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lunes, 8 de febrero de 2016

Barbazul

Relato presentado para la segunda ronda de Versus 3

Desde niña había soñado casarse con un hombre adinerado y poder cambiar de clase social, y, por fin lo había conseguido.
Su familia vivía en el extrarradio y era muy humilde. De profesión panadero, su padre hipotecó su vida familiar por trabajar para que a su prole no le faltase de nada. Su madre se había deslomado fregando escaleras de ocho a una y limpiando oficinas por las tardes. Ella era la pequeña de cuatro hermanas y había crecido heredando la ropa y cosas de las mayores. Debido a la precaria situación económica que atravesaban, nunca pudo tener cosas nuevas propias, siempre eran usadas o compartidas.
Entonces decidió que cuando formara su propia familia sería con un millonario y así no pasaría más penurias.
Creció con aquella idea en la cabeza, avergonzada de ser pobre, y con ansia de cambiar su posición social. Durante años intentó emparejarse con chicos de familia adinerada, pero siempre la rechazaron. Finalmente, con treinta años, cuando había asumido que nunca conocería a ningún hombre rico que quisiera casarse con una muchacha pobre, apareció él.

Era un hombre acaudalado de la ciudad. Poseía varios pisos en el centro y un caserón en el campo. Tenía lujosos coches, grandes yates y hasta contaba con un avión privado. El mejor caviar y el champán más exquisito siempre estaban presentes en sus fiestas. No le faltaba de nada, salvo una mujer con la que compartir sus días. De joven le gustaba la idea de ser un soltero de oro, sin embargo, a medida que pasaban los años deseaba más fervientemente encontrar a la esposa que le diera hijos y estabilidad amorosa.
A Ana, al principio le pareció un poco mayor, contaba con diez años más, pero precisamente ella ya no era una jovencita que pudiera dejar pasar aquella oportunidad.
La noche en la que se conocieron, ella estaba de camarera en una fiesta que daba un ilustre personaje de renombre de la ciudad. Cuando acercó la bandeja con los canapés a un grupo de hombres, no pudo por más que fijarse en él. Era alto, apuesto y, aunque rondaba los cuarenta, le llamó la atención que su pelo no tuviera una sola cana y luciera un color negro tan brillante que parecía azul. Lo primero que pensó era que aquel hombre se teñía el cabello.
—Disculpe, señorita —le dijo aquel hombre—. Sería tan amable de indicarme dónde puedo encontrar una copa de vino.
—Están en aquella mesa, pero no se preocupe yo le traigo una enseguida. —En todos los años que había trabajado en aquel tipo de fiestas, sabía que siendo amable con los clientes, le podía caer una buena propina.
—Por favor, que sean dos —le indicó el varón de pelo azulado antes de que se retirara.
Un instante después, ella apareció con una bandeja con dos copas de vino tinto y otras dos copas de vino blanco.
—Perdone, se me olvidó preguntarle si lo quería tinto o blanco, así que le he traído de los dos —se disculpó, sin motivo.
—No tiene motivo para disculparse, la culpa ha sido mía. Beberé el mismo vino que tome usted.
Aquello la pilló por sorpresa. No sabía que le quería decir aquel hombre. Ella no podía beber una copa de vino porque estaba trabajando, y así se lo explicó a él.
—Mi nombre es Ricardo Barbazul, y yo soy el que da la fiesta. Si usted hace el favor de acompañarme a la terraza a tomar esta copa, le garantizo que nadie le dirá nada por ello.
—Yo me llamo Ana Rovira. Le agradezco la invitación, pero no puedo aceptarla, de verdad.
—No se haga de rogar, solo le pido tomar una copa juntos. Después podrá irse si lo desea, pero… si lo desea, también puede quedarse conmigo y tomar más copas juntos.
Y así fue. Ana y Ricardo bebieron vino hasta que se hubieron marchado todos los invitados y también el servicio. Bebieron vino después y bebieron vino cuando salió el sol. Para ambos, había sido una velada soñada. Para Ana porque había disfrutado por unas horas de los placeres de la clase alta, y para Ricardo porque había disfrutado de la compañía de aquella mujer maravillosa.

