Rodrigo había salido de su casa de alquiler para ir a realizar unas
compras a su antiguo barrio de Pueblo Nuevo. Los policías le habían
recomendado que no saliera del domicilio a no ser que fuera
estrictamente necesario, pero él necesitaba comprar alguna sartén porque
no se había llevado ninguna y la cazuela que había utilizado el día
anterior no le servía para freír unos filetes que tenía para la cena. Si
compraba en el centro comercial durante el día no correría ningún
riesgo. De todas formas, quería comunicárselo al Grupo Especial de
Homicidios de Chamberí. Marcó el número que figuraba en la tarjeta que
le había dado la oficial del pelo rizado pero nadie respondió a la
llamada. Dejó pasar unos minutos y lo volvió a intentar de nuevo con el
mismo resultado.
Cogió su cartera, el teléfono móvil y las llaves
de su nuevo domicilio y salió al rellano de la escalera tras echar un
vistazo por la mirilla de la puerta que todo estuviese despejado. Una
vez que hubo seguido las recomendaciones de Carrasco y Rocío y no haber
moros en la costa, salió de su casa y se encaminó hacia el metro de
Cartagena. No era el que más cerca le quedaba, pero también le habían
aconsejado que no realizara acciones rutinarias, que si tenía que salir a
la calle que callejeara, se cambiara de acera ocasionalmente, que
transitara por calles en las que hubiera afluencia de gente pero no
tanta como para interrumpir una posible huída.
De repente, a la altura de Torres Blancas, algo lo alertó.
–
¡A Torres Blancas, todos a Torres Blancas, está aquí!– gritó una voz a
su espalda. Era Héctor pidiendo apoyo a sus compañeros mientras corría
para evitar que el Asesino del Ajedrez llevara a cabo su plan.
Rodrigo levantó la cabeza y se disponía a girar el cuello cuando alguien chocó con él.
– Shah mat.
Posteriormente,
la persona que había chocado con él salió despedida como si hubiera
sido empujado por un resorte. A partir de ese momento Rodrigo sólo
recordaba haberse llevado las manos al cuello y sentir un líquido
caliente escurrirse por sus dedos. Se las observó y las vio llenas de
sangre antes de caer al suelo sin sentido.
Sus ojos se cerraron pero sus oídos no. Podía oír perfectamente lo que se decía a su alrededor.
– H-50, un ballenero urgente a la Patagonia. Tenemos un gallifante deshuesado.
– Oído cocina.
Las sirenas de los coches de Policía se escuchaban lejanas, aunque, se
iban acercando por momentos con aquel sonido característico: dindon,
dindon, dindon, dindon.
– Vamos a la Comisaría. ¿Quién se queda con el gallifante?
– La sota de bastos y la ficha azul. La ficha verde y el alfil van a
despejar la zona de carroñeros que ya están empezando a arremolinarse.
¿Qué era todo aquello que decían? No entendía nada de lo que hablaban
los policías. ¿Qué estaban haciendo por él? Se estaba muriendo y nadie
movía un dedo por ayudarlo. Los coches de la policía se iban. Podía
verlos desde arriba. Había una persona tendida en el suelo rodeada de
gatos. Era él. Pero la vista que tenía era una perspectiva del lugar,
como si estuviera varios metros por encima de la ciudad y pudiera
observar todo lo que pasaba en aquel contexto como un mero espectador y
no como uno de los actores, que era lo que realmente era, un actor: la
víctima. ¿Sería su alma que se había separado de su cuerpo y quería que
viera como moría antes de subir al cielo?
Los gatos se
ponían en pie y saltaban bailando alrededor de su cuerpo tendido. De
nuevo ruido de sirenas. Pero esta vez era un ruido diferente, sonaba
como una alarma antiaerea de la Segunda Guerra Mundial. Eran las
ambulancias, las veía aproximarse por la parte trasera del castillo. Dos
vehículos de chapa con una gran llave en el techo que servía para
darlos cuerda y que anduvieran. Tres médicos ataviados con batas blancas
saltaron del interior de la primera ambulancia. Llevaban la cabeza
cubierta por un gorro blanco y se cubrían la cara con una mascarilla
también blanca pero con el dibujo de una lengua que se burlaba de él.
– Dios mío, el gallifante está deshuesado. Está perdiendo mucha celulosa.
– Rápido. Dos litros de cerveza en vena. Tres centímetros cúbicos de gelatina y una unidad de melocotón en almíbar.
– Doctor, le hemos cogido una carretera. ¿Qué hacemos ahora?
– Pasapalabra.
– Con la “G”, persona deshuesada.
– Bambi.
Aquellos matasanos movían las manos tan rápido que no podía ver lo que
estaban haciendo. Los gatos se habían apartado unos metros para seguir
bailando a su alrededor mientras cantaban una canción popular infantil.
– Míralos– le decía una voz en su interior–. Míralos como bailan sobre tu cuerpo que ahora es el mío.
De nuevo la oscuridad.
Una oscuridad absoluta.
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