarras
de cerveza. Debajo del cartel publicitario colgaba otro cartel de menor tamaño
con lo que Eric supuso que era el nombre del establecimiento: “Bar La Vereda”, aunque no entendía el significado de
las palabras.
No tenía la menor idea de lo que representaba aquel cuadro ni que era
aquel sitio, pero una cosa tenía segura. No le gustaría estar allí ni por todo
el oro del mundo.
¡POM!
Aquel molesto golpe otra vez. Pero esta vez venía de un sito distinto.
Esta vez parecía provenir del interior de aquel cuadro que mostraba una escena
postapocalíptica.
¡RIIING! ¡RIIING!
Nuevamente el teléfono de su apartamento sonaba en aquella extraña noche.
Respondió desde el supletorio de su habitación. Un ruido metálico y molesto
sonó al otro lado de la línea. Como si alguien rascara una sartén con un
tenedor con tanta fuerza que quisiera atravesarla. Con una mueca de desagrado
colgó nuevamente el auricular en su sitio.
Dirigió su mirada a la cama y observó que el marchito ramo había
desaparecido. Sin saber porqué, su mirada se dirigió ahora hacia aquel cuadro
que instantes antes había cambiado. Pudo apreciar un nuevo cambio. Pequeño,
pero, a la vez tan importante, que lo desconcertó por completo. En la imagen
había aparecido la silueta de una persona junto a la cabina de teléfono. Tenía
el auricular en su mano y lo apoyaba contra su cara como si estuviera
manteniendo una conversación.
¡RIIING! ¡RIIING!
Eric descolgó otra vez el auricular y, al igual que en la anterior
ocasión, un estridente ruido metálico sonó al otro lado de la línea. “Tienes que venir”. Escuchó decir en su
idioma. Después, silencio. Nada más que silencio. Miró otra vez al cuadro y la
silueta había desaparecido. El teléfono de la cabina había vuelto a la posición
inicial, con el auricular colgando del cable.
Necesitaba despejarse. Se estaba comenzando a volver loco. Tenía que
aclarar sus ideas. Necesitaba aire fresco.
Acudió hasta la ventana para abrirla y que la brisa nocturna aclarase su
cabeza. Accionó la manilla para la apertura del cristal pero estaba sellada al
marco. Era imposible de abrir. Tiró y tiró con todas sus fuerzas pero no
consiguió despegarla del cerco. Lleno de rabia y frustración golpeó el cristal
con su puño pensando que, aunque tuviera que repararlo, merecería la pena que
se rompiera. Sin embargo, nada ocurrió, el cristal no se rompía. En aquel
instante, y cegado por la ira, cogió el teléfono que se encontraba en la
mesilla de noche y golpeó el cristal una y otra vez con el auricular sin
conseguir fracturarlo. Cansado de aquella maniobra, acudió a la ventana del
salón. Aquella tenía que abrirse. Momentos antes había estado asomado a ella.
¿O no había llegado a abrirla? No lo recordaba, pero daba igual.
Al llegar al salón, el cuadro que colgaba sobre su sofá también había
cambiado. El ramo que había recogido del pasillo había aparecido en aquel
cuadro, a los pies de uno de los túmulos que en él se observaban.
Decidió ignorarlo y se dirigió a la ventana para abrirla, pero al igual
que en el caso de la de su habitación, no consiguió abrirla ni romper el
cristal, por más que lo golpeó con todos los objetos que encontró en el salón.
Tenía que refrescarse como fuera, así que decidió acudir al cuarto de
baño y mojarse la cara y la nuca. Aquello lo aliviaría.
Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo del agua fría del lavabo. Un
chorro fresco y potente chocó contra la porcelana salpicando diminutas gotas de
agua hacia el exterior. Metió las manos bajo el chorro y cogió un poco de agua
que se arrojó con fuerza sobre la cara. Repitió la acción dos veces más y,
finalmente, con las manos mojadas se humedeció la nuca. Levantó la cabeza y vio
su cara en el espejo. Tenía ojeras por falta de sueño y unas pequeñas arrugas
habían empezado a aparecer en la frente. Cerró los ojos y bajó la cabeza hacia
el lavabo. Cuando levantó la cabeza y volvió a abrirlos la imagen del espejo
había desaparecido. Su cara no se reflejaba en el cristal. Únicamente podía ver
la bañera. Si miraba hacia abajo veía el borde del lavabo, y si miraba a la
izquierda podía ver el borde del retrete. Se hallaba encerrado en el interior
del espejo y no había forma de salir de allí por más que golpeaba el cristal
que lo separaba de su mundo. Una silueta que se encontraba en su cuarto de baño
miró hacia el espejo. Era la misma figura a la que momentos antes había visto
en la cabina de teléfono del cuadro de su cuarto. Esa persona era él mismo. Era
él mismo pero su rostro se encontraba desdibujado. La silueta se giró para salir
de la estancia. Estaba seguro, esa figura era Eric, pero no era él mismo.
Golpeó aquel cristal que lo separaba de su cuarto de baño. ¡POM!, ¡POM!, ¡POM!
Muy bueno, Robe, me gustó mucho tu historia. Te mantiene tenso por el qué pasará, y ese final fue sorprendente.
ResponderEliminarTe felicito.