Desde niña había soñado casarse con un hombre adinerado y poder cambiar
de clase social, y, por fin lo había conseguido.
Su familia vivía en el extrarradio y era muy humilde. De profesión
panadero, su padre hipotecó su vida familiar por trabajar para que a su prole
no le faltase de nada. Su madre se había deslomado fregando escaleras de ocho a
una y limpiando oficinas por las tardes. Ella era la pequeña de cuatro hermanas
y había crecido heredando la ropa y cosas de las mayores. Debido a la precaria
situación económica que atravesaban, nunca pudo tener cosas nuevas propias,
siempre eran usadas o compartidas.
Entonces decidió que cuando formara su propia familia sería con un
millonario y así no pasaría más penurias.
Creció con aquella idea en la cabeza, avergonzada de ser pobre, y con
ansia de cambiar su posición social. Durante años intentó emparejarse con
chicos de familia adinerada, pero siempre la rechazaron. Finalmente, con
treinta años, cuando había asumido que nunca conocería a ningún hombre rico que
quisiera casarse con una muchacha pobre, apareció él.
Era un hombre acaudalado de la ciudad. Poseía varios pisos en el centro y
un caserón en el campo. Tenía lujosos coches, grandes yates y hasta contaba con
un avión privado. El mejor caviar y el champán más exquisito siempre estaban
presentes en sus fiestas. No le faltaba de nada, salvo una mujer con la que
compartir sus días. De joven le gustaba la idea de ser un soltero de oro, sin embargo, a medida que pasaban los años deseaba
más fervientemente encontrar a la esposa que le diera hijos y estabilidad
amorosa.
A Ana, al principio le pareció un poco mayor, contaba con diez años más,
pero precisamente ella ya no era una jovencita que pudiera dejar pasar aquella
oportunidad.
La noche en la que se conocieron, ella estaba de camarera en una fiesta
que daba un ilustre personaje de renombre de la ciudad. Cuando acercó la
bandeja con los canapés a un grupo de hombres, no pudo por más que fijarse en
él. Era alto, apuesto y, aunque rondaba los cuarenta, le llamó la atención que
su pelo no tuviera una sola cana y luciera un color negro tan brillante que
parecía azul. Lo primero que pensó era que aquel hombre se teñía el cabello.
—Disculpe, señorita —le dijo aquel hombre—. Sería tan amable de indicarme
dónde puedo encontrar una copa de vino.
—Están en aquella mesa, pero no se preocupe yo le traigo una enseguida.
—En todos los años que había trabajado en aquel tipo de fiestas, sabía que
siendo amable con los clientes, le podía caer una buena propina.
—Por favor, que sean dos —le indicó el varón de pelo azulado antes de que
se retirara.
Un instante después, ella apareció con una bandeja con dos copas de vino
tinto y otras dos copas de vino blanco.
—Perdone, se me olvidó preguntarle si lo quería tinto o blanco, así que
le he traído de los dos —se disculpó, sin motivo.
—No tiene motivo para disculparse, la culpa ha sido mía. Beberé el mismo
vino que tome usted.
Aquello la pilló por sorpresa. No sabía que le quería decir aquel hombre.
Ella no podía beber una copa de vino porque estaba trabajando, y así se lo
explicó a él.
—Mi nombre es Ricardo Barbazul, y yo soy el que da la fiesta. Si usted
hace el favor de acompañarme a la terraza a tomar esta copa, le garantizo que
nadie le dirá nada por ello.
—Yo me llamo Ana Rovira. Le agradezco la invitación, pero no puedo
aceptarla, de verdad.
—No se haga de rogar, solo le pido tomar una copa juntos. Después podrá
irse si lo desea, pero… si lo desea, también puede quedarse conmigo y tomar más
copas juntos.
Y así fue. Ana y Ricardo bebieron vino hasta que se hubieron marchado
todos los invitados y también el servicio. Bebieron vino después y bebieron
vino cuando salió el sol. Para ambos, había sido una velada soñada. Para Ana
porque había disfrutado por unas horas de los placeres de la clase alta, y para
Ricardo porque había disfrutado de la compañía de aquella mujer maravillosa.
Día tras día, el amor fue creciendo entre ellos y tras más de un año de
ilusionante relación, Ricardo dio el paso que Ana tanto esperaba: le pidió
matrimonio.
En el día más hermoso de la vida de Ana, su ahora marido, le entregó,
además de las tradicionales arras y alianza, una llave de color dorado.
—Esta es la llave que abre todas las puertas de mi casa, que ahora
también es la tuya. —Y ambos se fundieron en un cálido y dulce beso.
Ana se fue distanciando tanto de su familia a causa de cumplir su sueño
de cambiar de clase social, que llegó un día en el que fueron desconocidos para
ella. La avergonzaba reconocer a sus padres y que pudieran verla junto a ellos
o entrando en su mísera casa.
Tras su boda, la siguiente vez que vio a s familia fue en su entierro.
Todos habían perecido en una explosión de gas que hubo en la casa paterna
durante una celebración familiar.
A partir de entonces fue cuando las cosas con su marido cambiaron. De
buenas a primeras, le retiró la llave maestra que le había dado y le entregó
otra de color plateado.
—¿Por qué me cambias la llave?, ¿acaso se ha roto? —le preguntó Ana.