Día tras día, el amor fue creciendo entre ellos y tras más de un año de ilusionante relación, Ricardo dio el paso que Ana tanto esperaba: le pidió matrimonio.
En el día más hermoso de la vida de Ana, su ahora marido, le entregó, además de las tradicionales arras y alianza, una llave de color dorado.
—Esta es la llave que abre todas las puertas de mi casa, que ahora también es la tuya. —Y ambos se fundieron en un cálido y dulce beso.
Ana se fue distanciando tanto de su familia a causa de cumplir su sueño de cambiar de clase social, que llegó un día en el que fueron desconocidos para ella. La avergonzaba reconocer a sus padres y que pudieran verla junto a ellos o entrando en su mísera casa.
Tras su boda, la siguiente vez que vio a s familia fue en su entierro. Todos habían perecido en una explosión de gas que hubo en la casa paterna durante una celebración familiar.
A partir de entonces fue cuando las cosas con su marido cambiaron. De buenas a primeras, le retiró la llave maestra que le había dado y le entregó otra de color plateado.
—¿Por qué me cambias la llave?, ¿acaso se ha roto? —le preguntó Ana.
—Nada de eso. A partir de ahora esta otra será tu llave. Con ella podrás entrar en todas las habitaciones de la casa, como hasta ahora, salvo en una. Ya no tendrás acceso a mi despacho. Allí trato negocios y tengo papeles demasiado importantes como para que tú los toques.
—Pero si cuando he entrado en tu despacho ha sido a verte o a coger un libro de la biblioteca, nunca he entrado sin estar tú —se excusó la mujer.
Una mano, veloz como un rayo, le golpeó la mejilla con una bofetada.
—¡No me repliques, mujer! Eres mi esposa, y mientras yo te mantenga harás lo que yo te diga.
Desde aquel momento todo cambió. Las flores frescas que aromatizaban los días de la joven se fueron marchitando. Las únicas violetas eran las marcas que le hacía su marido. El morado de los lirios se trasladó a su cara en forma de ojeras por el llanto. Rosa y Margarita dejaron de ser sus flores favoritas para ser los nombres de las mujeres que se encargaban de “ayudarla” con la casa. Aunque ella sabía que su labor era vigilarla para que fuera una “buena esposa”, como solía decir su marido antes de quitarse el cinturón y utilizarlo contra ella.
Pero algún día aquello tendría que acabar. Si le daba un hijo, seguro que se desvivía con el niño y se olvidaba de ella. Al menos, no podría hacerla daño porque tenía que ocuparse del crío. Y así fue. Un año después, nacía un hermoso retoño de un vientre otrora magullado por los golpes, cuyas marcas ya hacía tiempo que habían desaparecido. Aquel bebé, con el pelo de un color que parecía azul, centró toda la atención de Ricardo… hasta que cumplió los tres años y lo envió interno a un colegio del extranjero. Entonces volvieron los golpes y los gritos contra Ana. Cualquier cosa que ella dijera o hiciera que no estuvieran dentro de lo esperado por su marido le costaba un grito o una bofetada.

Un buen día, en la mente de Ana se despertó una idea que había estado siempre allí, aunque dormida. Había oído el nombre de su marido en algún lugar. Buscó y rebuscó por Internet durante días, hasta que encontró lo que quería: la relación de Ricardo con el cuento de Barba Azul. Un antepasado de su marido, había sido el sanguinario personaje del cuento. Aquel hombre que había matado a todas sus esposas por entrar en la habitación prohibida. Y ahora ella estaba reviviendo lo mismo. Estaba segura de que en aquel despacho en el que no se le permitía entrar, colgaban del techo los cadáveres de las anteriores esposas de Ricardo. No era posible que un hombre como él nunca hubiera estado casado.
Ana había averiguado que en la familia de Ricardo solo nacían hijos varones, y que todos ellos se habían casado, lo menos, tres veces. De la noche a la mañana las esposas desaparecían con su ropa y nadie volvía a saber de ellas. Las autoridades trataban el suceso como de abandono del hogar, y así quedaba la cosa. Pero las indagaciones de Ana y su experiencia personal le decían que aquellas mujeres no habían huido, si no que habían sido asesinadas por sus maridos.

Pocos días después, ideó un plan. Aprovechando un viaje de negocios que haría Ricardo, se libraría de sus dos vigilantes, y entraría en aquella habitación. Haría fotos de los cuerpos y las llevaría a la policía. Contaría su calvario y su marido sería detenido y condenado. Con su marido preso, ella sería libre de nuevo.
Rosa y Margarita yacían sin sentido en sendos sillones del gran salón tras haber sido narcotizadas con pastillas de lorazepam que Ana tenía prescritas por el médico. Subió a su dormitorio y buscó la llave dorada que en su día le entregara Ricardo. Sabía dónde la guardaba, aunque nunca se había atrevido a cogerla. Una vez que la tuvo en sus manos, acudió al despacho y la introdujo en la cerradura. Dio dos vueltas y la puerta se abrió de par en par. Lo que vio ante sus ojos la dejó petrificada.

En el despacho no había ningún cadáver colgando del techo ni sangre seca por el suelo. Lo único que había era el mobiliario que ella conocía y, sentado en el sillón, estaba su marido mirándola fijamente.
—¿Qué haces aquí, Ana? Te prohibí expresamente entrar en esta sala —dijo. En su voz se notaba un tono de reproche.
—Yo… —Ana no era capaz de articular palabra.
Ricardo se puso en pie y se acercó a su esposa. La rodeó y se colocó a su espalda. Después susurró en su oído.
—Sé que has estado investigando sobre mí y mi familia. ¿Qué esperabas encontrar?, ¿los cadáveres de mis anteriores mujeres?
—S…sí —sollozó ella.
—Ya sabes que nunca estuve casado antes, por lo que aquí no podía haber ningún cadáver. Tú has sido mi primera esposa… pero no serás la última —le dijo antes de comenzar a asestarle puñaladas con un abrecartas que llevaba en su mano. Ana no pudo tan siquiera gritar—. Sabía que tarde o temprano te podría la curiosidad y entrarías en esta sala. Ya me dijo mi padre que todas lo hacíais.

Consigna: escribir un drama, basado en el cuento Barba Azul. En la época actual. Lo azul es el pelo, no la barba.

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