—Nada de eso. A partir de ahora esta otra será tu llave. Con ella podrás
entrar en todas las habitaciones de la casa, como hasta ahora, salvo en una. Ya
no tendrás acceso a mi despacho. Allí trato negocios y tengo papeles demasiado
importantes como para que tú los toques.
—Pero si cuando he entrado en tu despacho ha sido a verte o a coger un
libro de la biblioteca, nunca he entrado sin estar tú —se excusó la mujer.
Una mano, veloz como un rayo, le golpeó la mejilla con una bofetada.
—¡No me repliques, mujer! Eres mi esposa, y mientras yo te mantenga harás
lo que yo te diga.
Desde aquel momento todo cambió. Las flores frescas que aromatizaban los
días de la joven se fueron marchitando. Las únicas violetas eran las marcas que
le hacía su marido. El morado de los lirios se trasladó a su cara en forma de
ojeras por el llanto. Rosa y Margarita dejaron de ser sus flores favoritas para
ser los nombres de las mujeres que se encargaban de “ayudarla” con la casa. Aunque
ella sabía que su labor era vigilarla para que fuera una “buena esposa”, como
solía decir su marido antes de quitarse el cinturón y utilizarlo contra ella.
Pero algún día aquello tendría que acabar. Si le daba un hijo, seguro que
se desvivía con el niño y se olvidaba de ella. Al menos, no podría hacerla daño
porque tenía que ocuparse del crío. Y así fue. Un año después, nacía un hermoso
retoño de un vientre otrora magullado por los golpes, cuyas marcas ya hacía
tiempo que habían desaparecido. Aquel bebé, con el pelo de un color que parecía
azul, centró toda la atención de Ricardo… hasta que cumplió los tres años y lo
envió interno a un colegio del extranjero. Entonces volvieron los golpes y los
gritos contra Ana. Cualquier cosa que ella dijera o hiciera que no estuvieran
dentro de lo esperado por su marido le costaba un grito o una bofetada.
Un buen día, en la mente de Ana se despertó una idea que había estado
siempre allí, aunque dormida. Había oído el nombre de su marido en algún lugar.
Buscó y rebuscó por Internet durante días, hasta que encontró lo que quería: la
relación de Ricardo con el cuento de Barba Azul. Un antepasado de su marido,
había sido el sanguinario personaje del cuento. Aquel hombre que había matado a
todas sus esposas por entrar en la habitación prohibida. Y ahora ella estaba
reviviendo lo mismo. Estaba segura de que en aquel despacho en el que no se le
permitía entrar, colgaban del techo los cadáveres de las anteriores esposas de
Ricardo. No era posible que un hombre como él nunca hubiera estado casado.
Ana había averiguado que en la familia de Ricardo solo nacían hijos
varones, y que todos ellos se habían casado, lo menos, tres veces. De la noche
a la mañana las esposas desaparecían con su ropa y nadie volvía a saber de
ellas. Las autoridades trataban el suceso como de abandono del hogar, y así
quedaba la cosa. Pero las indagaciones de Ana y su experiencia personal le
decían que aquellas mujeres no habían huido, si no que habían sido asesinadas
por sus maridos.
Pocos días después, ideó un plan. Aprovechando un viaje de negocios que
haría Ricardo, se libraría de sus dos vigilantes, y entraría en aquella
habitación. Haría fotos de los cuerpos y las llevaría a la policía. Contaría su
calvario y su marido sería detenido y condenado. Con su marido preso, ella
sería libre de nuevo.
Rosa y Margarita yacían sin sentido en sendos sillones del gran salón tras
haber sido narcotizadas con pastillas de lorazepam que Ana tenía prescritas por
el médico. Subió a su dormitorio y buscó la llave dorada que en su día le
entregara Ricardo. Sabía dónde la guardaba, aunque nunca se había atrevido a
cogerla. Una vez que la tuvo en sus manos, acudió al despacho y la introdujo en
la cerradura. Dio dos vueltas y la puerta se abrió de par en par. Lo que vio
ante sus ojos la dejó petrificada.
En el despacho no había ningún cadáver colgando del techo ni sangre seca
por el suelo. Lo único que había era el mobiliario que ella conocía y, sentado
en el sillón, estaba su marido mirándola fijamente.
—¿Qué haces aquí, Ana? Te prohibí expresamente entrar en esta sala —dijo.
En su voz se notaba un tono de reproche.
—Yo… —Ana no era capaz de articular palabra.
Ricardo se puso en pie y se acercó a su esposa. La rodeó y se colocó a su
espalda. Después susurró en su oído.
—Sé que has estado investigando sobre mí y mi familia. ¿Qué esperabas
encontrar?, ¿los cadáveres de mis anteriores mujeres?
—S…sí —sollozó ella.
—Ya sabes que nunca estuve casado antes, por lo que aquí no podía haber
ningún cadáver. Tú has sido mi primera esposa… pero no serás la última —le dijo
antes de comenzar a asestarle puñaladas con un abrecartas que llevaba en su
mano. Ana no pudo tan siquiera gritar—. Sabía que tarde o temprano te podría la
curiosidad y entrarías en esta sala. Ya me dijo mi padre que todas lo hacíais.
Consigna: escribir un drama, basado en el cuento Barba Azul. En la época actual. Lo azul es el pelo, no la barba.
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